Luis Cino Alvarez. CUBANET
Aseguraba Jean-Paul Sartre que “el
infierno son los otros”. En el socialismo cubano ─ su versión castrista ─ el
infierno somos todos. Somos verdugos los
unos de los otros. Ni siquiera están en paz consigo mismo los que se esfuerzan
por ser lo más justos posible. Algo bien difícil en medio de tanto canalla,
envidia, doble discurso e hipocresía. De
todos modos, siempre tendremos que lamentar lo que nos obligaron a hacer o lo
que no hicimos, casi siempre por miedo.
Se trata de subsistir a costa de lo
que sea. Estafar, robar, intrigar, adular, prostituirse, delatar… Vale todo.
Siempre habrá algún eufemismo para no llamar las cosas por su nombre. Y muy
pocos tienen moral para reprochar, porque de una forma u otra, también tienen
tejados de vidrio.
Es una guerra cotidiana de todos
contra todos. Con tantos problemas y diferencias como hay, con tanta impotencia
y rabia acumulada, hemos llegado a odiarnos y a pedirnos la cabeza los unos a
los otros. Estamos listos a manotear y gritar como energúmenos y abalanzarnos sobre el adversario ─ que puede
ser cualquiera, incluso nuestra pareja ─ y hacerlo pedazos. En definitiva, nos enseñaron desde que éramos pioneros por
el socialismo a odiar al enemigo y luchar hasta aniquilarlo (¿no juraron
nuestros niños que serían como el Che?).
Intolerantes que aprendimos a
ser, ya no sabemos discutir ni de
pelota. Las broncas estallan por
cualquier razón o sin ella. Lo mismo en una cola, a bordo de una guagua
atestada o en el hogar donde ya no cabemos porque somos demasiados y tenemos
distintos y encontrados intereses. Peleamos como perros y gatos, la diferencia
es que los animales tienen límites para sus rencores. Los humanos, no. Y
peleamos con lo que haya a mano por la comida que no alcanza, los celos,
la casa, el dinero que nos deben o porque alguien nos pisó o nos miró
atravesado.
¿De qué solidaridad internacional se
habla si no somos solidarios entre nosotros mismos? Solo hay que ver, a la hora de trepar a la
guagua, como los hombres empujan a las mujeres, las ancianas y los niños. Y no
ceden el asiento a los impedidos físicos o las embarazadas si no son los que
les corresponden porque lo indica un letrero.
En su libro “Cuba: ¿revolución o reforma?”, el periodista Enrique Ubieta Gómez
afirma que mientras un cubano sea capaz
de dar botella en su carro, habrá socialismo en Cuba. Lamento contradecir una
vez más a Ubieta, pero a juzgar por el auge de los boteros, los camioneros que en la autopista solo entienden de billetes
de veinte pesos para arriba, los choferes asaltados, las mujeres violadas en
las carreteras y los funcionarios que
viajan a bordo de sus raudos carros como si llevaran a Dios y también a Carlos
Marx y a Fidel Castro cogidos por las barbas, presiento que al aventón,
solidario y garante del socialismo, le queda bien poco.
Y ya no sé si lamentar que se acabe la
solidaridad ciudadana entendida como el compincheo menesteroso entre vecinos
por una libra de arroz, un puñado de sal, un jarrito de azúcar, una coladita de
café o una cucharada de aceite, si antes de que lleguen los mandados del mes en
la bodega, ese mismo vecino te estafará,
o lo que es peor, se prestará a chivatearte a ti o a tus hijos, que crecieron y
jugaron con los suyos, asistieron a las mismas escuelas y se prestaban la ropa y los zapatos para ir
juntos a las fiestas los fines de semana.
En definitiva, eso fue lo que
aprendimos en aquellas becas en que se
compartía todo, desde los cigarros hasta el exiguo chorro de agua de la
ducha, y donde nos delatábamos mutuamente,
porque nos enseñaron desde niños que eso no era chivatear, sino nuestro deber revolucionario. En los análisis
de grupo, cualquiera de tus compañeros pedía la palabra y decía con quien te
reunías, lo que conversabas, si leías
libros prohibidos y revistas extranjeras, preferías la música americana, tratabas a
maricones o te carteabas con parientes en Miami… Lo más jodido era que a veces
hasta pensaban que lo hacían por tu bien…
Así, hemos llegado, nosotros y
nuestros hijos, al deprimente presente en que sentimos desconfianza y temor del
vecino y del compañero de trabajo o de estudio. Y hacemos a los demás lo que no
deseamos que nos hagan, precisamente para no darles tiempo a hacérnoslo.
Realmente patético. Con estos truenos y estas fieras, ¿qué podemos esperar del
mañana?
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