Fernando
Mires. Blog POLIS
Cuando el año 1996 escribí mi libro “La
Revolución que nadie soñó” intenté demostrar como los grandes cambios
históricos que tienen lugar en los espacios socioeconómicos y políticos suelen
anunciarse en crisis de paradigmas o “modos de pensamiento”. Persiguiendo a esa
tesis proyecté algunas opiniones aún vigentes de Thomas S. Kuhn hacia el campo
de la reflexión política. Así pude percibir que entre las innovaciones
tecnológicas (me refería específicamente al “modo de producción digital”),
manifestaciones de género, luchas ambientales y procesos de democratización
política, hay lazos de equivalencia que permiten detectar el surgimiento de
nuevos paradigmas.
Noté, asimismo, que todas esas innovaciones
paradigmáticas se expresaban en movimientos sociales y políticos de indudable
contenido libertario. En fin, se trataba de una revolución no prevista: “La
revolución que nadie soñó”.
Así fue como los nuevos paradigmas lograron
imponerse en los mundos académicos, literarios, cinematográficos y
comunicacionales, hasta que llegó un tiempo –tiempo que ahora vivimos – en
donde esos paradigmas dejaron de ser tan nuevos, algunos de sus postulados
mostraron síntomas de petrificación y muchos líderes de los movimientos de ayer
pasaron a ser celosos guardianes de ideas estancadas, intolerantes bonzos de
códigos mentales e implacables representantes del “pensamiento correcto” e,
incluso, “del lenguaje correcto”.
Se cumplía así una tendencia propia a todos
los movimientos sociales y políticos. Por muy dignos y loables que sean los
postulados originarios es imposible evitar que en su nombre aparezcan
radicalismos, extremismos y fundamentalismos. O que en nombre de la tolerancia
surjan las posiciones más intolerantes que es posible imaginar. Los movimientos
ecologistas vivieron y aún viven esa crisis divididos en “fundamentalos” y
“realos”. Los movimientos feministas también. Perfectamente explicable entonces
es que haya surgido una reacción contraria a los supuestos propietarios de “lo
políticamente correcto”. Así han reaparecido hoy llamados a la diversidad y al
respeto a las diferencias. Al derecho a ser uno mismo y gozar de la libertad
que otorgan los cuerpos siempre y cuando no contravengan a la constitución y a
las leyes. O simplemente, a esa mínima libertad para nombrar a la mujer morena
que me gusta como “mi negrita” y no como “mi afroamericanita”.
Fue el escritor judío-americano Philip Roth
en su famosa novela “La Mancha Humana” uno de los primeros en reaccionar en
contra del “dogma del pensamiento correcto”. La historia de un académico (un
“negro blanco” que aparentaba ser judío) quien por el solo hecho de referirse a
dos estudiantes que nunca aparecían en clase (sin saber que esos estudiantes
eran negros) como a dos “figuras oscuras”, y la seguidilla trágica que arruinó
su brillante vida profesional, marcó un hito en la legítima reacción en contra
de la “dictadura del pensamiento correcto”. Esa lucha continúa.
Recientemente apareció en ese grupo de mujeres liderada por Catherine Deneuve
en contra de algunas exageraciones ultrarradicales del feminismo norteamericano.
Pues una cosa son las legítimas reivindicaciones de género y otra muy diferente
es la negación del placer, del erotismo, de los deseos sexuales, y del
encuentro amoroso de los cuerpos. Ese fue el mensaje de la “Belle de Jour”.
Podríamos decir entonces que en oposición al
“pensamiento correcto” ha surgido una reacción democrática- cultural. Sin
embargo, como toda manifestación cultural, esta también ha nacido dividida. A
un lado -es el caso del grupo de la Deneuve- están quienes se oponen a los
guardianes del “pensamiento correcto”. Pero al otro lado ha aparecido una camada
de machistas, racistas y fachos quienes en nombre de la lucha en contra de la
corrección política y de los por ellos llamados “progres” pretenden mover los
punteros del reloj hacia horas anteriores a los propios movimientos
sesentistas. Estamos hablando de una nueva ola, o si se prefiere, de
una contrarrevolución cultural de nuestro tiempo. Sus seguidores son fachos y
no fascistas.
Por si alguien no entendió, aclaro: un facho
es un tipo psico-cultural y el fascista un militante político. O lo que es igual:
si bien todos los fascistas son fachos, no todos los fachos son fascistas.
En consecuencia, hoy estamos situados frente a tres tendencias: los
fundamentalistas del “pensamiento correcto”, los demócratas que defienden el
derecho a las diferencias, y los fachos psico-culturales. Los terceros suelen
ocultarse en el campo de los segundos, pero son muy distintos. Tendencia
altamente peligrosa pues a diferencia de los segundos, quienes solo representan
una corriente cultural, los terceros ya son gobierno en algunos países.
Fue Hannah Arendt quien descubrió que el
fascismo surgió como resultado de la que ella entendió como “alianza entre la
chusma (Mob) y las elites”. Para Arendt la chusma provenía de la
“desintegración de la sociedad de clases”. Bajo el término “elites”, a su vez,
Arendt hacia referencias a grupos que ocupaban un papel dominante en la
economía y en la política. La “chusma”, por el contrario, estaba formada por
personas des-individualizadas, disueltas en el magma de la masa.
