Guy
Sorman
En
1991, cuando Boris Yeltsin, visionario y demócrata, disolvió la URSS, Europa
respiró; la Guerra Fría había terminado. Desde luego, el mundo seguía siendo
peligroso por naturaleza, pero los estrategas occidentales se plantearon
entonces incorporar Rusia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte
(OTAN por sus siglas en inglés) frente a un posible adversario futuro, como
China, por ejemplo. ¿O quizá se debería disolver la Alianza Atlántica, cuya
razón de ser ha desaparecido? Pero los vecinos inmediatos de Rusia, que tienen
buena memoria, nos recordaron oportunamente que detrás de la URSS se escondía
una potencia expansionista, desde el reinado de Catalina II. Los países
bálticos y Polonia, en particular, recuerdan haber sido anexionados no por la
URSS, sino por la antigua Rusia. Los rumanos, los búlgaros y los turcos también
recuerdan esta larga historia cuando el Ejército ruso, presionando en las
fronteras, intentó llegar al mar Negro y apoderarse de Constantinopla. De modo
que, gracias esencialmente a la memoria de esta Europa del Este y de los
Balcanes, la OTAN se salvó. Salvada, pero ocupada en desgarrarse internamente.
Turquía seguía formando parte de ella mientras perseguía a Grecia y adquiría
armas rusas en lugar de estadounidenses.
¿Deseaba
realmente la OTAN intervenir en Afganistán, con el pretexto de que los
talibanes estaban atacando a toda la democracia occidental? Más tarde, Barack
Obama, y aún más Donald Trump, perdieron el interés por Europa y la OTAN, al
considerar que, en adelante, el futuro del mundo se jugaría en Asia y que la
Alianza era demasiado cara para proteger a una Europa aparentemente sin
enemigos. Donald Trump no intervino jamás en las reuniones de la OTAN, excepto
para pedir un aumento de las contribuciones económicas de los europeos; sus
recriminaciones parecían justificadas, especialmente las dirigidas a Alemania,
pero olvidó que la Alianza reforzaba la supremacía mundial de Estados Unidos y
la Pax Americana.
La
naturaleza de estos debates internos y algo teóricos entre geopolíticos ha
cambiado radicalmente desde la aparición en escena de Vladímir Putin, el gran
alborotador. Putin desprecia hasta tal punto las democracias que no es seguro
que se esperara esta firmeza por parte de la OTAN. Pero las democracias solo
son débiles en apariencia y resultan indestructibles cuando están aliadas y
amenazadas. Putin es un mal jugador de ajedrez, pues desconoce la verdadera
naturaleza de su adversario.
Los
occidentales también han comprendido que no están tratando con el fantasma
renacido de la URSS, sino con un enemigo ruso, no soviético. Putin, a
diferencia de Stalin o Brezhnev, no reivindica ninguna ideología universalista;
no exporta ninguna idea con vocación universal. Su único argumento es la raza.
Afirma que la geografía de una nación debe coincidir con la raza, lo que
recuerda un precedente histórico, no soviético, sino nazi. La raza y el espacio
vital fueron los fundamentos del belicismo hitleriano y constituyen los
cimientos del delirio putiniano. Según Putin, las amenazas contra los ucranios
y los bálticos están justificadas por la protección de las minorías rusas que
allí residen. Este exactamente fue el argumento de Hitler para que los
occidentales le cedieran los Sudetes en Múnich en 1938 y no reaccionaran a la
conquista de Austria.
Hay
políticos de extrema derecha en Francia que apoyan a Putin precisamente porque
es un dictador racista. También sería necesario definir la raza rusa, una
noción tan inabordable como una raza francesa o española. Además, las naciones,
al menos desde 1945, ya no se definen por la raza, sino por la voluntad de
convivir en un espacio político, no étnico. Por lo tanto, los argumentos de
Putin no tienen ninguna legitimidad, ni científica ni histórica. Nadie en
Occidente se deja engañar: el precedente de la situación actual no es Stalin,
es Hitler. Y el otro antecedente de las exigencias de Putin es Múnich en 1938.
Dado que los dirigentes francés y británico, Edouard Daladier y Neville
Chamberlain, creyeron que estaban comprando la paz al abandonar Checoslovaquia,
los líderes occidentales actuales no cederán ni un palmo de terreno a Putin.
Pasar por ‘muniqués’ es la peor vergüenza que puede amenazar hoy a un jefe de
Gobierno en Europa y Estados Unidos.
¿Cómo
puede Putin ignorar hasta tal punto la historia contemporánea? Indudablemente
las explicaciones son de orden psicológico: el dictador envejecido y aislado no
se decide a dirigir solo una potencia pobre, porque de la Gran Rusia hoy
subsiste únicamente un pueblo empobrecido, alcohólico y canoso. Solo le queda
el gas, los oligarcas que invierten su botín en Londres y Nueva York, y un
Ejército capaz de hacer daño, pero sin propósito. Lamentablemente, no hay nada
más difícil que negociar con un dictador que ha perdido la razón (ABC)
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