miércoles, 3 de octubre de 2012

Nadie quiere poner el muerto


José Hugo Fernández. CUBANET

Muchos en el exterior, cubanos incluidos, parecen resistirse a la idea de que Fidel Castro apenas cuenta ya para la mayoría de la gente de a pie en Cuba. Tal vez por eso especulan en torno a posibles rebeliones populares, una vez dada a conocer la muerte del dictador. Es curioso: tal y como aquí vivimos por lo general de espaldas a las más importantes ocurrencias del mundo, también los de afuera están casi siempre detrás del palo en cuanto a nuestra verdadera realidad.

La muerte de Fidel Castro será un contratiempo (crispante pero pasajero) para la cúpula del poder en la Isla, también puede ser una triste noticia para sus viudas y estultos idólatras del extranjero, pero, más allá del show solemne en los medios oficiales, y del refuerzo policial en las calles (que es la parte oscura del show) para fingir fuerza, los cubanos corrientes no sufriremos ni gozaremos en particular con la noticia, porque, para nosotros, Fidel murió desde hace tiempo.

Si el pueblo no se ha sublevado en masa contra el régimen (al menos hasta hoy, lo cual no descarta la posibilidad de que lo haga, pues todo tiene un límite), para nada influye a estas alturas que Fidel se mantenga respirando. Por difícil que resulte de entender para algunos, la verdad es que los cubanos prefieren optar por el caos y la miseria antes que por el drama de la guerra fratricida.

Claro que es factible y aun razonable hacer otros análisis y formular otras hipótesis, para los cuales nunca va a faltar el examen de las socorridas condicionantes históricas. Pero siempre regresaremos a este punto, que es la base: la gente de aquí está desinflada por la política, descreída, cataléptica, sumida en el limbo de sus meros requerimientos fisiológicos, y nos guste o no, nos parezca o no un comportamiento cuerdo, nada les motiva menos que el proyecto de lanzarse a las calles a enfrentar la aún potente maquinaria represiva.

Luego de haberlo perdido todo, luchando por sobrevivir bajo los embates del ciclón totalitario, lo único que les queda es la vida. Y al parecer, no están dispuestos a perderla a cambio de la dudosa esperanza de mejorar la vida de otros.

Nadie quiere poner el muerto. Y a mí no me parece que sea una actitud cínica o gratuitamente miedosa, sino una reacción bien natural. En todo caso, el cinismo tal vez radica en mi manera de decirlo, pero no me queda sino describir el paisaje.

Tampoco esta posición significa, en lo más mínimo, que a la gente le reste alguna esperanza en lo que pueda hacer el régimen para frenar el desbarranque. Las evidencias indican que ni el propio Raúl Castro tiene ya esperanzas.

Supongamos que en los primeros días de su gobierno nominal, haya creído sinceramente que aún estaba a tiempo de enderezar algunas de las múltiples jorobas ocasionadas por su hermano en las estructuras económicas y culturales de la nación cubana. Supongamos que haya tenido la disposición de intentarlo, aunque no fuese más que por fidelidad parental. Pero a la luz de hoy, las pocas neuronas que le quedan en activo deben haberle alcanzado para comprender que no está en sus manos cambiar nada, porque no tiene el poder.

Raúl Castro está más muerto que Fidel en lo que se refiere a la política y al poder real.

Por más que se esfuerce por demostrar lo contrario, y por más que su corte de generales haga el conveniente juego de propiciarle una imagen pública de líder, Raúl Castro no ostenta el poder real en Cuba. Para saberlo, no hay que ser adivino, ni es necesario contar con fuentes de información en la cúspide. Basta con la simple observación de que no puede materializar ni una sola de sus promesas.

Ante esa impotencia suya, y ante su nulidad como líder, se ha visto obligado a admitir que el poder real (que es el de las élites de las fuerzas armadas y el Ministerio del Interior) se reparta tranquilamente el rastrojo de la cosecha de su hermano, a cambio de defender hasta sus peores consecuencias las ruinas del reino.

Este cuadro también podría responder de antemano a la pregunta: ¿Y si no es el pueblo, entonces serán las élites las que se rebelen cuando muera Fidel? Pero, ¿por qué tendrían hacerlo? No lo necesitan, si ya ostentan el poder real. Sería absurdo que alguno de ellos, a su edad, quisiera poner el muerto, sin necesitarlo.

En cuanto a los viejos políticos estalinistas del Comité Central del Partido, esos nunca han puesto el muerto, en ningún caso, porque son cobardes congénitos. Además, lo único que les asusta son los cambios en las estructuras políticas. Y en ello coinciden con las élites del poder real, de modo que con no estorbarles les basta para seguir tirando con la cara en sus puestos los pocos años que les quedan.

Las nuevas camadas de fidelistas, así como los ideólogos perfeccionadores del socialismo, no se rebelarían ni en sueños, porque en lo esencial son trepadores con espíritu de cortesanos, moldeados para obedecer sin traumas a quien mande, adecuando el discurso cada vez que sea necesario para mantener sus estatus.

En fin, si los que necesitan rebelarse, no quieren o no pueden hacerlo, y los que pueden, no lo necesitan, ¿cuál es en concreto la sustentación de quienes especulan en torno a una inminente rebelión masiva en Cuba, tan pronto muera Fidel Castro?

La rebelión popular de los cubanos siempre será posible, y puede llegar el día en que sea inevitable. Incluso el detonante, o el pretexto, podrían ser accidentales, y hasta fortuitos, pero yo no le apuesto un centavo a la hipótesis de que será provocada por la muerte de un hombre que hoy por hoy sólo está vivo en el recuerdo de su familia o de sus más rancios idólatras, pero no para el pueblo.

 

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