jueves, 14 de junio de 2018

Novela en preparación: Una casita a la orilla del mar


Mario J. Viera


I

Todas las mañanas, antes de que el sol caliente demasiado, voy hasta la playa. No queda muy lejos de donde vivo, pero, no obstante, voy en mi viejo carro. Cuando llego a la playa, camino un poco por la blanca y húmeda arena, disfrutando la brisa marina y el adormecedor rumor de las suaves olas que se mueren en la orilla. Acostumbro siempre a sentarme en el mismo banco pintado de verde colocado bajo un uvero, y allí me quedo contemplando la azul distancia del horizonte y las aves marinas que vuelan en torno. A estas horas, pocos son los que concurren a este apacible lugar. Dicen, me dice la gente joven sonriendo, que son manías de viejo esta costumbre mía de acercarme al mar. Pero a mi nada me importa lo que puedan decir, porque ese par de horas que paso en la tranquilidad playera, me confortan y me ayudan a meditar, y pensar en las cosas del día y, también, recordar.

Quizá esto sea lo más importante: recordar. Y aferrarse a los recuerdos que, con el transcurrir de tiempo, se van haciendo borrosos o se confunden con los vividos en otras circunstancias. En ocasiones intento, y muchas veces fallo, agrupar cronológicamente las memorias de mi vida, distinguir las épocas y las fechas de mis vivencias. Las fechas... Algunos piensan que son muy importantes, y tal vez lo sean para los textos de historia, pero para los simples recuerdos, que llegan en torbellino y también en torbellino se escapan, no son ─ así lo creo ─ de importancia para uno que solo recapitula retazos de su vida. Puedo recordar los cumpleaños de mis hijos sin importarme mucho en qué años nacieron. Pero recuerdo muy bien, como si hubiera sido ayer mismo, dónde me encontraba y qué estaba haciendo, cuando nació mi primer hijo... ¡Cómo olvidarlo!

Fue aquella una época complicada, aquella cuando nació mi primer hijo. Yo estaba por cumplir mis 24 años... ¡Quién me habría dicho entonces que podría alcanzar la edad con que ahora cuento! ¡Ochenta y cinco años! ¡Sí, tantos!, pero todavía mi mente es clara y puedo pensar y puedo recordar, si hasta a veces, me olvido de la edad que tengo... Pero no me engaño, ¡ya no tengo aquellos años que tenía cuando nació Alfredito! Eso de ponerle Alfredo a mi primogénito, fue ocurrencia de mi mujer, por eso de mi nombre de Alfredo, pero Alfredo no es mi nombre. Me llamo Esteban Alfredo, no simplemente Alfredo, aunque todos los conocidos míos y hasta mis padres y mi esposa, siempre me llamaron por mí segundo nombre, Alfredo... ¡No sé por qué! Aunque realmente, para todos, ni siquiera me llamaba Alfredo, sino Alfre. Puede que este trastrueque de nombre se deba a que mi abuelo materno se llamaba Esteban, y... ¡claro está, ese nombre no podía ser del agrado de mi padre...! Si es que ese abuelo mío, el padre de mi madre, siempre estuvo opuesto al matrimonio de mi madre con mi padre. Y la razón era porque mi padre fue un sencillo empleado de ómnibus, un hombre pobre, sin una educación superior, y para mayores contratiempos, era comunista, y eso, mi abuelo no lo podía admitir y, nunca le perdonó a mi madre que se hubiera casado con mi padre. 

¡Qué tipo era ese mi abuelo! Un catalán coloradote dueño de una gran ferretería y propietario de dos edificios de apartamentos, y una pequeña casa que a nadie rentaba, además de tener, por Quivicán, unas buenas tierras rojas de cultivo. No era rico, pero se lo creía ser. Y con todos sus pujos, creo que ese abuelo mío era un putañero de los de primera, y, con más, bastante agarrete. Pero mi abuela, era una mujer opaca que, por más solvente que estuvieran, no dejaría nunca de ser una acuciosa ama de casa. Con ella todo tenía que estar bien limpio y bien ordenado. Sus sábanas al sol encandilaban a quien las mirara de tan blanca que eran. Las camas con sus sobrecamas bien estiradas, casi con la exigencia de un cuartel militar.

Siempre la recuerdo menudita y piadosa, mascullando oraciones sobre las cuentas negras de su rosario de azabache, y sentada en aquella mecedora criolla forrada de almohadones perfumados de lavanda. Su adorno más distintivo era su modo de conversar apacible y delicado, con ese donaire propio de las personas instruidas. Si junto a su cama nunca faltó un Imitación de Cristo de Kempis, tampoco dejaban de estar presentes, La Divina comedia de Dante Alighieri, algunos de los tomos de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós y hasta un voluminoso ejemplar de La Guerra y la Paz de León Tolstoi y, ¿por qué no?, también una edición en rústica de las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Recuerdo que una de sus máximas favoritas, y que nos soltaba de vez en vez era aquella de: “Nuestra estimación y nuestro sentimiento, a menudo nos engañan, y conocen poco”, extraída del Kempis. Era todo lo contrario al ignaro de su marido cuyo único talento intelectual parecía que fuera el de contar dinero.

Mis abuelos paternos diferían en mucho de los maternos. Procedían de las Canarias, y habían llegado a Cuba, allá por el 1908, siguiendo a mis bisabuelos, los que, buscando mejores condiciones de vida, habían llegado dos años antes. En la provincia de Camagüey, mi bisabuelo adquirió diez caballerías de buenas tierras de labor, que, en aquella época, según me contaron, se vendían a muy bajo precio.

