Tulio Hernández. ABC DE LA SEMANA.
Lo vuelvo a recordar. En diciembre de 1998 Gabriel García Márquez publicó una premonitoria entrevista que le hizo a bordo de un avión al entonces presidente electo Hugo Chávez. Al final de la misma, el premio Nobel colombiano confiesa “estremecido” la sensación de haber viajado con dos hombres distintos.
Cito textualmente: “Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más”.
Trece años después, el dilema tiene respuesta. Y obvia.
Pero nuestro vecino costeño no la escribirá jamás. No sólo porque por razones de salud se haya alejado del oficio, sino porque García Márquez, un defensor de los derechos humanos en otros países, decidió alguna vez no cuestionar jamás el oficio de dictador bananero que con pasión casi teatral ha encarnado Fidel Castro, su amigo personal. A finales de su vida, debe haber pensado, no lo iba a contrariar.
Viene al caso la figura del déspota bananero porque a pesar de los cambios ocurridos aún sigue con vida y parece repetirse a la manera de los ciclos del eterno retorno.
Pasan los años, Estados Unidos se va retirando del Caribe y Centroamérica, América Latina se hace predominantemente democrática, el precio de las materias primas agrícolas decae, Somoza Debayle y Rafael Leonidas Trujillo fueron asesinados hace décadas, pero la figura de los gobernantes todopoderosos, extravagantes, implacables, caprichosos y de uniforme se recicla y se mantiene. Como un resistente gen. Allí están como ejemplo Daniel Ortega, Hugo Chávez y Fidel Castro.
Wikipedia, ese prodigio de las nuevas maneras de organizar el conocimiento en tiempos de las redes sociales, define de manera reveladora qué es una república bananera. Dice: “Es un término peyorativo para un país que sea considerado como políticamente inestable, empobrecido y atrasado, cuya economía depende de unos pocos productos de escaso valor agregado gobernado por un dictador o una junta militar”. Y seguidamente agrega: “Otro rasgo notable en este estereotipo es que en la `república bananera’ la corrupción es práctica corriente en cada aspecto de la vida cotidiana, siendo comúnmente desobedecidas las leyes del país”.
Si no fuera porque conocemos la metodología Wikipedia podría uno pensar que hay algo de mala fe en la definición y que fue hecha para describir la Nicaragua de Ortega, la Venezuela de Chávez y la Cuba de Fidel. Con algunas diferencias. Cuba no es inestable, tiene la solidez viscosa de una cárcel de máxima seguridad. Y, aunque ambos gobiernan sus países como si fueran una junta militar, ni Ortega ni Chávez son exactamente dictadores, son presidentes elegidos.
En cambio, no hay distinción alguna en el hecho de que todas, incluida Venezuela que ha dilapidado vergonzosamente su riqueza petrolera, son naciones pobres y atrasadas. Tampoco en la constatación de que la corrupción forma parte de la vida cotidiana.
Sólo hay que recordar el mercado negro cubano, la piñata sandinista o el régimen cambiario venezolano.
Pero donde la coincidencia es absoluta es en el hecho de que en las tres son “comúnmente desobedecidas las leyes del país”. Los venezolanos, por ejemplo, ya nos hemos acostumbrado al hecho de que ley no es otra cosa que aquello que el Jefe Único desea. “Me lo expropias”, “me lo metes preso”, “me lo invades”, son las figuras literarias más representativas de la omnipotencia del tirano.
Más o menos lo mismo que en Nicaragua, el país donde el jefe político que condujo la salida del último Somoza ha terminado repitiendo las prácticas perversas de aquellos a quienes combatió. Los más recientes gestos, el fraude electoral alertado sin ambages por los observadores internacionales y la violación de la Constitución por parte del Tribunal Supremo para permitirle otro período de gobierno al jefe del somocismo sandinista, nos recuerdan que las culturas políticas bananeras tienen muchas vidas y si no se produce una profunda transformación ética terminan siendo reeditadas incluso por aquellos que alguna vez intentaron superarlas. Otros déspotas más.
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