Carlos Alberto Montaner. El Blog de
Montaner
Muy poca gente en Brasil piensa que Lula
es inocente. Menos gente aún cree que el poder judicial forma parte de un
siniestro grupo de golpistas. Ésa es sólo la coartada para protestar por la
“injusta” o “selectiva” persecución al caudillo metalúrgico. No obstante,
todavía es menor el grupo de brasileños dispuesto a descartar a Lula por
haberse beneficiado ilegalmente del poder. Esos son muy pocos.
Lula sigue siendo el político más popular
del país. A la mayor parte de los brasileños, sencillamente, no les importa que
Lula haya recibido un apartamento en usufructo de la empresa OAS por propiciar
los negocios entre esta compañía y Petrobrás. Eso es peccata minuta. ¿Por qué
Lula no podía vivir como todo un señor, se preguntan sus partidarios sotto
voce?
Eso es gravísimo. Es no entender que un
estado de derecho real depende de que el poder se coloque bajo la autoridad de
la ley. Es no darse cuenta que las sociedades en las que no existe una sanción
moral contra quienes violan las normas están condenadas al fracaso y el atraso.
Recuerdo la historia de la líder
socialdemócrata sueca Mónica Sahlin. Ocurrió a mediados de los noventa. Entonces
era una mujer agradable y bien formada. Todos esperaban que fuera jefa de
gobierno. Su fulgurante carrera política se dislocó cuando se supo que había
utilizado la tarjeta de crédito oficial para adquirir unas pastillas de
chocolate Toblerone y un vestido de cincuenta dólares. Tuvo que pedir perdón,
pagó una multa abultada y estuvo varios años fuera de las actividades
políticas. Regresó a la arena pública, pero nunca pudo llegar a Premier por ese
episodio.
Por la misma y corrompida regla de tres
que exculpa a Lula, a las enormes huestes justicialistas les trae sin cuidado
que Perón, el matrimonio Kirchner o Carlos Menem hayan robado sin el menor
pudor en Argentina. Algo que sucede en todos los países de América, con la
excepción parcial de Chile, Uruguay y Costa Rica, donde apenas hay tolerancia
con el peculado.
En Cuba, la Asamblea Nacional del Poder
Popular (el Parlamento, conocido como los “Niños Cantores de La Habana” por su
perfecto afinamiento coral durante medio siglo sin una nota discordante), le
regaló a Fidel Castro un yate de lujo para que practicara la pesca submarina,
junto al medio centenar de residencias oficiales que acumuló a lo largo de su
prolongada vida, incluido un coto de caza como los que poseían los reyes
medievales.
Lo que muchas personas esperaban de Lula
no es que fuera honrado, sino que “hiciera cosas”, que disminuyera la pobreza,
que repartiera bienes y asignara servicios a los desamparados. Como le tocó el
periodo expansivo y vorazmente importador de la economía china, y como no
rechazó las líneas maestras sociales trazadas por su predecesor Fernando
Henrique Cardoso, pudo sacar de la miseria a treinta millones de sus
compatriotas.
El ensayista argentino Juan Bautista
Alberdi le atribuía a la tradición romana la propensión al peculado que
mostraban los latinos. En Roma, suponía Alberdi, nunca se supo con precisión lo
que era o no del César. Los Cónsules y los emperadores mezclaban en sus
augustas personas los bienes propios y los de la nación. (Por eso Alberdi proponía
poblar a la Argentina con anglosajones y rechazaba a los hispano-latinos).
Es muy posible, no obstante, que la labor
del poder judicial está cambiando las formas tradicionales de comportarse. Todo
comenzó en Italia en 1992, cuando el fiscal Antonio di Pietro dio comienzo a
Tangentópoli, una operación destinada a adecentar la vida pública del país que
terminó por liquidar a la clase política.
En Brasil Sergio Moro ha hecho más o menos
lo mismo con Lava Jato, colocando contra las cuerdas a Lula da Silva y a Dilma
Rousseff, pero sin descuidar a Michel Temer, el actual presidente. Es
importante que tenga éxito. Sin honradez, a largo plazo se hunde el Estado.
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