Desde la cima del Ávila
Américo Martín
Américo Martín
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El presidente no es la última palabra en lo que pudiéramos llamar la ideología de un proceso. Ese vocablo, “ideología”, es equívoco y se ha usado para insinuar que quien se vale de él impregna su acción práctica de una atmósfera principista. Durante años escuché hablar en los predios de la izquierda de la “ideología” marxista, siendo que el fundador de semejante producto tenía una opinión muy baja de las ideologías. Eran, decía cáusticamente Marx, formas de encubrimiento, de tergiversación y engaño.
Hablamos de un presidente en vuelo rasante sobre tópicos que no puede retener sino en sus aspectos más sonoros, más epidérmicos. Pero como está dominado por la ambición de “venderse” como teórico revolucionario, caza en el aire ciertas palabras enfáticas, que parecen decir mucho pero si se las escarba son lamentablemente vacías. O peor: no tienen relación alguna con su manera de entender la política
Pemones de La Paragua (municipio Angostura, estado Bolívar), desarmaron a 19 funcionarios de la Guardia Nacional que custodiaban un yacimiento ilegal de oro.
Este artículo tratará de guerras asimétricas, pero comenzaré por un hallazgo traído en la valija de viaje del presidente. Cuando todavía no había mostrado su juego de perpetuación, encontró una expresión de mucho abolengo en las revoluciones leninistas, que podría pavimentar la vía para eternizarlo en el poder y concentrar todas las funciones en su puño. Hablo de la “revolución permanente”, teoría desarrollada como arma de combate por Trotsky y Parvus. Le gustó a Chávez eso de “permanente”, se declaró trotskista y habrá escuchado decir que en lo permanente no hay reposo, la revolución o lo que quieran hacer pasar por tal, debe seguir atropelladamente adelante a riesgo de naufragar. Por supuesto, dada tan elevada encomienda, cambiar de jefe –al igual que de caballo en mitad del río- es desaconsejable
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Esa visión absolutista, esa vocación de concentrarlo todo sin permitir que le arrebaten nada, termina excretando un pernicioso “espíritu de asediado”, que le atribuía Arnold Toynbee a los autócratas totalitarios, desde Licurgo hasta la URSS, Cuba y casos similares. Por sentirse asediado, el hombre ve enemigos en todas las esquinas, conspiradores que maquinan su asesinato, traidores hasta en su entorno próximo. Confiar su tranquilidad a Fidel y rodearse de sabuesos cubanos, tiene el problema de que despierta reservas en sus más cercanos seguidores, y eso no hace sino activar el círculo vicioso de la desconfianza. Mientras más reservas, más sensación de asedio.
Quizá por consejo del caudillo cubano o tal vez por sus propias alteraciones espirituales, se apoderó del argumento de que las sedicentes revoluciones necesitan grandes enemigos externos e internos. Esos artificios sirven para mantener a todos en movimiento constante, justificar la pobreza del hacer gubernamental y la persecución de disidentes y medios independientes. Y ningún enemigo mejor, ninguno viene más al pelo, que la superpotencia gringa. Un elefante que cuando se moviliza aplasta pero paga muy altos costos, razón por la cual no es muy dado a estar invadiendo gallineros agitados.
Es lo que descubrió tiempo atrás el caudillo cubano. El desembarco de Playa Girón lejos de representar un retorno al Destino Manifiesto que se alimentaba de tierras en México, reveló exactamente lo contrario. Fue una intervención a medio gas que no llegó a completarse, signo de que EEUU ya no podía desempeñar cómodamente el papel de gendarme universal. Fidel adquirió un arma multiuso: aprovechó para declararse comunista, consolidar su mando personal y silenciar los últimos vagidos de disidencia. De aquí en más se dedicó a meterse con los gringos a sabiendas de que no sería víctima de desembarcos. Pasó por bravo ─ y claro, lo es ─ sin peligro.
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Es el origen de la “guerra asimétrica”, vocablo acuñado por un viejo general del patio interno chavista. Se trataba de aplicar las milenarias tácticas de los ejércitos de resistencia en Asia, que eludían el combate regular, frente a frente. Al invasor había que derrotarlo por desgaste. Sería rodeado por el pueblo y atacado por pequeñas unidades de combate situadas detrás de sus líneas. La guerrilla devendría móvil y finalmente de posiciones, actuando con estructura de gran ejército popular. Dejaría de ser guerrilla para reconcebirse como un ejército en toda la línea.
Para sostener la fe en el destino guerrero de Venezuela y cumplir la insigne misión de destruir el imperio más poderoso de todos los tiempos, el nuevo prócer le dio rienda suelta a su imaginación. Colombia estaba lista para invadir, lo mismo que EEUU y, en cierto momento, la pacífica Holanda de la reina Guillermina. No faltó quien avalara al presidente denunciando una fantasmal concentración de aviones de guerra en Curazao. El tiempo dictó su veredicto. La guerra se difuminó sin gloria ni recuerdo, aunque quedó a la expectativa. Se supone que los soldados de la asimétrica han recibido una minuciosa formación de combate. Entrenados como “rangers” serían nuevos Rambos al servicio del socialismo amenazado.
Hasta que estalló el caso de los indios pemones de La Paragua, mineros de varias generaciones que fueron despojados de sus yacimientos en nombre de la noble causa ambiental. Pero no bien salieron, cayeron en masa Guardias Nacionales decididos a robarles el negocio. Afortunadamente la prensa independiente nos ha permitido seguir la ruta del atraco. Los pemones, la etnia más grande de la Gran Sabana, se enojaron, enfrentaron a los militares, les quitaron sus armas y los detuvieron. La pregunta es una Catedral: ¿y esos son los soldados de la asimétrica?
Ya el imperio tomó nota: no necesitará marines. Le bastará con enviar emplumados pieles rojas a combatir a los rambos del presidente Chávez. ¡Ug!
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