Roberto Álvarez Quiñones. DIARIO DE CUBA
"¡Llegó Fidel, ahí está
Fidel!" El grito de mi colega de aula dejó al profesor hablando solo.
Todos salimos corriendo a la velocidad que nos concedían los veinte y pico años
cortos que teníamos en aquel noviembre de 1962.
Por entonces el comandante Castro
acostumbraba a ir con frecuencia a la Universidad de La Habana a conversar con
los estudiantes. Como habitualmente hacía, llegó en un enorme automóvil negro
con su numerosa escolta y se situó justamente detrás de la bella escultura del
Alma Mater, en la callecita que está al finalizar la escalinata, frente al
Rectorado del alto centro docente.
Como mi facultad, la de Ciencias
Comerciales, estaba bastante cerca del Rectorado, fui de los primeros en
llegar, y me situé en la primera fila alrededor del caudillo, parado al lado de
su vehículo. Si bien no era raro que Fidel fuese a la colina (como llamábamos a
la universidad), su presencia esta vez tenía una relevancia especial: hacía
apenas unos días que había finalizado lo que en la isla se conoció como la
Crisis de Octubre y en el resto del mundo como Crisis de los misiles.
Al cumplirse en estos días el
aniversario 50 de aquel evento que estuvo a punto de desatar una guerra nuclear
entre Estados Unidos y la Unión Soviética y provocar una hecatombe planetaria,
he querido contar lo que le oí decir (a metro y medio de distancia) a Fidel
Castro aquella noche de principios de noviembre, hace exactamente medio siglo.
Aunque no era estudiante de periodismo (no existía aún esa carrera
universitaria), al regresar a mi casa tomé nota de lo escuchado para dejar
constancia de ello en privado, pues me pareció que aquello era una "bomba".
Castro se mostró muy molesto, sobre
todo porque había sido ignorado por completo en las tensas negociaciones entre
el presidente John F. Kennedy y el líder soviético Nikita Jruschov para
solucionar la crisis y evitar la catástrofe atómica. Ambos estadistas pasaron
por alto los Cinco Puntos que él (Fidel) había puesto a Washington como
condición para el retiro de los misiles de Cuba, y que incluían la devolución
del territorio ocupado en Guantánamo, el cese del embargo comercial (el
"bloqueo", vigente desde febrero de ese año), y el cese de las
actividades de hostigamiento contra su gobierno que llevaban a cabo grupos
anticastristas, algunos de ellos con el apoyo encubierto de la CIA.
A una pregunta de alguien acerca del
retiro por Moscú de los cohetes nucleares soviéticos sin que se cumplieran los
Cinco Puntos, el entonces joven dictador dijo que Washington debía celebrar en
grande que los misiles no eran operados por Cuba.
Si los cohetes hubiesen estado bajo
control cubano, enfatizó, en primer lugar no habrían podido ser retirados si
antes el gobierno estadounidense no hubiese devuelto el territorio de la basa
naval de Guantánamo y hubiese puesto fin al "bloqueo económico". Y en
segundo lugar, "porque nosotros sí les lanzábamos los cohetes para allá si
ellos hubiesen realizado un ataque aéreo o una invasión".
Castro explicó que los misiles
(prefería utilizar la palabra cohetes) en cuestión llegaban hasta Nueva York y
que esa urbe, que calificó de "símbolo del imperialismo", junto a la
de Washington, habrían sido destruidas. Dijo que los yanquis habrían pagado
"un precio terrible por su agresión".
El comentario que ninguno de nosotros
le hizo entonces al comandante fue cómo podía creer él que la respuesta a una
invasión con armas convencionales debía ser el desencadenamiento de un infierno
atómico mundial en el que Cuba habría podido desaparecer como nación.
Pero, de que así lo creía no hay duda
alguna. En medio de la crisis, el 27 de octubre, Fidel envió con el embajador
soviético en Cuba, Alexei Alexéiev, una carta personal a Jruschov en la que le
dijo que si EE UU invadía a Cuba, la guerra nuclear era inevitable y que, por
tanto, la URSS debía dar el primer golpe antes de que lo hicieran los
norteamericanos. O sea, que poniendo un pie en la Isla el primer soldado
estadounidense, una lluvia de cohetes nucleares debía caer sobre el territorio
de EE UU.
Perplejo al leer la carta de Castro,
tres días después, el 30 de octubre de 1962, Jruschov, en una reunión en el
Kremlin con una delegación de Checoslovaquia, mostró su asombro acerca de que
debían ser ellos "los primeros en iniciar una guerra atómica". Al
publicar sus memorias, luego de ser sustituido por Leonid Brezhnev en 1964,
Jruschov señaló: "Solo una persona
que no tiene idea de lo que significa una guerra nuclear, o que está
enceguecida por la pasión revolucionaria, como sucede con Fidel Castro, puede
hablar de ese modo…"
En tanto, el segundo hombre más
influyente en la cúpula de poder castrista en octubre de 1962 (por encima de
Raúl Castro, el sucesor formalmente designado), el Che Guevara, se hallaba
igualmente a años luz de la sensatez. Estaba deseoso por desatar una guerra
nuclear con tal de hacer desaparecer al imperialismo yanqui.
En una entrevista que el 29 de
noviembre de 1962 le hizo en La Habana el corresponsal del diario británico
Daily Worker, San Russell, el Che declaró: "Si los misiles hubiesen permanecido en Cuba, nosotros los habríamos
usado contra el propio corazón de los Estados Unidos, incluyendo la ciudad de
Nueva York, en nuestra defensa contra la agresión. […] Nosotros marcharemos hacia la victoria aun si ello cuesta millones de
víctimas en una guerra atómica".
De manera que si de Castro y el Che
hubiese dependido, no se habrían retirado los misiles de Cuba (como decidió
Moscú), EE UU habría invadido la Isla y ambos comandantes habrían comenzado a
lanzar cohetes atómicos que habrían causado la muerte de cientos de millones de
personas en América, Europa y Asia, pues la respuesta nuclear de Washington
contra la Unión Soviética habría sido inmediata, incluso desde sus
emplazamientos coheteriles en Turquía y otros países europeos, y desde Corea
del Sur y otras naciones, lo cual habría provocado contragolpes nucleares
soviéticos, y luego otros contragolpes estadounidenses hasta el exterminio
total.
Asombra hoy cómo un hombre como el Che
Guevara, contrariado porque no dispuso de cohetes atómicos para masacrar a
millones de civiles inocentes, y quien en el "Mensaje a la Tricontinental" (su testamento político publicado
en abril de 1967 en La Habana), llamaba a convertir a los revolucionarios en
unas "selectivas y frías máquinas de matar", puede ser considerado
hoy por vastos sectores de la izquierda en el mundo como un símbolo romántico
de esperanza de los pueblos.
Y causa estupor también que alguien
pueda admirar hoy a Fidel Castro, quien expresó su frustración ante un grupo de
mozalbetes universitarios, hace hoy medio siglo, por no haber tenido poder
suficiente para iniciar la Tercera Guerra Mundial y llevar a los terrícolas de
regreso a las húmedas y oscuras cavernas de la Edad de Piedra.
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