Claro está: en los tiempos de Arendt no
existía la internet. Si hubiera sido así, Arendt habría descubierto que hoy la
chusma no se hace tanto presente en las calles como en las redes digitales,
particularmente en twitter. “Chusma tuitera” la he denominado en
algunos textos.
“Chusma tuitera”: miles y miles de personajes
oscuros que usan las nuevas formas de comunicación para difamar, mentir y sobre
todo insultar al prójimo, mediante vocablos racistas, sexistas, machistas y – últimamente
─ en contra de personas de edad avanzada.
Al igual que los fascistas de ayer, los
fachos de hoy son esencialmente biologistas. Algunos creen pertenecer a las
elites, ocupan puestos universitarios y se hacen llamar a sí mismos,
intelectuales. Pero al facho que llevan dentro no lo pueden controlar. Se les
sale apenas se sienten cuestionados por alguien que los supera no solo en edad,
sino en conocimientos y cultura. Entonces te mandan a la geriatría ─ por lo
menos ─ aunque esos sosos y mal donados saben que gozas de mejor salud física y
mental que ellos.
Al mencionar estos hechos, recuerdo que hace
un par de meses Mario Vargas Llosa publicó un interesante texto en contra del
nacionalismo catalán. Me llamó la atención la larguísima lista de “lectores”
que comentaron esa publicación. Cientos y cientos. Por mera curiosidad comencé
a leerlos. Puedo asegurar: más del noventa por ciento dedicaba sus comentarios
a insultar al escritor con epítetos sexistas y gerontofóbicos, como si Vargas
Llosa hubiera cometido un crimen al atreverse a opinar en sus muy bien llevados
ochenta años. Debo reconocer que un sentimiento de ira me invadió. ¿Qué
se habrá imaginado esa sarta de iletrados, seres incultos, desgraciados
mentales, al ofender de ese modo al laureado escritor? Al final llegué a una
conclusión: son fachos, simplemente fachos.
Los fachos comparten con los fascistas las
mismas fobias. Suelen ser homofóbicos, xenofóbicos, misóginos, y por supuesto,
gerontofóbicos. En todos esos casos son biologistas-políticos.
Es decir, se trata de gente incapaz de soportar la miseria espiritual de sus
vidas y por lo mismo la de los cuerpos que las portan. El odio a la vejez de
Vargas Llosa manifestado por sus “lectores” no podía ocultar el miedo a ellos
mismos y a sus pobres vidas. Sobre todo, el miedo a la muerte. Y como se supone
que por cronología los viejos están más cerca de la muerte que de la vida, los
viejos –como representantes simbólicos de la muerte- deben ser aislados o
sacados de la escena pública. El fascismo, sobre todo el de Hitler,
supo servirse perfectamente de los miedos a la vejez y al envejecer.
El llamado “arte nacional socialista”
exaltaba en sus pinturas y esculturas la vitalidad atlética y la salud de los
cuerpos jóvenes, pero no su erótica, sino solo sus músculos. Por el
contrario, llama la atención que en las miles de caricaturas donde los
nazis representaban a los judíos, casi nunca aparecen judíos jóvenes. Tampoco
mujeres. Solo viejos con las narices y las uñas largas.
El racismo y la gerontofobia son dos plagas
que suelen venir unidas. Son las dos caras de una misma moneda. Y
queramos o no, estamos rodeados de fachos por todos lados. La chusma tuitera es
solo un ejemplo. El problema, por lo mismo, no es ese. El problema es que en un
momento determinado esos fachos pueden llegar a ser nuevamente manipulados por
líderes y caudillos políticos.
¿Quién por ejemplo no ha visto a Putin cuando
se hace fotografiar con el torso desnudo y un fusil? El mensaje simbólico es
clarísimo: soy un hombre vital, fuerte y poderoso. No como esos liberales y
“progres” que defienden a maricones y lesbianas. Yo en cambio defiendo los
valores de la patria en contra de sus enemigos: los decadentes que anhelan
destruir nuestra juventud, nuestra virilidad, nuestras familias, nuestro honor.
¿No hace al fin lo mismo el ex futbolista Erdogan cuando manda apalear a los
homosexuales en las calles? Trump, en cambio, pone el acento en su odio a los
intelectuales y a los extranjeros (sobre todo en contra de los latinos
pobres.) Y como no puede fotografiarse con el torso desnudo, a lo Putin,
para exaltar su supuesta virilidad debe conformarse con un ridículo tupé.
Y hasta el mismo dictador Maduro, cuando
baila salsa como si fuera un elefante de circo ¿no intenta transmitir a “su”
pueblo hambriento un mensaje de alegría, juventud y virilidad? Esos personajes
–hay muchos más- han sido todos cortados con la misma tijera. En cierto
modo representan en sus personas la alianza entre las elites y la chusma de la
que nos hablaba Hannah Arendt. Elites porque controlan el poder. Chusma porque
hacen ostentación pública de sus infinitas vulgaridades.
Los fachos, vale decir, esos tipos psico-culturales que profesan
diversas ideologías y creencias, esos seres odiantes acomplejados y resentidos
que pululan en todos los partidos (incluyendo los democráticos) y hoy en la
inextricable jungla tuitera, solo esperan el momento para convertirse en lo que
pueden llegar a ser si logran articularse con determinadas elites de la
economía y de la política: reaccionarios exponentes de los paradigmas de la
pre-modernidad en pleno corazón de la post-modernidad.
No son fascistas. Son fachos. O, si se quiere,
fascistas en potencia.