seudónimos tales como Tirofijo o Mono Jojoy resultan mucho más adecuados para sujetos que desarrollan ese tipo de actividades que para un dirigente público presentable
René Gómez Manzano
LA HABANA, Cuba, noviembre (www.cubanet.org) -El pasado sábado se conoció la caída del sucesor del difunto Manuel Marulanda al frente de la narcoguerrilla de las llamadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el señor Alfonso Cano, durante un fuerte enfrentamiento con un destacamento del Ejército de ese país hermano.
La prensa oficialista cubana ha mostrado gran comedimiento al referirse a ese suceso, y ha calificado al occiso como “líder político y militar”, obviando otras facetas de la actividad, tanto de ese personaje como de las FARC en su conjunto, que se han distinguido por su vinculación directa con diversos hechos delincuenciales comunes.
Es obvio que seudónimos tales como Tirofijo o Mono Jojoy resultan mucho más adecuados para sujetos que desarrollan ese tipo de actividades que para un dirigente público presentable.
Los fuertes golpes a la narcoguerrilla vienen sucediéndose desde hace algún tiempo. Pese a que en meses recientes se han puesto de moda las fuertes críticas dirigidas al anterior presidente colombiano, no puede desconocerse que Álvaro Uribe encontró las vías para ajustarle las cuentas de manera muy enérgica a la banda subversiva.
Si contrastamos la línea de acción adoptada por ese Jefe de Estado y la seguida hace años por un predecesor suyo —Misael Pastrana Borrero—, las diferencias saltan a la vista. Este último ofreció a las FARC, en San Vicente del Caguán, un santuario que constituyó un verdadero estado dentro de Colombia, el cual fue utilizado por la banda para campear a sus anchas, con nulos resultados para el proceso de paz.
Una vez que el actual presidente Juan Manuel Santos tomó posesión tras su clara victoria electoral, ha desplegado una acción diplomática de normalización de relaciones con el gobierno de Hugo Chávez y otros regímenes del llamado “socialismo del Siglo XXI”. ¿Quién hubiera esperado tal cosa del Ministro de Defensa de Uribe, acusado en su día ante los tribunales ecuatorianos por el papel primordial que desempeñó en el asalto al santuario del cual disfrutaba Raúl Reyes!
Pero en meses recientes hemos visto no sólo el establecimiento de relaciones cordiales con el varias veces reelecto Jefe de Estado venezolano, sino incluso una visita a La Habana del Vicepresidente colombiano, quien agradeció ante la prensa los aportes del gobierno cubano a la paz en su país.
¡Las cosas que hay que oír! ¡Escuchar semejante afirmación en boca de un alto funcionario de la nación que de manera más intensa ha sufrido el apoyo incondicional que durante decenios prestó el régimen de La Habana a cuanto movimiento subversivo ha surgido en América Latina!
No obstante, hay que reconocer que tal vez la política de Santos conduzca hacia la ansiada pacificación de la fraterna Colombia. El actual presidente de ese país parece empeñado en aplicar, en un contexto diferente, la consigna atribuida a Teddy Roosevelt: “Habla suave y lleva un gran garrote”.
La prensa oficialista cubana ha recogido las quejas del alcalde indígena de Cauca, que expresa sentir temor por los intensos combates que se siguen librando en su municipio, así como de la ex senadora Piedad Córdoba, quien ha declarado que “el gran perdedor”, como consecuencia de los recientes sucesos, ha sido el acuerdo humanitario para la liberación de otros secuestrados en poder de las FARC.
Y ha dicho más la conocida política izquierdista: Ha afirmado —y lo publicó el Granma— que “la muerte de Alfonso Cano es un duro golpe para la paz”; también calificó el éxito gobiernista como “una victoria pírrica militar que pone en riesgo a los colombianos”. Al oírla, cualquiera creería que la única opción válida es dejar que los subversivos campeen por sus respetos.
Pero podemos estar seguros de que, si la paz llega a imponerse en la sufrida tierra neogranadina, un papel fundamental en el logro de ese ansiado propósito corresponderá a los fuertes mazazos asestados por las fuerzas armadas de ese país a la narcoguerrilla. El idioma de los cabecillas y secuaces aniquilados es un lenguaje que esos facciosos entienden a las mil maravillas.
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