domingo, 6 de noviembre de 2011

El poder y la muerte

Carlos Alberto Montaner

Ocho presidentes norteamericanos murieron mientras ocupaban la Casa Blanca. Cuatro fueron víctimas de enfermedades: William H. Harrison, Zachary Taylor, Warren Harding y Franklin D. Roosevelt. Cuatro fueron asesinados a tiros: Abraham Lincoln, James Garfield, William McKinley y John F. Kennedy. Otros seis estuvieron a punto de morir a manos de locos o criminales, pero se salvaron: Andrew Jackson, Teddy Roosevelt, Harry S. Truman, Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan.

Estas enormes conmociones políticas no perturbaron la marcha de las instituciones. Los vicepresidentes ocuparon pacíficamente la casa de gobierno, los cadáveres fueron solemnemente enterrados, se erigieron unos cuantos monumentos, hubo una bonita edición de sellos de correo, acuñaron alguna calderilla, la sociedad se secó las lágrimas y continuó sus actividades. Aquí no ha pasado nada.

Ése es el extraordinario aporte de Estados Unidos a la historia contemporánea: un modelo de Estado basado en la ley y en el funcionamiento de las instituciones, legitimado por el consentimiento de los gobernados, en el que el peso de las personas seleccionadas para dirigirlo provisionalmente es poco significativo, aunque se trate de gigantes como Jefferson o Lincoln. Las sociedades que han seguido de cerca esa influencia norteamericana, sometiéndose realmente al imperio de la ley, han conquistado la estabilidad y el progreso continuado.

Pero existen otros modos de gobernar. Esto viene a cuento de la fragilidad de los sistemas caudillistas. En Venezuela, en las filas del chavismo, hay pánico ante la posibilidad muy real de que el cáncer acabe con la vida de Hugo Chávez y se desmorone un Estado que descansa en la excepcionalidad de un personaje singular que utiliza los recursos del país como se le antoja, y al que sus partidarios se le subordinan no por su inteligencia o por su calidad como gerente de la cosa pública, sino porque asigna privilegios y porque es el jefe de la manada, el mono Alfa que lidera al grupo a dentelladas y gruñidos.
Juan Vicente Gómez

Los venezolanos ya han pasado por eso. Entre 1908 y 1935 mandó en el país, a patadas, el general Juan Vicente Gómez, un caudillo rural feroz y taimado, sin ningún escrúpulo, que de alguna manera echó las bases de la Venezuela moderna gracias a la explotación del petróleo y, de paso, acumuló un inmenso capital producto de la corrupción. Pero un día, a sus 78 años, le fallaron los riñones y murió. ¿Qué ocurrió? Casi inmediatamente sus sucesores, que eran sus subalternos, comenzaron a desmontar la dictadura. Antes de seis meses, la enorme fortuna acumulada durante 27 años de tiranía fue confiscada por el Estado y Venezuela, poco a poco, fue abandonando aquella primitiva organización basada en la autoridad personal de un jefe intimidador para tratar de construir un Estado estructurado en torno a leyes e instituciones. En realidad, los venezolanos no lo lograron del todo hasta 1959, cuando Rómulo Betancourt inició un periodo democrático que duró cuarenta años, pero esa experiencia naufragó en 1999 al ganar las elecciones Hugo Chávez y retornar al país el nefasto sistema caudillista.

Lo que suele ocurrir es que los caudillos se llevan a la tumba los regímenes que crearon. El poder y la fuerza que acumulan en vida los logran a costa del debilitamiento del Estado. Por sólo poner tres prolongados ejemplos, esto sucedió con la dictadura dominicana de Rafael Leónidas Trujillo a partir de su ejecución en 1961, con la del portugués Oliveira Salazar tras su muerte en 1970 (era tal el miedo que inspiraba que gobernó descerebrado durante dos años tras caerse de una silla), y con la del general Francisco Franco en 1975. En los tres casos, la descomposición de los regímenes que crearon y gobernaron con mano de hierro comenzó con la descomposición de los egregios cadáveres de los fundadores.

En 1776, cuando los norteamericanos se lanzaron a la lucha contra Inglaterra, y en 1787, cuando redactaron la Constitución, tenían dos escollos tremendos: la recelosa convivencia entre trece excolonias soberanas en una nación común, y la transmisión organizada de la autoridad en un Estado que carecía de la indiscutible fuerza estructural que emana de la monarquía.

Nadie en Europa apostaba un dólar por la supervivencia de aquel audaz experimento. Basta leer los papeles de las cancillerías del Viejo Mundo de aquella época. Pero lo cierto es que, contra todo pronóstico, funcionó. Por eso los presidentes norteamericanos pueden morirse tranquilamente en la Casa Blanca. Los caudillos, en cambio, son muertos que generan el caos. Tras ellos suele venir el diluvio.
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