La idea de que el gobierno debería
administrarse como un negocio reposa en una esencial incomprensión de las
funciones respectivas que tienen gobierno y negocios, por lo menos en una
democracia como la nuestra.
Daniel Morcate. EL NUEVO HERALD
No es por
gusto que los norteamericanos avispados le llaman a la época electoral silly season, la temporada tonta. Basta
con escuchar la propaganda de los candidatos para caer en la cuenta. Pero a
tontería electorera nada le gana al uso y abuso de los eslóganes. Pongo por
caso lo de “el gobierno debe
administrarse como un negocio y al mando hay que colocarle un CEO (Chief Executive Officer)”. Se lo he
escuchado a demócratas en el pasado. Y a muchos republicanos ahora que su candidato
a la presidencia, Mitt Romney, es, precisamente, un hombre de negocios. Se
trata de un lema no solo tontorrón y falaz, sino también peligroso, al que
conviene refutar antes que prenda en las mentes enajenadas, en el sentido de
desconectadas de la realidad política, de muchos votantes. A Romney se le debe
evaluar principalmente como político.
La idea de que
el gobierno debería administrarse como un negocio reposa en una esencial
incomprensión de las funciones respectivas que tienen gobierno y negocios, por
lo menos en una democracia como la nuestra. Los negocios son pequeños, medianos
o grandes sistemas jerárquicos y autoritarios cuya misión fundamental es hacer
dinero para sus propietarios y accionistas. Sus ejecutivos suelen ser figuras
autocráticas cuyas decisiones por lo general no discute el pueblo, es decir,
los empleados. A lo sumo, esos ejecutivos responden por sus acciones, cuando
responden, a una junta directiva o a un grupo más o menos reducido de
accionistas que solo exigen resultados. Y el resultado que más exigen es
viruta. Ante esa exigencia elemental, los ejecutivos tienen carta blanca para
congelar o reducir los sueldos y beneficios de los empleados. Y para ponerlos
de patitas en la calle. Sin la menor contemplación.
El gobierno,
en cambio, tiene la misión esencial de fomentar el bien común y proteger a los
gobernados de amenazas externas e internas, incluyendo las amenazas de la
ignorancia, el desempleo, la pobreza y el desamparo. Como parte de esa misión,
el gobierno está obligado a operar agencias que brindan servicios básicos, pero
que no rinden ni pueden rendir dividendos económicos, tales como los de
enseñanza pública, atención médica, protección policial y militar y servicios
de bomberos. Una corporación puede eliminar en cualquier momento un
departamento o una franquicia que le dejan pérdidas. Un gobierno, en cambio, no
puede prescindir de las costosísimas agencias que prestan servicios esenciales
a la población.
Siempre
conviene, desde luego, discutir si ciertas funciones tradicionales del gobierno
serían más efectivas si las desempeñasen empresas privadas. Pero esa discusión
se debe hacer con sentido práctico y transparencia, no mediante chanchullos ni
rígidos presupuestos ideológicos como los que utilizan hoy muchos profetas de la
privatización. Y cualquier empeño de privatizar una agencia gubernamental
debería acometerse con el claro propósito de mejorar el servicio y la calidad
de vida de los gobernados, no meramente para hacer plata. Ni tampoco para que
esa agencia cubra sus gastos de operaciones. En su encomiable The Decent Society, el filósofo israelí
Avishai Margalit nos ha legado una regla de oro de las instituciones, públicas
o privadas, que son deseables para la democracia: aquellas que funcionan para
ayudar a la gente, no para humillarla. Lamentablemente, para sobrevivir o hacer
pasta, los negocios, sus propietarios y sus ejecutivos a menudo humillan a sus
competidores y a sus empleados. Y eso es algo que nunca deberíamos tolerarle a
nuestro gobierno. Ni a nuestros gobernantes.
Hay, desde
luego, regímenes que en la actualidad se administran como negocios. Son los
neofascistas como el chino y el vietnamita. Si pudiera, la familia Castro le
impondría esa clase de régimen a la pobre Cuba. Pero, como sostiene RP
Kindelán, hasta el momento el único chino en Cuba es Raúl Castro. Estoy seguro
de que pocos norteamericanos, sean éstos demócratas, republicanos o
independientes, soportarían un gobierno de esa calaña. Estados Unidos no
necesita CEOs en la presidencia. Necesita líderes políticos que nunca humillen
a los ciudadanos.
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