Pedro X. Valverde
Rivera. EL UNIVERSO
Acababa de cumplir 16 años cuando
aterricé por primera vez en Caracas.
Llegué a casa de mi querido tío
Carlos, en un condominio de Quinta Crespo, un barrio de clase media, en el que
se respiraba la energía del pueblo venezolano. Mucha gente en la calle, gritos
por todos lados, el comercio popular en todo su esplendor.
Las tiendas abarrotadas de amigos,
vecinos, quejándose del político de turno, llenando la quiniela del fútbol
español. En la esquina, el carrito de chicha fresca y a media cuadra, los
gallegos “engordando el becerro”.
No puedo asegurar que la gente era
feliz, pero se respiraba paz y buena vibra en el aire.
Me conecté de inmediato; me sentí como
en mi hogar, y a lo mejor, mucho mejor. El espíritu franco y alegre del
caraqueño se parecía tanto al del guayaco.
Capítulo especial merece mi primer
encuentro con la divina arepa; a mi gusto, uno de los más grandes tesoros de la
comida latinoamericana, especialmente la de carne mechada.
Como parte de esa rutina casi
religiosa de devorar todos los programas televisivos, tan deslumbrantes para un
forastero como yo, noté que el himno nacional se cantaba varias veces al día,
en todos los canales de TV. Y bueno, de tanto escucharlo, se incrustó en mi
memoria para siempre. Al día de hoy, lo repito de memoria.
24 años más tarde regresé a Caracas y
todo fue tan diferente. A la entrada, la foto del supremo Chávez, de rojo
revolucionario, como recordándonos que estábamos entrando en sus dominios.
Desde el taxista, pasando por el
mensajero del hotel y el salonero del restaurante, todos desbordaban angustia,
frustración, desidia.
Cada uno con su historia de
injusticia, de violencia y de maltrato.
Me sentí en una suerte de ciudad
fantasma. Las calles, otra vez, repletas de gente, pero no había el brillo que
vi la primera vez. Caminaban, hablaban, deambulaban cual almas errantes
esperando el milagro del perdón.
Realmente entendí lo que le puede suceder
a una nación que cae en manos de quien se les roba la voluntad y la esperanza.
Hoy celebro con júbilo el resurgir de
la Venezuela pujante; del alma llanera encarnada en un valiente Capriles, que
decidió liderar a su pueblo a una nueva independencia.
Las elecciones presidenciales de este
fin de semana en Venezuela tienen particular relevancia para el continente
entero, porque puede encender la llama del retorno a la democracia.
Como dice el verso final de la tercera
estrofa del himno nacional venezolano:
…
y si el despotismo
levanta
la voz
seguid
el ejemplo
que
Caracas dio…
Desde esta columna, rendimos homenaje
a los millones de venezolanos que han vencido el miedo opresor y luchan a brazo
partido por erradicar la tragedia, por el futuro de sus hijos, por la memoria
de quienes entregaron sus vidas para heredarles una patria libre.
Ya falta poco, bravo pueblo…
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