Mario J. Viera
“Sostenemos que estas Verdades son evidentes en sí mismas: que todos los Hombres son creados iguales, que su Creador los ha dotado de ciertos Derechos inalienables, que entre ellos se encuentran la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la Felicidad. Que para asegurar estos Derechos se instituyen Gobiernos entre los Hombres, los cuales derivan sus Poderes legítimos del Consentimiento de los Gobernados; que el Pueblo tiene el derecho de cambiar o abolir cualquier otra Forma de Gobierno que tienda a destruir estos Propósitos, y de instituir un nuevo Gobierno, Fundado en tales Principios, y de organizar sus Poderes en tal Forma que la realización de su Seguridad y Felicidad sean más viables. La Prudencia ciertamente aconsejará que Gobiernos establecidos por bastante tiempo no sean cambiados por Causas triviales y efímeras; y como toda Experiencia lo ha demostrado, la Humanidad está más dispuesta al sufrimiento mientras el Mal sea soportable, que al derecho propio de abolir las Formas a las que se ha acostumbrado. Pero cuando una larga Sucesión de Abusos y Usurpaciones, todos ellos encaminados de manera invariable hacia el mismo Objetivo, revelan la Intención de someter a dicho Pueblo al absoluto Despotismo, es su Derecho, es su Deber, derrocar a tal Gobierno y nombrar nuevos Guardianes de su futura Seguridad”
Hace diecisiete años, un guardia del cuartel del Departamento Técnico de Investigaciones en Cien y Aldabó, me ordenó salir del calabozo en que me encontraba. Descendimos por una escalera hasta la primera planta. Allí me hicieron entrega de las pocas pertenencias que llevaba cuando la Seguridad del Estado me detuviera. Un oficial de la policía política aguardaba por mí.
Me condujo hasta un auto. Me observó detenidamente y al cabo de unos segundos me liberó de las esposas que aprisionaban mis manos. Dijo que su apellido era Concepción. El auto se dirigió hacia La Habana Vieja. Llegamos a la terminal de ferrocarriles. Se quedó a solas conmigo mientras esperábamos el tren que me harían abordar.
Conversamos de cualquier cosa baladí. Me ofreció un cigarrillo. Cualquiera podría decir viéndonos en aquel andén que éramos amigos. Por fin llegó el tren. Me indicó que lo abordara.
Un coche enrejado, con asientos colocados detrás de las rejas. Se despidió de mí el oficial Concepción. Los custodios del coche me hicieron sentar en uno de los asientos que estaban separados de los presos comunes que subían al coche-calabozo.
Sería tal vez las seis de la tarde. El tren se puso en marcha, traqueteando su cansino avance sobre los viejos rieles. Los presos comunes conversaban animadamente como si estuvieran haciendo un viaje de placer.
Afuera la noche se condensaba en una profunda oscuridad. Entonces volví mi vista hacia el norte. Comprendí el sarcasmo que estaba viviendo. Me llevaban hacia la ciudad de Ciego de Avila, a más de 500 km de mi residencia, donde debía pasar dos años encerrado en la prisión de Canaleta; perder inútilmente dos años de mi vida, convertirme en un número, un simple número y a tener un expediente marcado con dos letra, solo dos letras: CR.
Mi vista se perdía a través de la oscuridad de la noche intentando trasportarme hacia allá, a tan solo pocas millas de donde me encontraba. Imaginé una ciudad que nunca antes había visto. Imaginé a unos hombres, a unas mujeres, a muchos niños celebrando alegremente entre fuegos artificiales y entonando el himno a la libertad, mientras yo iba hacia la prisión para purgar el delito de querer ser libre. Esa noche era la del 4 de julio de 1994.
Doscientos 18 años antes de aquella triste noche, 56 delegados al Segundo Congreso Continental de las trece colonias se reunieron en Filadelfia para aprobar y proclamar solemnemente el documento que en su mayor parte había sido redactado por Thomas Jefferson y que fuera presentado por los cinco delegados encargados de su redacción, bajo el título de “Una declaración de los representantes de los Estados Unidos de América reunido en Congreso General” y que la historia lo conoce abreviadamente por “Declaración de Independencia”
Por primera vez se proclamaban los derechos inalienables a la Vida, la Libertad y a la Búsqueda de la Felicidad. Era el clamor de los colonos que ya habían cruzado sus armas con las fuerzas británicas en Lexington y Concord el 19 de abril de 1775, cuando los hombres sencillos, los minutemen, infligieron una derrota a 700 soldados británicos disciplinado y bien armados. Aquellos disparos de escopetones se escucharon en todo el mundo como dijera el poeta trascendentalista Ralph Waldo Emerson. Esos disparos repercutieron en el asalto a la Bastilla en Francia, en el Grito de Dolores de México, en las llanuras venezolanas, en las lanzas de los gauchos argentinos...
El 4 de Julio, más que una fecha de la historia de los Estados Unidos, es la fecha de todos los que en el mundo aman la libertad, de los que luchan por alcanzar la plenitud de los derechos humanos, de los que en las prisiones de las dictaduras son libres en alma y pensamiento.
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