sábado, 20 de octubre de 2012

¿Por qué fracasarán las reformas de Raúl Castro?


Carlos Alberto Montaner

Comencemos por una definición sencilla de “fracaso”. Ya llegaremos a las reformas de Raúl.

Podemos calificar como fracaso a la obtención de unos resultados muy diferentes y notablemente inferiores a los objetivos originalmente procurados en cualquier acción que emprendemos.

De alguna manera, ésa es la historia de la revolución cubana: una creciente sucesión de fracasos magnificados por el desproporcionado tamaño de los objetivos que sus gestores se habían propuesto, pero invariablemente ocultados bajo una montaña de sofismas.

¿Cuáles eran los no siempre revelados objetivos de Fidel Castro y de su pequeño grupo de seguidores e íntimos cómplices el 1 de enero de 1959?

Entendámoslo: aunque eran comunistas, el propósito final de Fidel, Raúl y el Che no era transformar a Cuba en un satélite de Moscú. Ése sólo era el medio para lograr al menos tres grandes objetivos:

• Convertir a Cuba en un país próspero, industrializado y desarrollado. Pensaban hacerlo de una manera fulminante, como anunció el Che en Punta del Este en 1961, cuando aseguró que en una década superarían a Estados Unidos.

• Situar a la Isla en el centro de la lucha antinorteamericana y anticapitalista, ungiendo a FC como el líder de esa batalla en el Tercer Mundo. Ese es el sentido mesiánico de la carta del Comandante a Celia Sánchez del verano del 58, en la que declara que su destino es luchar contra Estados Unidos.

• Participar en el triunfo contra Washington y contra el capitalismo, dándole a Cuba y a su líder un relevante papel internacional. Esta visión se la explicará FC al historiador venezolano Guillermo Morón quien lo visita en La Habana en 1979, tras el triunfo del sandinismo, el fortalecimiento de los no-alineados, ahora danzando bajo la batuta de la URSS, y los éxitos en África de las tropas cubanas en Angola y Etiopía. Fidel, pletórico de certezas, le asegura que en una década el Caribe sería el mare nostrum cubano y él podrá pasearse triunfalmente por Washington.

Fracaso económico

Muy pronto, en la primera mitad de los años sesenta, FC y su corte descubrieron que la revolución era incapaz de desarrollar al país. Por eso, entre otras razones, el Che se marcha a pelear a África. La frustración era excesiva.

El primer fracaso evidente fue el económico. Los sesenta fue la década del desbarajuste total, de la inflación y del desabastecimiento, culminada en el desastre de la zafra de los 10 millones. Tras ese colapso de la etapa guevarista, fundada en los incentivos morales, sobrevino la sovietización administrativa de Cuba, periodo al que llamaron de la “institucionalización de la revolución”.

¿Por qué fracasaron en el terreno económico? Hay diversas razones, pero estas cinco son fundamentales:

Porque los dirigentes eran una colección de revolucionarios ignorantes y voluntariosos sin la menor experiencia laboral o empresarial. No tenían la más remota idea de cómo se crea la riqueza o cómo se conserva.

Porque desbandaron y lanzaron al exilio a la laboriosa clase empresarial cubana, destruyeron el capital acumulado y desordenaron severamente el tejido empresarial forjado a lo largo de siglos de trabajo intenso.

Porque era una locura arrancar a Cuba del marco histórico, económico y geopolítico en donde se había forjado el país para uncirlo a un imperio remoto torpemente gobernado por una ideología disparatada.

Porque ese cambio de alianzas, en medio de la Guerra Fría, acompañado de un comportamiento político agresivo, significaba un peligroso y costoso enfrentamiento con Estados Unidos.

Porque, en suma, el colectivismo suele fracasar donde quiera que se impone, dado que es contrario a la naturaleza humana, como me admitió Aleksander Yakolev la tarde que, en Moscú, le pregunté por qué se había hundido su reforma al comunismo de la URSS durante la época de la perestroika.

