Un chico a quien el poder se le subió a la cabeza y no tuvo la precaución de cambiarse el sombrero, un joven algo circunspecto con discreción de silbato, cuarentón de alma gótica que adora ponderar su modestia mientras envía personas a salas de interrogatorio.
Juan Juan Almeida. Martinoticias
Los hijitos de papá, Mariela y Alejandro Castro Espín
Demonizar o idealizar, es cometer el mismo error de perpetuar a un personaje del que luego nos avergonzamos. Este de hoy tiene características depredadoras. Un chico a quien el poder se le subió a la cabeza y no tuvo la precaución de cambiarse el sombrero, un joven algo circunspecto con discreción de silbato, cuarentón de alma gótica que adora ponderar su modestia mientras envía personas a salas de interrogatorio. Alejandro Castro Espín.
Nos conocimos hace tiempo, mucho antes de nacer. Nuestros padres fueron amigos; nuestros abuelos, enemigos. Según la psicología, un método bastante efectivo dice que ser único varón, y el menor de los hermanos, tiene muchísimo que ver con la personalidad adulta de cada individuo.
Ese es el caso de Alejandro, nació un 29 de julio de 1965. Leo, en astrología occidental; serpiente, por el horóscopo chino. Una mezcla que describe a quienes, sin importar costo alguno, intentan mantenerse un paso delante del resto. Pero, según su pataquín yoruba, la vida de este personaje no es más que el raíl de línea por donde corre su propio tren.
Sus estudios comenzaron en su barrio, Nuevo Vedado. En la escuela primaria “Gustavo y Joaquín Ferrer”, allí cursó hasta el 6to grado. Un niño alegre, de impresionante autoestima, despreocupado y nada complicado; para entonces sus padres estaban duchos en el arte de hacer hijos.
El pequeño y viril Alejandro, un niño saludable, únicamente padecía de una extraña enfermedad que con los años descubrí se llama ira. Eran muy frecuentes las perretas en mi querido amiguito; pataletas de niño malcriado, aseguraban sus doctores. Recuerdo con verdadero espanto una de ellas contra un bonito perro poodle que tenía entonces, lo agarró por el rabo y lo arremetió contra la pared, quedando del intrépido cachorro solo amasijo. Pero claro, aquello fue un simple incidente, Alejandro ama a los niños, los animales, y adora la naturaleza.
Con casi 6 pies de estatura, y capaz de rivalizar con los más apuestos galanes de televisión, su ego comienza a inflamarse cuando entró en la secundaria “Josué País”, también en el Nuevo Vedado. La constante adulación, unido al exceso de consentimientos, más el temor de sus maestros, le hicieron adoptar la condición de ciudadano modelo y fingía con absoluto dominio ser un adulto, responsable, inflexible, pragmático y poco espontáneo. Error fatal a esa edad.
Hizo el pre-universitario en el Vedado, en la escuela Antonio Guiteras, lugar donde lo recuerdan como un muchacho altanero de pocos amigos. Terminando esta enseñanza matricula en el IPSJAE (Instituto Politécnico José Antonio Echevarría), y apenas dos años después, abandona su vida de estudiante de ingeniería en refrigeración, por una menos exigente pero más prometedora carrera militar. Bastante entendible, luego de saber que un gran trauma familiar cruzó las fronteras de ser un Secreto de Estado para convertirse en chiste internacional. Entonces se radicaliza creando su propio pedazo de cielo, y escogiendo a sus seres queridos por categoría social, ideológica y racial.
Una boda elegante y discreta lo une con Marieta. El matrimonio es una institución social con disposiciones jurídicas, es la unión de personas con la intención de formar familia, de crear un vínculo conyugal con derechos, deberes, y respetar obligaciones dependiendo de la religión o la codificación legal. Es fácil de entender, difícil de practicar. No todos admiten vivir respetando esos espacios. Quizás por eso se divorciaron; pero antes, Alejandro y su joven esposa desearon tener hijos. Con el tiempo, y mucha ayuda, lo lograron. El tan deseado primer embarazo no tuvo un final feliz, la circular del cordón no lo permitió. Era una niña. Alejandro reaccionó de una manera bastante fuera de control y buscando un culpable desapareció de la vida pública por un dilatado período al ginecólogo que atendió su caso. Pasó el tiempo, la pareja sobrevivió, y la vida los premió con unos hijos hermosos. Luego, por problemas de índole delicada, terminaron en divorcio. Este señor, como castigo adicional, separó por una larga temporada a Marieta de sus hijos.
La paz es la única guerra en la que me gusta luchar; pero algunos, fieles a la imagen del héroe, y perturbados por los versos de La Ilíada, cambiaron Troya por Angola y decidieron formar parte en una invasión inexplicable. Vergonzoso episodio en la historia de mi país.
El entonces teniente Castro Espín quiso visitar la contienda y, en su primer entrenamiento, sin salir de Luanda, le explotó un RPG7 (arma de origen soviético). Así perdió la visión de un ojo. Agotado, nervioso y con ojo operado, regresó a su frenética vida con una nueva historia inventada, esta vez, adornada como mérito ensalzado, la famosa y nada despreciable “herida” en combate. La guerra para él terminó antes de comenzar.
El calor de África es horrible; y el horror de la guerra, impensable. Previo al accidente, cuentan que un día cualquiera, Alejandro llegó a una candonga angolana rodeado de un grupo de amigos; y un nativo con malas mañas, creyéndose comerciante, le vendió a quién ya se perfilaba príncipe, una caja de cervezas donde había algunas botellas rellenas con agua. Los acompañantes lo hicieron objeto de burlas, y pasó lo inconcebible, quien opta por la venganza nunca estructura igualar sino superar el agravio. Las sonrisas terminaron cuando una bala de Browning atravesó la cabeza del vendedor fraudulento.
Podría escribir horas, pero no, porque como versa el dicho, nadie mejor que un marino para saber usar su ancla. Por ahora aquí termino, asqueado, recordando a este sujeto despreciable, arrogante, mojigato, abusador, iracundo, rencoroso, acomplejado y, a falta de mejores frases, emocionalmente inaccesible y temperamentalmente inadecuado.
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