Alejando Armengol. EL NUEVO HERALD
Juan Pablo II a su llegada a Cuba recibe bienvenida de Fidel Castro |
No será un viaje marcado por la expectación. Si se realiza la visita anunciada del papa Benedicto XVI a Cuba, en la primavera de 2012, las circunstancias y los protagonistas serán diferentes a lo ocurrido la tarde del 21 de enero de 1998, en que Juan Pablo II besó el suelo cubano e inició su encuentro con una población que por casi cuatro décadas había escuchado repetir que “la religión es el opio de los pueblos”.
No se trataba de un pontífice cualquiera. El que llegaba a la isla era un sacerdote nacido y criado bajo un régimen comunista, acompañado de la aureola de ser uno de protagonistas –para muchos, el principal protagonista– del desmoronamiento de ese sistema en buena parte del mundo. Un enemigo ideológico de primer orden para Fidel Castro y un hábil comunicador. Cuando Juan Pablo II tomó el avión de regreso a su patria, el cubano comenzó a convencerse de lo que había sospechado desde que se anunció el viaje: que durante unos días había vivido en un paréntesis.
La intención del Papa no fue nunca abrir un paréntesis, sino sentar las bases de una transformación mayor, que aún no se ha producido en Cuba. Sin embargo, la afirmación de que la Cuba que visitará Benedicto XVI es la misma que conoció Juan Pablo II, a partir de que continúa el régimen de los hermanos Castro y la falta de democracia en la isla, encierra varias limitaciones. No sólo en cuanto a la existencia de un gran número de transformaciones –muchas de ellas realizadas en última instancia y a regañadientes por parte del gobierno– ocurridas en los últimos años, sino también en lo relativo a los objetivos de la visita para la Iglesia. Si bien, de producirse este encuentro, será de más pompa y menos circunstancia, no se puede obviar que tiene el objetivo fundamental de apoyar y reforzar el papel de esta institución en la nación cubana. En este sentido, cabe afirmar que de forma pausada y más o menos directa, la Iglesia Católica le está ganando la batalla a lo que algunos aún se empeñan en llamar o considerar como socialismo cubano
El viaje del Juan Pablo II a Cuba fue un triunfo para el régimen castrista, si se analizan sólo las consecuencias inmediatas. No hubo manifestaciones en contra del gobierno, se evitaron casi completamente las confrontaciones directas y el Pontífice no presentó el rostro enojado que caracterizó a su encuentro con los sandinistas en Nicaragua. Castro ganó legitimidad en un momento difícil de su carrera política. La estrategia de Fidel Castro se fundamentó no sólo en su habilidad política y en una operación policial discreta pero efectiva. Por una parte explotó las características del catolicismo de los cubanos. Por la otra aplicó con rigor la política represiva de no infundir terror más allá de lo necesario, pero no permitir ni por un momento que se olvidara el miedo. Ambos aspectos constituyen, entonces y ahora, el principal campo de batalla entre el Vaticano y La Habana, además de las divergencias ideológicas. Controlar la razón o la sinrazón del temor y el porqué de éste.
La principal fuerza de la Iglesia Católica en Cuba, antes del triunfo de la revolución, era institucional. Una organización que, desde el punto de vista jerárquico, arrastraba el pecado original de su asociación con el poder colonial español. Aunque hubo curas mambises, la Iglesia –en tanto que organización social– se asociaba con las ideas políticas conservadoras y se percibía situada de parte de los poderes dominantes. El padre Félix Varela no ejemplificaba a la institución como un todo. Aunque en diferentes momentos de la historia cubana, la Iglesia trató de ejercer una función mediadora en los conflictos políticos y sociales, siempre le faltó capacidad de movilización popular e influencia decisiva, así como voluntad para que esta mediación resultara más efectiva. Es precisamente esta función la que Fidel Castro siempre se mantuvo renuente a facilitarle, y que ahora se ha visto ampliada muy ligeramente, bajo el gobierno de Raúl Castro.
A finales de la década de los sesenta, tanto la Iglesia como el gobierno iniciaron una reorientación encaminada a establecer una mejor comunicación.. De la confrontación se pasó a la búsqueda de una participación activa, pero limitada, de la Iglesia dentro de la sociedad cubana. Ampliar esta participación, desde el punto de vista institucional, fue uno de los objetivos de Juan Pablo II durante su visita. Lo logró en cierta forma. No sólo con gestos visibles, como el regreso del feriado de La Navidad a la isla, sino fundamentalmente con el apoyo del Vaticano a una Iglesia nacional que continúa su labor en condiciones difíciles.
Si el gobierno de los hermanos Castro no ha permitido un mayor aumento del papel institucional de la Iglesia en la isla, es porque sabe que la percepción que en la actualidad tiene el cubano sobre ésta es diferente a la existente con anterioridad. La Iglesia ya no se asocia con el poder sino con una alternativa a ese poder. Benedicto XVI viajará a Cuba con un interés más visible en reforzar esa función institucional de la Iglesia y no con una marcada agenda social y mucho menos política. Pero la Iglesia Católica lleva muchos siglos practicando el principio de que no sólo las guerras, sino las instituciones caritativas, religiosas y humanitarias son también la política por otros medios.
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