Fernando
Mires (Blog POLIS: POLITICA Y CULTURA)
Hasta el cansancio ha sido repetida aquella verdad que
dice que Putin intenta restaurar el edificio geopolítico de la URSS. Hay
quienes sin embargo difieren y sostienen que lo que intenta restaurar es el
antiguo imperio zarista. No vamos a entrar aquí en esa más bien académica y
políticamente infructuosa discusión. Lo que interesa decir por el momento es
que efectivamente Putin es un restaurador, un expansionista, un imperialista e
incluso un colonialista, pero sobre todo, como ha destacado recientemente Anne
Appelbaum en un emotivo artículo dedicado a analizar a Putin, un antidemócrata.
Pero el problema no termina ahí. Putin, además, es el representante máximo
de una enorme ola antidemocrática que avanza primero hacia
la por él considerada “periferia rusa”, su utópica “Eurasia” religiosa y
cultural, equivalente a la “Germania” con la que soñaba ese monstruo llamado
Adolf Hitler.
No hay revolución sin contrarrevolución. Desde la
Santa Alianza, pasando por los totalitarismos nazi y stalinistas, hasta
llegar a nuestros días, han habido diversas olas
antidemocráticas, surgidas como reacción a las
por Samuel Hungtinton llamadas “olas de democratización”.
La última gran ola fue la que puso término al
imperio soviético durante 1989-1990. Putin, desde esa perspectiva
macro-histórica, representaría una reacción en contra de la revolución
democrática, rusa y europea. En ese sentido es el
anti-Gorbachov. Pero no está solo. Putin es solo una parte, quizás
la principal, de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo.
Como Stalin ayer, Putin mantiene fuertes
enclaves en el Occidente político. Mas, a diferencias de la
era Stalin, no se trata de organizaciones doctrinarias
como fueron los partidos comunistas pro-soviéticos, sino de una gama
de diversos movimientos y gobiernos abiertamente anti-democráticos. Los
principales por ahora son los movimientos y partidos antidemocráticos de
Europa.
Entre esos gobiernos nos referimos a las autocracias
europeas, sobre todo a ese trío representado por Erdogan en Turquía, Orban en
Hungría, Kaczinski en Polonia.
Parecerá raro quizás incluir al tercero en la
triada pro-Putin dado que Kacszinski, como la mayoría de la ciudadanía polaca,
teme a que Putin, en su no oculto proyecto por restaurar la
geografía soviética, intente ocupar Polonia. No obstante, Kacszinski, en
su visión anti-UE es el mejor aliado de Orban. Y Orban es el más
estrecho aliado europeo de Putin.
Al jerarca ruso, a diferencias de Stalin, no importan
las convicciones doctrinarias. Pero sí le interesa
que sus aliados objetivos de Europa mantengan un desacuerdo
vital con la UE y con la OTAN. En ese sentido Kaczinski, como sus
homólogos húngaro y turco, comparten con Putin similares convicciones.
Los tres son partidarios de un gobierno fuerte y autoritario representado en un
líder que encarne la tradición mítica de sus naciones. Los tres se
entienden como restauradores del orden familiar, sexual, patriótico
y religioso (no importa cual religión). Los tres son
enemigos declarados de la democracia parlamentaria. Los tres creen en “el
principio del caudillo”. Los tres consideran a la democracia occidental como un
producto de la decadencia de Europa.
