Carlos Alberto Montaner
El peligro es real. Los demócratas venezolanos temen que, ante el cáncer que padece Hugo Chávez, coincidente con la inevitable desaparición de un Fidel Castro muy golpeado por las enfermedades y los años, La Habana y Caracas desempolven precipitadamente los planes de federación que anunciaron a fines del 2005 y luego engavetaron.
¿Cómo se llegó a la idea de unir a los dos países? Fue una sonámbula deriva de la Guerra Fría, concebida por Fidel Castro a principios del nuevo milenio, cuando convenció a su arrobado discípulo venezolano de que a La Habana y Caracas –en realidad a Fidel y a Hugo—les correspondía la tarea de continuar con la lucha antiimperialista abandonada por los traidores rusos desde el momento en que Gorbachov, manipulado por la CIA, se vendió al capital, disolvió a la URSS y le puso fin al modelo de gobierno marxista-leninista que desde 1917 militaba a favor de los trabajadores del mundo.
Había que volver a las trincheras, aunque por nuevos procedimientos electorales. Una vez en el gobierno, se procedía a desmontar todo el andamiaje burgués republicano en los territorios conquistados, liquidando paulatinamente las libertades formales y la división de poderes que limita la autoridad del caudillo. Para esta nueva etapa histórica, Chávez pondría los petrodólares y Fidel aportaría la visión estratégica, los cuadros y el conocimiento de los métodos de lucha revolucionaria aprendidos durante las varias décadas que ejerció como escudero de Moscú. Pero para ello debían forjar un Estado bicéfalo que actuara coordinadamente.
En realidad, Fidel vio los cielos abiertos cuando Hugo Chávez apareció en su camino. El Comandante no encontraba entre su propia gente a nadie con la capacidad de fabulación y el espíritu misionero que requieren las grandes utopías políticas. Raúl, ciertamente, no era un buen reemplazo, porque carecía de la facultad de soñar despierto y, sobre todo, de la urgencia de luchar contra el imperialismo yanqui hasta la victoria siempre. Era un buen administrador, leal y discreto, capaz de mantener rígidamente el control de la sociedad y del gobierno, pero nada más. Su heredero político, el hombre que no dejaría morir su hazaña histórica, era Hugo Chávez. Los dos deliraban en la misma frecuencia y con similar intensidad.
Chávez, además, tras el golpe militar de abril del 2002, que le quitó y le devolvió el poder en 72 horas, llegó a una conclusión que reforzaba los planteamientos de Fidel: la revolución bolivariana, como la cubana, sólo podían salvarse y trascender si construían un perímetro internacional de protección nucleado en torno del eje Venezuela-Cuba, circuito al que denominarían ALBA y dotarían de un confuso discurso, el del Socialismo del siglo XXI.
Dentro de esa lógica de supervivencia, a fines del 2005, el entonces canciller cubano Felipe Pérez Roque, el ex vicepresidente del Consejo de Estado Carlos Lage, y el propio Hugo Chávez, anunciaron ambiguamente la fusión de ambos Estados en una nueva entidad, y hasta nombraron a una comisión de juristas que comenzó a estudiar el acoplamiento dentro de un marco jurídico e institucional común. Pocos meses más tarde, sin embargo, Fidel se enfermó gravemente y su dolencia lo puso fuera de combate.
Raúl, tras recibir precipitadamente las riendas del gobierno, aunque sin desecharlo, orilló el proyecto de federar a los dos países y se dedicó a consolidar el poder y a reformar parcialmente el catastrófico aparato productivo que tenía a los cubanos, según su diagnóstico, “al borde del abismo”. Sin embargo, reconocía, de hecho, que Hugo Chávez, por designio de su hermano y por la vocación del venezolano, era el primus inter pares del binomio y el líder internacional del Socialismo del Siglo XXI. Para Raúl, Chávez significaba más de cien mil barriles diarios de petróleo y otros miles de millones de dólares en subsidios, de manera que carecía de sentido disputarle la jefatura. A cambio, había que mantener la alianza y continuar prestándoles servicios políticos y de inteligencia a Chávez y a sus satélites (Bolivia, por ejemplo), las dos especialidades de su gobierno.
Pero ahora, irónicamente, es la vida de Chávez la que peligra, junto a la de Fidel, y acaso el Socialismo del siglo XXI se quedará sin monarca y Cuba sin protector, lo que sería la ruina absoluta para La Habana y el fin de la utopía chavista. ¿Cómo conjurar ese peligro? Sin duda, como temen los demócratas venezolanos, retomando rápidamente el proyecto de federación entre ambos países para que “los cubanos” consigan sujetar el poder en una Venezuela sin Hugo, nominalmente gobernada por un fiel aliado de La Habana (Adán Chávez, por ejemplo), mientras Raúl, acosado por la sensación de que todo el andamiaje se puede desplomar rápidamente, continúa parasitando a Caracas a la ansiosa espera de que las lentas reformas comiencen a dar sus fruto y la Isla algún día logre la autosuficiencia. O sea, otra utopía.
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