Manuel Cuesta Morúa
Excepciones aparte, los economistas
cubanos, a ambos lados del pasillo, insisten en que el problema de Cuba es
económico. Con rigurosidad histórica, nunca lo ha sido. Ni siquiera en tiempos
de guerra, como bien saben los mejores historiadores de la economía cubana. No
lo fue ni antes ni después de 1959.
Porqué eluden la política, es una pregunta
obligada para ellos si pretenden entender el origen de su propia ciencia, solo
posible desprendida de cualquier visión medioeval.
Maynard Keynes tenía razón cuando sugería
no confiar el destino de un país a los economistas. Su gastada frase: “a la
larga todos estamos muertos” tenía mucho que ver con la conversación en torno a
su papel en la sociedad.
Que si tomas tal medida, que si
liberalizas más cual sector, que si autorizas aquella actividad, que si
inviertes en estas áreas, que si Estados Unidos levanta el embargo y un largo
menú de modelos y análisis estadísticos en torno a políticas fiscales o de
precios forman parte del vademécum que ha dominado la conversación al menos
desde los años ochenta del siglo pasado. Casi el mismo tiempo que le ha tomado
a Irlanda del Norte subirse a la plataforma de las economías desarrolladas.
Todo ello como poesía alternativa a la
realidad prosaica: Cuba se desplaza a la cuarta periferia de la economía
mundial: más allá de Venezuela y de Haití: esta última con una vigorosa
economía al detalle que hace la envidia de las mulas cubanas.
El problema de Cuba es político. Y solo
político. Lo fue en 1953, en 1959 y lo es ahora en el 2021. El gobierno lo
sabe. Por eso solo liberaliza un tipo de economía de sastre hecha para
usuarios, no para clientes cubanos.
Lo interesante es que la cantidad de
actividades liberalizadas, dicen que más de 2000, refleja exactamente el
problema de toda economía moderna: no se trata del cuánto, sino del qué. Qué no
se puede hacer en cuantas actividades económicas pueda practicar.
Mi sugerencia es que lo entendamos: Cuba
se cierra, hasta nuevo aviso, tanto a la economía moderna como a la
modernización económica que, en el nivel de conocimiento y de tecnología
actuales, dependen mucho de las 124 zonas prohibidas.
Lo que nos dice, directa o indirectamente,
que el embargo de Estados Unidos nada tiene que ver con la deliberada
trayectoria cubana hacia el subdesarrollo.
Yo, que como otros tantos empezamos a
oponernos a él por allá por 1992, antes que el gobierno cubano comenzara a gemir
en las Naciones Unidas, entiendo que el embargo es la mejor contribución del
gobierno norteamericano a la plaza sitiada de la política, no a las carencias
de nuestras mesas. Por eso, y solo por eso, abogo por su levantamiento.
Los que aducen razones éticas para exigir
su levantamiento están desplazando la responsabilidad moral por el hambre
cubana.
No es el embargo, estúpido; parafraseando
a alguien. Es la política. Desde donde se bloquea, hacia dentro, las magníficas
posibilidades de Cuba.
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