I-liberalismo llama
Viktor Orban al conjunto de ideas y creencias compartidas con
sus homólogos. Pero ese i-liberalismo es solo una media
verdad. Desde el punto de vista económico los aliados de
Putin son radicalmente liberales. Y desde el político, el enemigo no
es la ideología liberal sino las instituciones de las democracias
europeas. Naturalmente, ellos dicen, y probablemente creen, ser
democráticos. Y en sentido literal lo son pues su
ideal político está basado en una comunicación directa entre pueblo
y caudillo. La democracia que ellos enaltecen no está basada en
instituciones ni en constituciones sino en el “principio del líder”, tal como
lo formulara el jurista alemán Carl Schmitt al que los
nuevos autócratas probablemente no han leído pero, visto
objetivamente, han llegado a ser sus mejores discípulos. El odio
que en los autócratas despierta lo que ellos llaman “democracia liberal” está,
como todo odio, basado en un miedo, en este caso, el miedo a que el
control unipersonal del poder sea cuestionado. Como bien observara el
historiador polaco Adam Mischnick: “Es posible que Putin no pueda
implementar cada escenario, pero ha concentrado el poder político incluso más
que Stalin. Stalin, al menos formalmente, estaba limitado por su “politburó”,
un organismo político que en principio podía decirle que no, aunque por
supuesto no lo hizo. Putin no tiene politburó, es todopoderoso, un monarca
absoluto, un César”.
Naturalmente, en su reciente aventura ucraniana,
Putin ha contado, si no con el apoyo directo, con el consentimiento
indirecto de las tres autocracias mencionadas. Puede que
pronto aparezcan más. Los movimientos de la ultraderecha avanzan
de modo zigzagueante en todos los países de Europa. La Liga Norte
de Salvini ha sido temporariamente desplazada en
Italia pero ahora avanza el Vox español que, si bien no se ha
declarado miembro del putinismo, comparte con este sus valores esenciales. Las
elecciones presidenciales en Francia decidirán sobre el futuro
inmediato de Europa. Le Pen es abiertamente putinista y Zemmour puede
llegar a serlo sin problemas. Todos son partidarios de una Europa
des-unida. Eso al fin es lo que cuenta
para Putin. Por si fuera poco, a la derecha
nacional-populista europea habría que agregar
algunos remedos de la izquierda del pasado. Podemos de
España se declara “pacifista” y anti-OTAN. Lo mismo ocurre
con los socialistas de Melenchon en Francia y “Die Linke” en
Alemania.
Al igual que la antigua URSS, el imperio Putin tiene
importantes aliados extra-continentales.
Gracias a la vacilaciones de Obama logró convertir a Siria y parte de Irak en
un condominio ruso. Irán puede contarse entre sus aliados estratégicos. Los
ayatollahs han descubierto que comparten con Putin las mismas obsesiones
anti-occidentalistas. Para el ruso como para la camarilla teocrática persa,
Occidente es un mundo degenerado. En no pocos puntos, las ideologías
teocráticas de los países del Oriente Medio son compatibles con las visiones
integristas de la iglesia ortodoxa rusa que ve en Putin un paladín de la
cristiandad, cabalgando en contra de los demonios lujuriosos y ateos que acosan
Occidente. Sin necesidad de recurrir a Max Weber podríamos afirmar que Putin
encabeza una rebelión de la tradición en contra de la modernidad. Pero
solamente en contra de la modernidad cultural. No así con respecto a la
modernidad tecnológica, la que en sus formas digitales y nucleares pone al
servicio de la expansión territorial de su país.
La gran ventaja de Putin es que sabe que al
interior de la mayoría de los países occidentales existen multitudes
anti-democráticas y que en no pocos de esos países la democracia se
encuentra en muy precaria condición. La gran revelación para Putin fue no tanto
la presidencia de Trump, la que mal que mal debió ajustar su práctica a las
férreas instituciones norteamericanas, sino el carácter del movimiento que
encabeza Trump. Por cierto, el ex presidente nunca ha sido un modelo
democrático. Su personalismo, su autoritarismo, sus convicciones patriarcales,
su escaso respeto por los valores que han permitido forjar a su nación y, no
por último, su radical anti-europeísmo, no hablan bien de sus convicciones
democráticas. Pero mucho menos democráticos que Trump son los
trumpistas. Quizás en este caso habría que invertir la relación entre
líder y masas. No es, en el caso de Trump, el líder el que ha producido un
fuerte movimiento radical antidemocrático en los EE UU, sino estos últimos son
los que han producido el fenómeno Trump. El asalto al Capitolio, por ejemplo,
fue una muestra de como la contrarrevolución anti-democrática ha logrado
apoderarse, si no del corazón, por lo menos del sistema nervioso de la
democracia más antigua de la modernidad. En otras palabras, Putin ha
visto en Trump a uno de los suyos.