Pero mi abuelo no era hombre que se sintiera cómodo laborando en el campo. Él prefería las zonas urbanas y se quedó a residir en La Habana en un cuarto que un paisano suyo le había facilitado. Cuenta mi abuela que tenían dos hijos pequeños en aquel entonces y que ella se encontrada embarazada. Mi abuelo quiso ser albañil, o más bien, quiso continuar trabajando en la albañilería como lo hacía en la isla de Tenerife. Logró conseguir empleo en una brigada de constructores y salió muy dispuesto el primer día para emprender la labor. ¡Ah, él pensaba destacarse en aquel empleo! No le faltaba experiencia y habilidad, pero..., la albañilería en Cuba difería en mucho de la que él practicaba en su isla de origen. ¡Se empleaba ladrillos, cal, arena y cemento! Y de eso no tenía la menor idea, ya que siempre trabajó en construcciones de paredes de piedra que se cementaban empleando como mortero lodo y paja, ¡nada de cemento, arena ni cal!

Pero no se amilanó, ¡qué va! Era muy despierto y muy osado. Prestó atención en cómo hacían los albañiles criollos, y como sabía manejar muy bien la escuadra y la plomada..., le agarró el golpe al modo de hacer. En muy poco tiempo se convirtió en un hábil operario con la cuchara, la plana y la llana. No, si hasta llegó a ser, al cabo de pocos años, un experto maestro de obras... Y el dinero comenzó a llegarle y a mejorar algo su modo de vida. Pero si agarrete era mi abuelo materno, este otro, mi paterno abuelo, era un completo botarate y lo que le entraba por una mano se le escapaba por la otra.

Sabía hacer negocios y sacar buenos dividendos de los encargos que recibía y moverse dentro del mundo de las apariencias en los negocios; si hasta viviendo en una cuartería barata de La Habana Vieja se había encargado de tener a su servicio a un chofer particular, hasta con uniforme, y eso que no tenía auto propio, pero siempre había alguno que le prestaba el vehículo para que gestionara algún encargo o algún contrato. Mi abuela, Doña Carmen fruncía el ceño y murmuraba con enfado por toda aquella parafernalia que mi abuelo construía en torno suyo, pero él se echaba a reír y continuaba viviendo sus fantasías.

De este modo, todos los domingos, mientras mi abuela no dejaba de acudir a la misa, en la catedral, tampoco él dejaba de acudir a su lugar favorito, el bar del Hotel Ambos Mundos en la esquina de las calles Obispo y Mercaderes. Allá acudía vistiendo su traje de dril cien y su habitual, su sempiterno sombrero de jipijapa (nunca le gustaron los sombreros de pajilla, tan de moda en aquellos años treinta), bueno, se trataba de un lujo que gustaba darse... Las apariencias, que, pretendiendo a engañar a otros, terminan por engañar a uno mismo. Se trataba, por parte de mi abuelo, de conservar la “buena opinión”. Apenas le recuerdo, murió cuando escasamente yo había cumplido los ocho años de edad, pero en mi memoria guardo aquella jovialidad suya, aquella su alegría de vivir y su faceta de cuentero, no del cuentero que relata chismes, sino aquel capaz de fabular, de contar historias hilarantes de ficción, nacidas de su exuberante imaginación, que hacía de su Tenerife natal un mundo de fantasías, de lo real maravilloso, plagado de simpáticas brujas que volaban entre las nubes: “Abuelo, ¿y por qué en Cuba no hay brujas voladoras?” “Por las palmas que crecen en todas partes y, cuando su cogollo se abre, es como si en lo alto se abriera una cruz; es por eso que en Cuba no vuelan brujas, porque las brujas no pueden volar delante de la cruz”.

Doña Carmen, mi abuela paterna, siempre la recuerdo, de figura recta y de carácter aún mucho más recto. Una mujer que nunca se rendía; que poseía más madurez en sus años mozos, que la que hubiera podido alcanzar su marido en todos sus años. Sabía ahorrar. Siempre tenía guardado algún dinerito, de lo poco o lo mucho que lograba salvar, antes que mi abuelo lo despilfarrara. Así, en los momentos difíciles, siempre podía contar con algo para enfrentar la mala racha. Para ella lo superfluo siempre sería superfluo, gastar en bagatelas era como escupirle al rosario; mejor comprarles ropas a los críos, que gastar dinero en juguetes; ¿por qué hacer una cena de Navidad con exceso de golosinas y asados, con mucho arroz blanco y congrí y variedades de licores, si se podría celebrar la fecha con una modesta cena en familia? ¡Y no era una persona a la que pudiera llamarle de tacaña! Era una mujer pragmática, que ante la necesidad de algunos de sus cercanos no se prohibía negarle cualquier ayuda financiera, ¡para eso es el dinero!

En la viudez, viviendo sola, no se arredró y se fue a vivir en medio del campo, en el pedazo de tierra labrantía que heredara de su padre y atendía personalmente su plantío de caña y su plantación de plátanos. Ella misma, con solo el auxilio de un jornalero canario, desyerbaba con azadón, atendía al regadío y controlaba las cosechas. Y no temía vivir en la soledad del campo, porque “quien tiene a Dios, no siente temor y anda en buena compañía. ¡Nunca se está en completa soledad!”