En todo caso, Fidel y su corte, a partir de cobrar conciencia del inocultable fracaso económico, eliminaron los objetivos del desarrollo y la industrialización, refugiándose en supuestos logros sociales: niños nacidos vivos, niveles de escolaridad, acceso a cuidados de salud y triunfos deportivos.

La batalla por desarrollar a Cuba se trasladaba a una discusión estadística bizantina donde el régimen de los Castro intentaba justificar la dictadura eligiendo arbitrariamente ciertas dudosas informaciones estadísticas (casi todas ellas desmentidas por los estudios de Carmelo Mesa Lago) donde comparaban los “logros de la revolución” con lo que sucede en Holanda o Bélgica.

Objetivamente, el país se estaba (y está) cayendo a pedazos por la terrible improductividad del sistema y la incapacidad casi asombrosa de sus gerentes, pero se les exige a todos, dentro y fuera de Cuba, que se juzgue a la revolución por el número de analfabetos o por informaciones sanitarias sesgadas, ignorando deliberadamente que, juzgada por esos mismos parámetros, la Cuba prerrevolucionaria hubiera sido catalogada como un país del primer mundo, como puede confirmar cualquiera que se asome al aséptico Atlas Económico publicado por Ginsburg antes del triunfo de la revolución.

Pero Fidel Castro, inasequible al desaliento revolucionario, dado que no tenía respuestas, cambió las preguntas: a partir de cierto momento, proclamará las virtudes de la frugalidad y el no-consumismo frente al grosero comportamiento de los países capitalistas. A partir de su fracaso, desapareció el desarrollista y compareció el anacoreta.

El objetivo ya no era enriquecer a los cubanos para que vivieran confortablemente, sino disfrutar de las ventajas morales de la pobreza. A todas éstas, él, que disfrutaba de yates, cotos de caza, y medio centenar de viviendas suntuosas, desmentía con su estilo de vida lo que predica en todas las tribunas, como sucedía con los comandantes históricos Guillermo García o Ramiro Valdés.

No obstante, el cambio en los objetivos económicos no quiere decir, sin embargo, que cancela los otros objetivos políticos. Por el contrario, los reforzará. Cuba se convertirá en la filosa punta de lanza de la conquista planetaria, proclamando paladinamente su derecho irrestricto a practicar el internacionalismo revolucionario, dado que el deber de cada revolucionario, de acuerdo con la doctrina, es, precisamente, hacer la revolución donde quiera que se necesite.

Durante treinta años Cuba organiza, adiestra, protege y ayuda de diversas maneras a guerrilleros y terroristas de medio planeta, desde el Chacal hasta las FARC, o utiliza a sus propios soldados en prolongadísimas guerras africanas que comienzan en el Magreb, en los años sesenta, peleando contra Marruecos, y luego siguen en Angola y Etiopía en la siguiente década. Su última y más audaz hazaña, como contó Jesús Renzolí, el ex embajador provisional de Cuba en la URSS que deserta a partir de esos hechos, es colaborar con los golpistas que en la URSS intentan desalojar del poder a Gorbachov. En esa aventura serán aliados del general Nikolai Sergeyevich Leonov, segundo hombre del KGB y viejo amigo de los Castro y del Che Guevara desde los años cincuenta, cuando comenzaron la fascinación y el vínculo castrista con Moscú.

Fracaso político e ideológico

La llegada de la perestroika, el derribo del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS, del bloque socialista y del marxismo-leninismo como referencia ideológica razonable, hicieron fracasar los objetivos políticos e históricos de la revolución cubana.

Pero, de la misma manera que en los sesenta, FC y su camarilla cambiaron los objetivos económicos, a partir de los noventa, a regañadientes, cambiaron los objetivos políticos e ideológicos para justificar la estancia en el poder del mismo núcleo gobernante.

Modifican la Constitución de 1976, reclaman el nacionalismo como fuente primigenia de inspiración revolucionaria, buscan su filiación en los mambises y declaran que el objetivo es salvar a la nación cubana de un zarpazo imperial norteamericano. De paso, anacrónica y abusivamente desempolvan a José Martí, un liberal decimonónico que amaba la libertad, y le asignan la responsabilidad ideológica final de una revolución totalitaria.

