Carlos Alberto Montaner
Daniel Ortega ganó las elecciones nicaragüenses e hizo trampas. Las dos cosas.
Ganó, porque la oposición se presentó dividida y amargamente peleada. Ganó, porque ya hay una generación de jóvenes nicas a los que la guerra civil de los ochenta y los desastres provocados por los sandinistas en aquella época de crímenes y pasiones colectivistas les parecen fenómenos remotos y ajenos. Ganó, porque Ortega utilizó hábilmente los petrodólares remitidos por Chávez para reclutar clientela política.
Ganó, porque el Daniel Ortega de hoy se parece más a Anastasio Somoza que a Fidel Castro: ortodoxia en el manejo de las variables macroeconómicas –como recomienda el FMI–, espacio para que el sector privado gane dinero, especialmente si los empresarios “no se meten en política”, la bendición de parte del clero –el sorprendente cardenal Obando–, y alianza estrecha con las fuerzas armadas, al extremo de llevar esta vez como candidato a vicepresidente a un general retirado, Omar Hallesleven Acevedo, quien, hasta hace poco, dirigió al estamento militar.
Hizo trampas, porque no triunfó con el 62% de los votos, sino tal vez con un 10 a 25% menos de sufragios, a juzgar por los patrones de conducta electoral de los comicios de los últimos veinte años, fraude que han denunciado con energía Dora María Téllez, ex comandante de la revolución, y Carlos Tunnermann, ex ministro de educación del sandinismo, además del candidato derrotado Fabio Gadea (la gran víctima de la estafa) y algunos observadores imparciales como el eurodiputado socialista Luis Yáñez, el Centro Carter y la ONG Transparencia y Ética.
¿Por qué Daniel Ortega forzó la mano y estiró su victoria (si realmente ganó) despojando a sus adversarios de la cuota de poder que les correspondía de acuerdo con la voluntad popular? Bastante obvio: porque quiere toda la autoridad para perpetuar su gobierno. Ya lo hizo descaradamente en las elecciones municipales de 2008, cuando comprobó que podía robarse decenas de alcaldías, entre ellas la de Managua, sin pagar el menor costo por su felonía. Si entonces pudo salirse con la suya, ¿por qué se iba a inhibir de repetir el mismo atropello en estos comicios, que eran notoriamente más importantes? Por eso el prestigioso educador Carlos Tunnermann tituló su análisis “Crónica de un fraude anunciado”. Se veía venir.
Ortega ahora dispone, además de la presidencia, de 60 diputados –las dos terceras partes del parlamento– y tiene el control del Poder Judicial y del Poder Electoral. Tras la máscara de la democracia, podrá gobernar a su antojo y aprobar una ley que permita su reelección indefinida. También es probable que convierta los Concejos del Poder Ciudadano, hoy manejados por su propio partido político, en una institución del Estado que se sostenga con fondos públicos.
Como hicieron fascistas y nazis en el primer tercio del siglo XX, ya Ortega posee todas las riendas institucionales para crear un régimen totalitario en el que Estado, gobierno, partido y caudillo se fundan y confundan en una sola entidad. En ese punto, muy cercano, no quedarán vestigios de los ideales republicanos con que se creó Nicaragua.
¿Hay alguna prueba objetiva del fraude? A mi juicio la hay, aunque indirecta. Existe una amplia y reciente encuesta de Latinobarómetro, una notable ONG chilena, hecha en toda Hispanoamérica, que da algunos datos muy interesantes sobre 18 países, y entre ellos Nicaragua. Ésta es la nación del continente que peor valora a “los políticos” cuando se solicita que consignen al grupo “que menos cumple con la ley”. Y los nicas están en el pelotón de los que “más se oponen” a la reelección presidencial junto a México, Honduras, Guatemala y Perú (dato que explica el rechazo al continuismo de Ortega). Al mismo tiempo, Nicaragua es, con mucho, la nación de América Latina que más valora la economía de mercado como “único sistema” capaz de lograr el desarrollo. Simultáneamente, de los 18 países, en esta escala de expectativas, Nicaragua es el número 15 en creer que su Estado es capaz de solucionar los cuatro problemas cruciales de la región: “delincuencia, narcotráfico, pobreza y corrupción”. Mientras Argentina alcanza un nivel de esperanza de 75 en la capacidad del Estado para enfrentarse a estos flagelos, y mientras el promedio latinoamericano es 57, los nicas apenas llegan a 39.
Con una sociedad que tiene esas percepciones, ¿quién puede creer que Daniel Ortega obtuvo el 62% de los sufragios? Imposible.
© Firmas Press
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