Fernando Mires. Blog POLIS
Era yo muy
niño, seis o siete años de edad y la imagen quedó grabada en mí para siempre.
Fue en Requínoa, cerca de Rancagua, cuando en la casona de mis tías abuelas,
todas solterísimas, sentado yo al lado del portón donde me situaban para que
cultivara mi pasión favorita ─ ver a los trenes haciendo chucuchucu ─ los vi
pasar. Ni felices ni tristes, ni cantando ni gritando, tal vez conversando iba
la gente arriba de los destartalados camiones. Recuerdo que la tía Rita dejó de
barrer y con su voz tan cansada dijo, como si yo entendiera:
- “Ahí van los
votantes”.
Ni siquiera
pregunté quienes eran los votantes. A esa edad casi todo es nuevo de modo que
al final uno se aburre de tanto preguntar.
La imagen de
los votantes no era nueva en Requínoa. Correspondía con orígenes decimonónicos
provenientes de esa república chilena a la cual algunos historiadores han
bautizado como “oligárquica" y otros como
"señorial”. Una república que había adoptado los usos de las democracias
europeas, pero incrustados en un rígido contexto post-colonial. Los votantes,
efectivamente, eran los votantes del patrón, del latifundista, del “gran señor
y rajadiablos”, de acuerdo al título de la gran novela de Eduardo Barrios.
Llegado el día
de las elecciones, los hacendados reunían a sus trabajadores, los arengaban,
los instruían en los secretos del voto y ordenaban sufragar por fulano antes de
que subieran en los camiones. Después de la votación, la fiesta en torno al
novillo sacrificado, los ricos mostos de la estación, y el baile borracho de
las cuecas desafinadas. Quizás cuantos presidentes fueron elegidos de acuerdo
al procedimiento no ilegal, pero radicalmente antidemocrático, del “voto
acarreado”.
En los últimos
tramos del siglo XX, por efecto de un mercado mundial que liquidó al latifundio
tradicional, los grandes señores de la tierra desaparecieron o fueron obligados
a transformarse en empresarios agrícolas de sociedades cada vez más anónimas.
El fin del latifundio también significó el fin de los votantes. En su lugar
aparecieron los electores. En fin, como en todas partes, la democracia ha
avanzado en Chile a paso lento, interrumpido e insostenido. Pero, y eso es lo
importante, ha avanzado.
La democracia avanza ─ parodiando a Trotzki ─
de un modo “desigual y combinado”. Hasta algunas dictaduras, a fin de presentar
una imagen democrática, se han visto obligadas a introducir mecanismos
electorales; farsas, remedos, sin duda, pero que, aún así, delatan el
reconocimiento a la forma democrática.
En el reciente
pasado las dictaduras se limitaban a falsificar números. Otros como Saddam
Hussein y Fidel Castro fueron elegidos con el 99% de los votos de sus
partidarios. A los “enemigos” se les prohibía votar. Del mismo modo algunos
gobiernos del socialismo real refinaron la parodia electoral inventando
partidos opositores a cuya cabeza ponían a cualquier espantapájaros.
Naturalmente los resultados eran determinados antes de las elecciones. En la
Alemania del Este circulaba por ejemplo el siguiente chiste: “En el noticiero
televisivo se da a conocer que las elecciones de hoy han sido suspendidas
porque el vehículo que traía los resultados ha sufrido un accidente”.
En América
Latina no siempre el ocaso de las oligarquías terratenientes ha dado origen a
una ciudadanía electoral independiente y soberana. Conocidos fueron los
piquetes electorales del peronismo, o la sumisión de los votantes a caciques
locales, como ocurría en el México del antiguo PRI. Puedo imaginar por ejemplo
que el voto en Colombia, o en otros países similares, depende mucho de
mandamases regionales, quienes truecan prebendas y favores por adhesiones
políticas.
Hay incluso
regímenes autoritarios que no sólo aceptan las elecciones. Además, son
electoralistas. Efectivamente, si quienes se dedican al estudio de la teoría
política tuvieran que destacar un fenómeno post-moderno, señalarían que uno de
los más notorios es el aparecimiento de las llamadas autocracias
electoralistas.
Autocracias
electoralistas aparecieron en diversas naciones euro-asiáticas después del
desmembramiento del imperio soviético. En Irán la teocracia también somete a su
pueblo a ceremonias electorales, pero bajo la vigilancia rigurosa del Estado.
Lo mismo se puede decir de algunos países latinoamericanos en donde las
elecciones han sido convertidas en una nueva forma de control del poder.
Por cierto,
las autocracias post-modernas corren el riesgo de perder en las elecciones. Es el
mismo que corrieron las dictaduras militares uruguayas y chilenas las que no
fueron derrocadas por movimientos de masas sino perdiendo plebiscitos que
estaban seguras de ganar. Es por eso que hoy las autocracias no dejan nada al
azar.
No se trata,
como era el caso de las dictaduras salvajes del pasado, de falsificar votos. Sí
se trata, dicho en breve, de la estatización no sólo del sistema sino del
proceso electoral.
De este modo
enormes recursos del Estado son puestos a favor del candidato oficial. La
propaganda, sobre todo la televisiva, concede casi todos los espacios al
candidato estatal. Los empleados públicos ─ en Estados en donde el partido gobernante
es además un partido-Estado ─ son sometidos a presión. Las dádivas, a medida
que avanza la fecha electoral, son multiplicadas de modo obsceno. Las oficinas
públicas se transforman en dependencias electorales del oficialismo. En los
organismos de “participación popular” los votantes son organizados
disciplinadamente, casi de un modo militar.
Llegado el
día, aparecen los medios de transportes. Ya no son por cierto los destartalados
camiones de los antiguos terratenientes. Ahora son autobuses con cómodos
asientos. Pero el objetivo es el mismo. Lo fundamental es asegurar la
continuidad del poder de las oligarquías. Ayer, el de las oligarquías
terratenientes. Hoy, el de las oligarquías estatales.
Sin embargo, y
a pesar de conocer el sistema, leí estupefacto las declaraciones del jefe de
campaña del candidato estatal de un país latinoamericano en el que
recientemente hubo elecciones, país de cuyo nombre no quiero acordarme. Dicho
jefe narraba, como si fuese lo más natural del mundo, que los comandos
electorales se dispararon a votar a las tres en punto de la tarde, después de
una llamada del presidente de la nación. Como si se tratara de una acción
militar, un asalto a un cuartel, o la ocupación de un territorio enemigo.
Puedo imaginar a los autobuses uno detrás de
otro. También a una anciana que deja de barrer un minuto en la puerta de su
casa y comenta con voz cansada a un niño sentado muy cerca de ella.
- “Ahí van los votantes”.
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