Como han desaparecido la URSS y el marxismo leninismo, ya no es posible insistir en la conquista del planeta para implantar la justicia revolucionaria. Ahora la coartada de la revolución será otra: presentarse como víctimas del embargo y del acoso americano, y salvar a la nación cubana de la voracidad imperial de Washington. Según el nuevo discurso revolucionario, sólo la unidad tras el líder y el Partido son capaces de preservar a Cuba como una entidad soberana.

Nadie se pregunta por qué veinte naciones latinoamericanas pueden ejercer su soberanía, e incluso ejercer diversas formas de antiyanquismo, sin necesidad de recurrir a la dictadura unipartidista como forma de organización.

Por otra parte, inventan una nueva variante económica del comunismo: el Capitalismo Mixto de Estado. El gobierno se asocia a empresarios extranjeros para explotar la mano de obra cubana en empresas público-privadas.

Simultáneamente, y dentro del mismo espíritu de Estado-Patrón, pero más cerca del esquema de los negreros de la época esclavista, el gobierno cubano arrienda grandes cantidades de trabajadores a los países extranjeros que pueden pagarlos. La mayor parte son profesionales de la sanidad, pero hay también entrenadores deportivos y toda clase de especialistas.

Es el periodo especial y todo vale para sostener a la dinastía familiar de los Castro. Incluso, tratan tibiamente de alejarse del colectivismo y convierten las Granjas del Pueblo, verdaderas comunas asombrosamente improductivas, en cooperativas agrícolas. Esto ocurre en 1993 y, naturalmente, fracasa, entre otras razones, como señala el economista Oscar Espinosa Chepe, porque continúan planificando y dirigiendo burocráticamente la producción y el consumo.

Y en eso llegó Hugo Chávez

Esa cháchara neoestalinista perdura hasta la aparición de Hugo Chávez en el panorama. El venezolano llega a Cuba con los bolsillos repletos de petrodólares y el encefalograma ideológico totalmente plano, aunque todavía fértil.

Fidel, rápidamente, lo esquilma y lo fecunda. Primero, lo libera de las prédicas islamo-fascistas de Norberto Ceresole, un argentino peronista que había convencido al pintoresco bolivariano de las virtudes del modelo libio y de la verdad profunda del Libro Verde atribuido a Gadafi, suma y compendio de la Tercera Teoría Universal, versión renovada y pasada por el desierto de la “tercera posición” propuesta por Juan Domingo Perón varias décadas antes.

En segundo lugar, dota al Socialismo del Siglo XXI proclamado por Chávez de una visión y de una misión. La visión es muy clara: el eje La Habana-Caracas será el representante de los pueblos oprimidos del planeta. De donde se deduce la misión: sustituir a los traidores soviéticos y luchar contra el imperialismo y el capitalismo hasta la victoria final.

Los dos personajes, parecidos en la excentricidad y el disparate, coinciden y comienzan a estudiar la unión de ambos países. Como se sienten tan bien uno con el otro, deducen que Cuba y Venezuela pueden integrarse en una misma entidad. Al fin y al cabo, ¿no son ellos la encarnación de sus respectivos países? Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, entonces delfines de Fidel, lo anuncian a media lengua a fines del año 2005.

Estos sueños, en los que no falta una dosis de puerilidad y voluntarismo, se hunden en el verano del 2006. Fidel se enferma gravemente y debe traspasarle la autoridad a su hermano Raúl.

Raúl hereda el poder y una economía en ruinas. Es más pragmático que su hermano y quiere acelerar los cambios para aumentar la productividad. Probablemente, no comparte la visión mesiánica de Fidel y de Chávez, ni a estas alturas cree en la misión de salvar al planeta de la voracidad del imperialismo, pero esos son los bueyes discursivos con que le ha tocado arar y no se aparta del grandioso guión que su megalomaniaco hermano le ha dejado escrito.

