A la una de la mañana del martes 15 de noviembre la policía de Nueva York, cumpliendo las órdenes del alcalde, irrumpió en el campamento de Occupy Wall Street, llevándose preso a quien se resistiera,
Pedro Caviedes. EL NUEVO HERALD
Manifestantes del movimiento Ocupen Wall Street trasladan carteles después de ser desalojados por la policía del parque Zucotti, en Nueva York, el martes. Seth Wenig / AP
Hay imágenes que se nos quedan grabadas de por vida. Imágenes que por su fuerza, horror o belleza se incrustan en nuestras memorias. Pienso que ver por primera vez el cielo reflejado en el río Sena en París, es de las más bellas. No creo que quien vio pueda olvidarse del horror de la caída de las Torres Gemelas. Entre ese cúmulo de imágenes terroríficas que se almacenan en mi cerebro, unas han regresado los últimos días. El hombre apostado frente a los tanques chinos en la plaza de Tianamen; los tanques soviéticos invadiendo Checoslovaquia, cortando de un tajo la Primavera de Praga; la turba de agentes del estado vestidos de civiles atacando a las Damas de Blanco en Cuba; las protestas apagadas por la guardia nacional en Caracas. Todas imágenes de represión, provenientes de países que estuvieron o están bajo regímenes dictatoriales, donde no existe, o no existía, la democracia, y las personas no tienen, o no tenían, derecho a la libre expresión.
Nunca imaginé ver algo así en Estados Unidos. Yo puedo no estar de acuerdo con los postulados del Tea Party, no estar de acuerdo con que todo lo malo que nos sucede es culpa del Estado, con que las corporaciones no deban ser reguladas, con que los inmigrantes que no tienen papeles son unos criminales, con el intento de abolir los derechos de sus hijos a ser educados, con la idea de que el gobierno no debe ayudar a nadie y que todo debe privatizarse. Pero nunca me opondré a que los miembros del Tea Party salgan a protestar pacíficamente en el lugar público que les venga en gana. Porque de eso precisamente se trata la democracia, duélale a quien le duela.
La democracia no es cómoda. En la democracia un presidente, gobernador o alcalde, tienen la obligación de proteger a las personas aunque organicen manifestaciones en su contra, tienen que asegurar a los opositores un espacio para postular sus tesis, trabajar igual tanto por aquellos que los eligieron como por los que votaron por el otro candidato o los que ni siquiera votaron, tienen que aceptar que los periódicos publiquen sus deslices, que existan comentarios de opinión como éste, que la gente proteste, que la gente practique el culto que quiera y que se reúna con otros feligreses a orar, y que en las librerías se vendan los libros sin censura, como en los cines las películas, y las obras de teatro, los conciertos. La democracia significa que así como en otros países donde no existe no permiten a los ciudadanos expresarse libremente, aquellos que estén de acuerdo con esos regímenes, aquí sí puedan hacerlo.
A la una de la mañana del martes 15 de noviembre la policía de Nueva York, cumpliendo las órdenes del alcalde, irrumpió en el campamento de Occupy Wall Street, llevándose preso a quien se resistiera, partiendo con cuchillos las tiendas de campaña (propiedad privada), botando, léase bien, botando los más de 5,000 libros que conformaban la biblioteca del movimiento, y acordonando luego la zona, para que nadie ingresara (hasta que un juez dio la orden de que regresaran). En Oakland hubo escenas peores. En California, en la universidad de Berkeley, policías antimotines, grabados en la televisión, golpearon con sus garrotes a mujeres y hombres, estudiantes, que protestaban pacíficamente. Y así en muchas ciudades.
Hace un mes, el sargento Shamar Thomas caminaba por las calles de su natal Nueva York. Había servido 14 meses en Irak, igual que su madre; su padre estuvo destacado en Afganistán. De repente encontró una escena que lo dejó perplejo. Esos ciudadanos por los que él libró una guerra estaban siendo atacados por la policía. Shamar Thomas se interpuso. Preguntó a los agentes por qué los agredían, si no estaban armados. “No tiene sentido”, les decía, “no tiene sentido, no hay honor en esto”.
El peleó en un país para que sus ciudadanos pudieran tener el derecho de hacer lo que precisamente a los estadounidenses, en su propio suelo, les estaban prohibiendo.
Sargento, aquellos que ordenaron que usted fuera a otro país a imponer la democracia, no permiten que esta se cumpla en su propio suelo.
No tiene sentido.
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