Alejandro Armengol. EL NUEVO HERALD
La buena noticia es que a partir del primer debate presidencial la campaña
republicana ha girado hacia el centro. La mala es no ser lo suficiente tonto
para creerlo.
Hasta hace pocas semanas parecía que el extremismo del Tea Party llevaba
la voz cantante entre los republicanos. El largo proceso de selección en las
primarias nos había acostumbrado a un candidato luchando por demostrar que era
más reaccionario que sus contrarios. La elección del congresista Paul Ryan
indicaba sin lugar a duda que la intransigencia fiscal y el auge por privatizar
la seguridad social y convertir al Medicare en un sistema de vales, como los
que en otra época otorgaban los patrones a sus empleados, era la palabra de
orden. La presencia del sheriff Joe Arpaio, paseándose como invitado de honor
en la convención republicana en Tampa, un recuerdo palpable de que el candidato
Mitt Romney había declarado que deseaba extender las medidas anti-inmigrantes
de Arizona para toda la nación.
Pero ahora parece que no. Todo aquello que presenciamos por largos meses
ha quedado atrás. ¿Estamos ante otro Romney? ¿Ante otro Ryan? ¿Cuáles son los
verdaderos, los anteriores o estos? Y todavía algunos se quejan de que el
vicepresidente Joe Biden se riera tanto durante el debate.
Es lógico que ocurran cambios de táctica electoral entre las campañas
primarias y presidenciales. Durante la selección de su candidato, el campo
republicano no solo estuvo tratando de demostrar las calificaciones de un
futuro luchador, sino también puso a prueba la capacidad de resistencia de un
contendiente. Por su parte, el presidente Barack Obama contó con la ventaja de
no tener un contrincante dentro de su partido, pero eso al mismo tiempo lo
alejó de un necesario fogueo e influyó en que adoptara una falsa confianza, una
actitud distante y un tono catedrático que han resultado fatales según las
encuestas electorales. La lid actual es una carrera de obstáculos, y era de
esperar que el Presidente encontrara todos los disponibles en el arsenal
republicano.
Ahora bien, lo que viene haciendo Romney una y otra vez, ahora con el
apoyo y el eco de su consorte Ryan, es cambiar el discurso, lo adapta a las
circunstancias, de acuerdo a la audiencia presente y al momento. Nada nuevo en
ese político, que desde la anterior campaña ha sido catalogado reiteradamente
como un camaleón. En Cuba, sencillamente le dirían que es un oportunista.
¿Qué es o era un oportunista en el argot cubano? Pues sencillamente una
persona con un cargo, o que aspiraba a tenerlo, que cuando le preguntaban o se
quejaban por la calidad de los frijoles respondía que lo importante era la
comida de los niños, los “gloriosos” militares que guardaban las fronteras y
defendían a la patria de una “agresión imperialista”.
Romney se pasa la vida yéndose por las ramas, mintiendo, expresando medias
verdades o tres cuartos mentiras y hasta el momento nadie le ha dicho la verdad
a la cara: que es un mentiroso.
La lógica indica que el decir tantas mentiras, sacar tantos números de la
chistera, distorsionar innumerables datos y fundamentar su discurso en clichés
debe ser razón más que suficiente para descalificarlo en una elección
presidencial. No es así. Vivimos en la “sociedad del espectáculo”, término
acuñado por Guy Debord, y para el espectáculo la pregunta de si es real carece
de sentido. El triunfo de Romney en el primer debate no fue por lo que dijo
sino como lo dijo: logró comunicar la apariencia presidencial, él también
podría ser presidente de Estados Unidos, o mejor dicho, representar ese papel.
Ese juego de apariencias no es algo limitado al actual candidato
republicano. Es parte de una tergiversación en la sociedad actual que no hace
más que intensificarse.
Hubo un momento en el debate vicepresidencial que se hizo claro una
diferencia de enfoques que va más allá de una simple posición política. Al ser
cuestionados sobre el aborto los contendientes, ambos católicos, expresaron que
estaban en contra. Ahora bien, en el vínculo entre creencia personal, posición
política y respuesta para ganar una elección es que se vio clara la diferencia
entre ellos.
Mientras Biden fue simple y contundente, al expresar que no trataría de
imponer a otras personas sus principios y creencias, Ryan se dedicó a repetir
lo mismo que había expresado días antes Romney: que no era parte de su agenda
cambiar la actual legislación sobre el aborto, pero que al mismo tiempo su
gobierno sólo elegiría candidatos a magistrados para el Supremo que fueran
“pro-vida”. Es decir, trató tanto de mostrar una imagen moderada como de quedar
bien con esa base de votantes fanáticos a la que debe su cargo.
Así que no hay duda que la plataforma electoral republicana ha cambiado.
Del fanatismo vocinglero ha pasado a otro más hipócrita y solapado.
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