Se propone, eso sí, rescatar la catastrófica economía que heredó de Fidel. ¿Cómo? Con medidas que parecen sacadas de un plan que, en su momento, lo deslumbró, y luego, públicamente, rechazó: la Perestroika de Gorbachov.

La Perestroika se fundaba en la renovación de los cuadros del partido con el propósito de atraer a los más jóvenes e idealistas, descentralizar la autoridad y los mecanismos de toma de decisiones, aumentar el perímetro de las actividades económicas privadas, mejorar la gerencia del país con técnicas del mundo capitalista y combatir la corrupción y los privilegios de la nomenklatura.

En los ochenta, cuando Raúl leyó el libro de Gorbachov, especialmente traducido para él por Jesús Renzolí, titulado Perestroika, quedó convencido de que, a la escala diminuta de la Isla, los males que afectaban a la URSS eran los mismos que aquejaban a Cuba, de manera que los remedios debían ser los mismos. Hizo editar el libro en español, y se lo regaló a los oficiales de las Fuerzas Armadas.

Cuando Fidel se enteró, montó en cólera, le exigió recoger la edición y lo regañó severamente, como cuenta su también ex secretario Alcibíades Hidalgo, un periodista especialmente sagaz hoy exiliado en Estados Unidos, que llegó a ser representante de Cuba en Naciones Unidas y miembro del Comité Central.

En todo caso, llamándole de otra manera, lineamientos, o sin siquiera mencionar a sus pretendidas reformas, Raúl, cuando le tocó gobernar, puso en marcha unos cambios que, supuestamente, le devolverían el pulso a la moribunda economía cubana sin abandonar el unipartidismo, la planificación económica y el rol de la clase dirigente.

Todo eso está condenado al fracaso. ¿Por qué? Al margen de la necesidad de libertad que tienen todos los seres humanos para alcanzar algún grado de felicidad, fracasará al menos por siete razones, algunas de las cuales he apuntado en otros papeles:

Sin una moneda fuerte que mantenga su valor y poder adquisitivo para realizar las transacciones comerciales, es casi inútil intentar superar la situación en la que se encuentra el país. Cuba tiene al menos dos monedas. Una mala, con la que se les paga a los trabajadores, y otra buena, en la que se les vende todo lo que vale la pena adquirir. Esa práctica es lo más parecido a una estafa continuada de cuantas puede practicar un Estado.

Sin propiedad ni empresa privada no hay desarrollo. En Cuba la reforma de Raúl no consiste en devolverle a la Sociedad Civil la posibilidad de crear empresas que generen beneficios y crezcan, base del desarrollo capitalista en Suiza o en China, sino autorizan el surgimiento de unos pequeños timbiriches o chiringuitos, como les llaman en España a estas microentidades, bajo la estricta vigilancia de funcionarios implacables, sin otro objeto que el de absorber la mano de obra improductiva que existe en el sector público y, de paso, cobrarles altos impuestos.

Sin un sistema de precios regidos por la oferta y la demanda es imposible asignar eficazmente los recursos disponibles. La planificación centralizada a cargo de los técnicos del Estado es un desastroso camelo. Esto no es un caprichoso dogma ideológico sino una observación confirmada en el mundo real.Nadie tiene toda la información para poder dirigir una economía compleja. Los precios son el lenguaje en que la sociedad expresa sus necesidades y preferencias. No hay modo de sustituir eficientemente ese mecanismo.

Sin competencia no hay manera de aumentar y mejorar la producción y la productividad. El ejemplo se ha utilizado mil veces: la razón por la que los ingenieros alemanes en Occidente fabricaban Mercedes Benz, mientras los de Oriente debían conformarse con los Trabant, era la existencia en Occidente de la competencia.

Pero competencia significa libertad económica para investigar, invertir, innovar, asociarse. Nada de eso es posible en la encorsetada economía cubana. Sin libertad económica y reglas claras que faciliten la creación de empresas, obstaculicen la corrupción y premien el ahorro y la inversión local y extranjera, jamás se generará de forma sistemática de riqueza.