En donde las instituciones democráticas son débiles o
precarias, donde surgen caudillos que enamoran y enardecen a sus pueblos, donde
las masas son organizadas desde el estado, donde no hay sociedad civil, y sobre
todo, donde los canales de comunicación política se encuentran obstruidos, allí
está el campo abonado para que el imperio ruso reclute contingentes. Hay
una alianza perfecta entre los movimientos y gobiernos nacional-populistas y el
proyecto antidemocrático mundial del cual Putin ha pasado a convertirse en su
máximo líder.
Casi no hay dictadura o autocracia en el mundo que no
cultive relaciones con el gobierno Putin. Se quiera o no, Putin ha
logrado articular en su torno a una internacional de gobiernos y movimientos
anti-democráticos. No es casualidad que las tres anti-democracias
latinoamericanas, la autocracia mafiosa de Maduro, la dictadura neosomocista de
Ortega y la dictadura poscastrista de Díaz Canel, se declaren partidarios
incondicionales de Putin.
El proyecto inmediato de Putin es convertir a
Rusia en un poder mundial. En el hecho ya lo es.
Pero para que este sea más sólido, Putin requiere asegurar su dominación en el
que considera espacio vital de Rusia. Ucrania representaría, simbólica
y fácticamente, el último bastión que hay que derribar para dar inicio
a esa locura distópica llamada por el ideólogo del
putinismo, Alexandr Dogin, “Eurasia”. Eso es precisamente lo que
no han entendido algunos gobiernos europeos, particularmente el alemán. Si
Occidente no opone a través de su diplomacia y de sus ejércitos un decidido “no
pasarán” a Putin en Ucrania, Rusia puede, definitivamente, destruir la paz
mundial.
Puede ser, así opinan muchos comentaristas, que por el
momento Putin decida no invadir a Ucrania. De acuerdo a una relación
costo-beneficios, el precio podría ser muy alto, piensan algunos. No
obstante, aún sin invadir a Ucrania, Putin ha logrado mostrar al mundo
que el bloque occidental se encuentra políticamente dividido a la hora de
enfrentar a un enemigo común. Con esa victoria probablemente no contaba
Putin antes de enviar a sus cien mil soldados a los límites con Ucrania.
La deserción (sí, objetivamente fue deserción) de
Alemania, ha debilitado, se quiera o no, la hegemonía militar y política de los
EE UU en Europa. Peor aún, ha debilitado al eje Francia-Alemania y con ello ha
dejado a Occidente sin conducción unitaria. Logrado ese objetivo, la invasión a
Ucrania –a la que Putin nunca renunciará- puede esperar un tiempo más.
La negativa del gobierno alemán a enviar armas a
Ucrania tiene un enorme significado político-simbólico.
Significa, lisa y llanamente, que la principal potencia económica europea disiente
de las resoluciones de la OTAN negándose con ello a aceptar la hegemonía
norteamericana en la región. Para los observadores bienpensantes, Alemania ha
llegado a perfilarse como un adalid de la paz. Pero las apariencias engañan.
Si bien en Alemania existen fuertes tendencias
pacifistas, no podemos obviar que estas no fueron absolutamente determinantes
en la política de Scholz. Hay, se quiera o no, un espacio de decisión que
corresponde solo al gobierno. En ese sentido, las razones de la negativa alemana
a plegarse a las decisiones confrontativas de la OTAN hay que buscarlas más
bien en Olaf Scholz y en su partido. Y aquí hay que nombrar dos hechos que se
cruzan entre sí. Uno es que al interior de la socialdemocracia
alemana, amparada en los negocios del gas, ha cristalizado una
suerte de conexión con el putinismo, vale decir,
políticos profesionales que de una u otra manera consideran legítimas las
pretensiones territoriales de Putin en Ucrania. Probablemente piensan –y tal
vez no les falten razones– que Putin tarde o temprano terminará por construir
su imperio euroasiático y con ese imperio habrá que coexistir pacíficamente en
el futuro. Ahora bien, si a esas tendencias derrotistas sumamos el fuerte
anti-americanismo que prima al interior de sectores de la socialdemocracia
alemana y del partido Verde, la mesa estará servida para las ambiciones
inmediatas de Putin. No vale la pena, en fin, morir por Ucrania– eso es lo que
piensa y no dicen, no solo alemanes sino también algunos políticos europeos-.
