Cuba: la noche de los asesinos
Por Carlos Alberto Montaner
ABC, Julio 1994
En la madrugada del miércoles 13 de julio, con el objeto de huir de la Isla , 72 cubanos abordaron subrepticiamente el remolcador 13 de marzo, un viejo barco de madera con medio siglo de existencia, aunque en perfecto estado de navegación. Veintitrés de los pasajeros eran niños pequeños que viajaban con sus familiares. Los adultos se dividían entre 19 hombres y 30 mujeres. Casi todos eran jóvenes y vecinos de las barriadas habaneras de Guanabacoa y El Cotorro. Pretendían, como otros miles de cubanos antes que ellos, escapar de la miseria y de la represión. Como contara, llorosa, una superviviente: "sólo queríamos un poco de libertad... un poco de libertad".
No la alcanzaron. El Ministerio del Interior, por medio de una delación, sabía de los planes de fuga, y al más alto nivel -según una horrorizada fuente de la mayor jerarquía- se tomó la decisión de darles un terrible escarmiento. El general Colomé Ibarra -Furry para sus amigos- le informó urgentemente a Fidel Castro sobre los preparativos de quienes pretendían huir del país, y el Máximo Líder, personalmente, dio la orden de que fueran hundidos sin la menor misericordia. Lo de personalmente es un matiz tras el cual Colomé Ibarra, sin decirlo a las claras, diluye sus responsabilidad en el crimen. El adverbio no es mío sino de él.
Castro -en suma- conocía todos los detalles. Se le advirtió que en el barco irían numerosos niños que inevitablemente morirían, pero su respuesta fue inflexible. No obstante, para desmentir las predecibles acusaciones y denuncias, no sería la Marina de Guerra la que hundiría a cañonazos la débil embarcación, sino otros remolcadores de los denominados "bomberos", adscritos a la Empresa de Navegación Caribe, directamente controlada por el Ministerio del Interior, y el arma que utilizarían serían las mangueras de agua a presión. Anegarían el barco hasta hacerlo naufragar con su carga de civiles desarmados e indefensos a bordo.
Tan pronto el viejo remolcador 13 de marzo partió de la bahía de La Habana con sus ilusionados pasajeros -aproximadamente a las 2 y 50 de la madrugada-, las tres naves a las que se les encomendó la tarea de hundirlo fueron avisadas por radio. Una cuarta -un patrullero griffin de los guardafronteras- quedaría expectante a corta distancia del sitio elegido. Las tres "bomberas" se llamaban Polargo. Polargo 2 estaba bajo el mando del oficial del MININT apodado David; el Polargo 3 quedaba bajo la autoridad de Arístides; el Polargo 5, sin embargo, llevaba al frente a una persona muy especial, Jesús Martínez, Jesusito, un oficial cargado de rencores y deseos de venganza, porque recientemente, contra su voluntad, el barco en el que navegaba había sido desviado hacia la Florida sin que él hubiera podido evitarlo, y tuvo que regresar avergonzado para rendir cuentas ante sus superiores. Esta era su oportunidad de demostrarle al MININT que no se le podía juzgar por ese episodio. El era un combatiente de hierro. Un inderrotable revolucionario. Un hombre sin piedad cuando se lo ordena el Comandante en Jefe.
Y así fue. A siete millas de las costas, todavía en aguas territoriales cubanas, el Polargo 2 y el Polargo 3 -ambos de fabricación holandesa- comenzaron su macabra tarea de barrer la cubierta del 13 de marzo con potentes chorros de agua paradójicamente concebidos para salvar vidas y apagar incendios. Los pasajeros gritaron y alzaron en vilo a los niños para implorar por sus vidas. Fidelio Ramel, oficial de la embarcación que huía y cuadro desesperanzado de un Partido Comunista en el que alguna vez creyó, desapareció enseguida en medio del oleaje. Los Polargo 2 y 3 comenzaron a navegar en círculo para contribuir a la turbulencia de las aguas. La consigna era muy clara en esa fase de la "operación": que se ahogaran rápidamente un buen número de los náufragos. Los pasajeros que todavía permanecían a bordo trataban de esconderse bajo cubierta, en el cuarto de máquinas. Casi todos eran niños y mujeres.
Ese fue el momento "estelar" del valiente Jesusito. El Polargo 5 entró en acción. Con su quilla de hierro, a gran velocidad embistió por la popa al remolcador que, en ese momento, con los motores apagados, flotaba dando bandazos. Dio la vuelta y, ahora por la proa, remató la faena: el 13 de marzo se volcó y comenzó a hundirse. En su vientre de madera veintitrés niños -veintitrés- hechos un amasijo de carne golpeada, se ahogaron sin remedio, muchas veces abrazados a sus madres, otras, sin más consuelo que la rapidez de una muerte incomprensible y negra en un mar caribeño teñido de odio.
Una vez cometido el crimen se montó la coartada. Una lancha griffin de la Marina de Guerra Revolucionaria, apostado a 500 metros de los hechos, se acercó al matadero con sus reflectores y sus potentes bocinas. ¿Qué ha ocurrido? ¡Qué pena! ¡Son tantos los muertos! Quizás 35. Quizás 40. Con el mayor cinismo fueron izando a bordo a algunos sobrevivientes. El escarmiento había sido hecho. El héroe Desusito contempló satisfecho su proeza. Lo felicitaron.
¿Le salió bien la operación al Ministerio del Interior? Depende. El objetivo de aterrorizar a la población se logró. El país -que, a través de la onda corta, supo de los detalles del crimen por boca de algunos supervivientes que consiguieron comunicarse con el exterior- está consternado. Estremecido. Ni siquiera la dictadura haitiana asesina en el mar a los niños balseros. Algunos ingenuos pensaban que los militares cubanos no dispararían contra el pueblo indefenso. Ya saben la triste verdad: Castro está dispuesto al peor genocidio y su equipo de gobierno se convertirá -ya lo va siendo- en una insensible máquina de exterminio.
Pero esta vez el crimen ha sido demasiado monstruoso. Tanto, que se convertirá en un formidable elemento deslegitimador. Es difícil que los organismos internacionales le continúen prestando ayuda a gobiernos que hacen estas cosas y terribles. Es improbable que los Guitart o los Meliá, los Benetton y los Cardin, no sientan que la sangre de esas víctimas cubanas comienza a ensuciarles las manos o a mancharles los dólares que se ganan acarreando turistas sin tener en cuenta que con ese apoyo indirecto están armando brazos asesinos.
¿Qué hacer ante esto? Por lo pronto, reconstruir minuciosamente el crimen, levantar acta, y denunciar a los cuatro vientos lo acontecido. Sólo así cobrará sentido el inmenso sacrificio de las víctimas, los cuerpecitos hinchados de los niños, sus gritos en la noche, el ataúd sin estrellas de un viejo barco anclado para siempre en el lecho de un mar sembrado de cadáveres. Sólo querían un poco de libertad. Un poco.
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