sábado, 15 de diciembre de 2012

Hombres peligrosos


Roberto Casín. EL NUEVO HERALD

Hubo una época en que además de despreciables los forajidos eran también despreciados. La regla se cumplía con agrado, incluso en los predios menos civilizados del planeta. Sólo las personas respetables, más instruidas y de mejor corazón tenían abiertos con una sonrisa los caminos. Quienes se situaban al extremo opuesto delinquían por partida doble. Uno, porque no se acomodaban a las normas, y dos, porque además la gente los señalaba claramente como enemigos. Pero desde que los bandoleros invadieron los predios de la política para proclamarse justicieros y patriotas, el desconcierto mundial en materia de leyes, derechos, tolerancia y justicia, es absoluto. Y las consecuencias, muy lamentables.

Los remito al diabólico cariz que han ido tomando los acontecimientos desde que a una sarta de endemoniados soldados de la Yihad se les antojó convertir en escombros las Torres Gemelas, y en cenizas a miles de infieles. Desde entonces han estado sembrando en nombre de Alá y sin clemencia el terror, y cada vez que pueden la muerte. Ya no sólo son saudíes, yemenitas y somalíes que hicieron del Corán un fusil de asalto. También hay egipcios y sudaneses, seguidores de Al Qaida equipados con armas libias, palestinos y libaneses apertrechados por Irán, y también sirios de Jabhat al Nusra envueltos en los estandartes de la Primavera Árabe.

Las fotos tomadas por algún que otro reportero que ha osado aventurarse en las ardientes arenas del Magreb, en las inhóspitas montañas de Waziristán o en pueblos aparentemente inofensivos del Oriente Medio los revelan con estampa propia: Kalashnikov en mano, arropados en sus chilabas y bajo turbantes que apenas les dejan al descubierto los ojos, de mirada desafiante. Están poseídos por la idea poner al mundo patas arriba. Si los bolcheviques consiguieron hacerse del poder en los albores del siglo XX inspirados por el fanatismo de otro dogma, y los nazis hicieron temblar al mundo y exterminaron a millones de judíos décadas después, pensarán, ¿por qué no habrían ellos de doblegar a los cristianos en el XXI?

El propósito común que les anima hace imperceptibles las diferencias que pueda haber entre los terroristas de Ansar Al Sharia, en Yemen, los de Hezbolá, en Beirut, o los de las Brigadas al Qassam, brazo armado de Hamás, cuyo líder político, Jaled Meshal, se instaló hace una semana en la Franja de Gaza luego de 45 años de ausencia y ante una enfebrecida multitud de palestinos sin fronteras prometió edificar un estado islámico en las tierras que hoy también son hogar de judíos, y por supuesto borrar del mapa a Israel. Luego, un cabecilla de al Qassam se dirigió enmascarado a la misma muchedumbre y la hizo vibrar de júbilo al anunciarle que se está preparando “un ejército desde Gaza, Cisjordania, Cairo, Túnez, Teherán y Ankara”. Faltarán comida y juguetes para los niños pero qué importa, sobran AK-47.

Si todo el pleito fuese por cuestión de honra o porque la Biblia y el Talmud son de lectura intrincada estaríamos de rechupete. Pero no, el asunto no es tan sencillo. Donde ondean las banderas negras con la inscripción “El único Dios es Alá, y Mahoma su profeta” el panorama es alarmante o desolador. Por ejemplo, hace sólo unos meses, los señores de los que les cuento se apropiaron de una parte de Mali ─ más de 800 mil kilómetros cuadrados ─ en pleno corazón del Sahel, incluida la legendaria Tombuctú, y declararon el estado islámico independiente de Azawad. Desde entonces, miles de seguidores de la guerra santa musulmana, jóvenes ávidos de aventuras, sedientos de sangre y de dinero, vienen agrupándose en lo que dan por suelo seguro. Los reclutan como a un coro de ángeles, pero no son otra cosa que matones que oran cinco veces al día. Desde Bamako llegan noticias de que han implantado la sharia, que amputan pies y manos a ladrones que quizás robaron por hambre, que pastorean a las mujeres a latigazos, y que la vida con ellos es peor que entre los talibanes en Afganistán.

Mientras tanto, del lado de acá, donde estallan las bombas y guardamos luto por los degollados, seguimos enfrascados en la disyuntiva de cómo tratar a los guerreros del Islam, si a balazos u ofreciéndoles bandera blanca, aun cuando los hechos dicen que son hombres muy peligrosos, que no aspiran a tener una vida normal ni a dejar que la tengamos, y que es mejor tenerlos a dos metros bajo tierra que resignarnos a seguir siendo los trofeos de su tiro al blanco.

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