Sobre el papel, la idea podría parecer formalmente
correcta. Pero la realidad no es un papel. Lo que probablemente no entienden
los nuevos estrategas de la geopolítica alemana es que, al mostrar divisiones
hacia afuera, Putin ha descubierto que, si anexa a Ucrania -lo dijo el ex
minitro del exterior alemán Joschka Fischer- la puerta para apoderarse de los
países bálticos sería abierta de par en par. Entonces muchos harán la pregunta
que el conocido historiador escocés Neal Ascherson ya formuló irónicamente. ¿Valdrá
la pena después morir por Estonia? Y así sucesivamente.
Sin embargo, el problema alemán, como todo problema,
tiene dos caras. A la negativa alemana de sumarse a las disposiciones de los
EEUU mostrando al mundo la debilidad de liderazgo del gobierno norteamericano,
hay que mencionar que, con o sin esa negativa militar, esa debilidad de
liderazgo precedió a la negativa alemana. Los europeos, entre otras cosas,
recuerdan muy bien que en la caída del imperio soviético EE UU tuvo muy poco
que ver.
Digamos de una vez: Desde Bush jr. hasta llegar a
Biden pasando por Obama y Trump, los EE UU han descapitalizado su liderazgo
mundial. La guerra desatada a Irak por Bush jr. pasará a la historia como
uno de los grandes crímenes a la humanidad, más aún que la guerra de Vietnam,
donde al fin y al cabo EE UU intentaba frenar la expansión soviética en el
sudeste asiático. El invento de las armas de destrucción masiva denunciado por
el general Powell es una mancha demasiado sangrienta sobre la historia
norteamericana. La reacción anti-Bush de Obama, al ceder prácticamente el
espacio sirio al colonialismo ruso, permitió la entrada de la Rusia imperial de
Putin en la región islámica. El deterioro de la OTAN y el descrédito que llevó
Trump a la UE terminarían por exacerbar los deseos expansionistas de
Putin. Si hoy gobernara Trump, Ucrania sería rusa, quizás sin necesidad
de una invasión. La retirada caótica de las tropas norteamericanas de
Afganistán, no mostró precisamente la cualidades estratégicas del gobierno
Biden.
Los latinoamericanos ya sabemos como los intentos
norteamericanos, al apoyar a dudosos grupos políticos y económicos -ayer en
Cuba y hoy en Venezuela- para derribar a gobiernos anti-democráticos, han
bordeado el límite de lo grotesco. En otras palabras, por su poderío económico,
militar y cultural, la nación mejor condicionada para ejercer el rol
hegemónico en defensa de las democracias de Occidente, no ha sabido o no ha
podido cumplir su papel histórico.
Sea porque EE UU ya no tiene pretensiones territoriales
en ningún lugar del mundo, sea porque no posee una doctrina internacional
supra-estatal, sea simplemente porque sus gobernantes han sido políticamente
deficitarios, hay que constatar que en este momento Occidente padece
de una seria crisis de liderazgo. Cómo y cuándo será
superada esa crisis (seguramente lo será) nadie puede saberlo. Lo que sí
sabemos es que en estos momentos, esa crisis –con o sin invasión a Ucrania-
favorece a los planes de Putin. Y Putin lo sabe.
Cierto, no hemos hablado de China todavía. Ya lo haremos.
Cada cosa a su tiempo.
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