Sin un ordenamiento jurídico, un poder judicial eficaz, equitativo e independiente que resuelva los conflictos, castigue a los culpables, proteja los derechos de las personas y dé seguridades, no se sostiene una sociedad próspera. Las economías exitosas son las de sociedades que se guían por reglas administradas por personas independientes, no por ideólogos o por partidos. La independencia del Poder Judicial no es un capricho. Es una necesidad de cualquier sociedad basada en reglas justas y equitativas.

• Sin transparencia ni rendición de cuenta de los actos de Gobierno, sin funcionarios colocados bajo la autoridad de la ley, guiados por la meritocracia y legitimados en elecciones periódicas entre opciones diferentes, tampoco se alcanzan cotas decentes de desarrollo. Una de las razones que explican el fracaso del comunismo cubano – al margen del carácter erróneo del marxismo como planteamiento teórico, lo que lo invalida de raíz –, es que durante más de medio siglo quienes cometían los errores y los horrores eran los mismos que juzgaban los hechos.

¿Qué puede hacer, realmente, Raúl Castro, si de verdad quiere ponerle fin a la penosa improductividad de ese sistema? Tal vez, reconocer algo que apuntó hace muchos años el dirigente comunista yugoslavo-montenegrino, y luego disidente antiestalinista, Milovan Djilas: ese tipo de régimen no es salvable. Hay que echarlo abajo y sustituirlo por un modelo que funcione, y el más acreditado es la democracia liberal acompañada de la economía de mercado que va poco a poco implantándose en el planeta desde fines del siglo XVIII y hoy rige en las treinta naciones más desarrolladas del mundo.

La ilusión de crear un sistema fundamentalmente estatista y monopartidista que sea, al mismo tiempo, productivo, es una quimera. China, aunque todavía es una dictadura unipartidista, ya ha dejado de ser comunista y lo probable es que, eventualmente, deje de ser unipartidista, como previamente sucedió en Taiwán.

Llega un punto en que las personas, incluso en sociedades con escasa tradición democrática, reclaman libertades. En Cuba hace mucho tiempo que esa hora ya ha llegado.
Finalmente, sería impropio terminar estos papeles sin una referencia a la tímida reforma migratoria anunciada esta semana por el régimen de Raúl Castro.

Sin duda, es algo positivo, porque abarata las gestiones y elimina ciertos trámites absurdos a los que se veían obligados los cubanos que querían salir del país. Pero lo actitud del gobierno permanece intacta: el Estado sigue siendo el dueño de los ciudadanos y a él le corresponde decidir quién puede salir y quien debe quedarse.

De ahora en adelante, el filtro no será un permiso de salida, sino la posesión de un pasaporte adecuado para viajar, de manera que los demócratas de la oposición, los médicos, los catedráticos y quienes arbitrariamente decida el gobierno, no podrán trasladarse fuera del país aunque posean catorce visas, como en el pasado le ha sucedido a Yoani Sánchez.

En Cuba, simplemente, no se reconoce la libertad de movimiento, uno de los Derechos Humanos consagrados por Naciones Unidas.

En Cuba el movimiento es un privilegio otorgado por el Estado en función de criterios políticos. Eso llega al extremo de que ni siquiera los cubanos pueden elegir dentro de Cuba el lugar donde desean vivir.

Para la dictadura, sin embargo, esa actitud tendrá un costo. Todas las personas privadas del privilegio de poder viajar al extranjero se sentirán víctimas de un agravio comparativo y tendrán más razones para detestar a quienes les causan ese daño.

En suma, la mínima reforma migratoria emprendida por el régimen tiene un costo para el raulismo. Unos lo verán como algo que les pertenecía y el gobierno les negaba cruelmente. Otros pensarán que la dictadura los penaliza por ser estudiosos y valiosos.

Vuelvo a la conclusión de Milovan Djilas: esos regímenes no son modificables. Hay que sustituirlos. Pacíficamente, pero hay que sustituirlos.

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