Luis Cino Alvarez
Arroyo Naranjo, La Habana (PD) En un aula de la escuela Pestalozzi, la señorita Rita me enseñaba a recortar figuras de cartulina; pero recuerdo que todo cambió en mi casa, donde todo cambiaba por aquellos días, luego de aquel discurso en que el Comandante en Jefe anunció que la próxima tarea revolucionaria era alfabetizar.
Ante la nueva misión, mi hermana dejó de recoger dinero para tanques y aviones. Antes había dejado de ir a misa y de escuchar los discos de Elvis y Paul Anka. Ya no le interesaba la natación ni suspiraba por Tony Curtis. Su novio estaba más muerto para ella que su otro gran amor: el difunto James Dean. Rolandito murió cuando dijo que se iba al Norte revuelto y brutal.
Algunas de sus amiguitas también se fueron. Hicieron bien en no despedirse. No quería saber de gusanos. No quería que la confundieran con una burguesita bitonga. Ella era revolucionaria, "palante y palante y al que no le guste que tome purgante", cantaba y se meneaba.
Mi hermano olvidó a Tarzán y Superman. Aplazó su preocupación por los dorsales y los pelitos que le brotaban en las axilas. Se cortó el tupé para lucir un porte marcial. Apagó Radio Kramer y, parado frente al espejo, en vez de remedar el meneo de Elvis, ensayó como le quedaba la boina y la camisa de miliciano del uniforme de papá.
La explosión de La Coubre ya había rajado los cristales de las ventanas de la vieja casa de mis abuelos. La familia, que hasta entonces lo había resistido absolutamente todo, también se resquebrajaba.
Una tía, que menos de dos años atrás hacía promesas a los santos para que Fidel recuperara la voz, había convencido a su marido de empezar a hacer los papeles para irse a Miami. El resto de los parientes, con mayor o menor intensidad, proclamaban su intención de morirse por lo que todos empezaban a denominar "esto".
El primer combate familiar, a propósito de los tíos que se iban, estalló un Día de las Madres. La discusión opacó la voz del Benny en el tocadiscos Philco. Fui el único de la familia que no intervino en la bronca. Debajo de la mesa, entretenido, halaba el rabo del perro.
La segunda bronca fue por lo de la alfabetización. Mi abuela, que se decía revolucionaria, no acababa de asimilar el lío del comunismo. Y menos cuando Cuba se llenó de rusos y los comunistas estuvieron metidos hasta en los problemas de su familia. Hasta su marido, mi abuelo – que no hablaba lo suficientemente bien el español como para explicar por qué no iba a la iglesia pero creía en Dios y menos aun por qué odiaba a Stalin pero le encantaba Fidel Castro –, descuidaba la cocción de los macarrones para declarar su conversión total a la fe de la hoz y el martillo.
Para mi abuela, el hecho de que sus nietos, tan flacos y pequeñitos, y que para colmo eran huérfanos, fueran a alfabetizar a las lomas, fue demasiado. Pero en vano lloró y protestó. No hubo quien convenciera a mi padre de que sus hijos no participaran en la nueva tarea de la revolución.
Uniformados de gris, con enormes mochilas verde olivo y provistos de las cartillas con el catecismo fidelista, partieron a alfabetizar a Oriente. Mi padre los despidió orgullosos. Mi abuela lloraba. Yo me sacaba los mocos y me limpiaba los dedos en la bandera.
Mi hermana tenía 16 años. Mi hermano, 14. A ella la dejaron en Manzanillo. A él lo enviaron a la Sierra Maestra. Hizo la ascensión a lomo de mulo y con diarreas.
Regresaron en tren, como héroes, una tarde fría de noviembre de 1961. Flacos y mugrientos, abrazaron a la familia con la satisfacción de haber cumplido con el Comandante en Jefe.
Mi hermana venía con el pelo quebradizo y la piel manchada por el sol. Hablaba como un carretonero y fumando como una locomotora. Dejó su virginidad en un bosque de yagrumas poblado de santanillas. La cambió por una colonia de monilias y una promesa incumplida de seguir el noviazgo en La Habana.
Mi hermano regresó más alto, más prieto y con piojos. Las picadas de pulgas y mosquitos infestadas le dejaron marcas oscuras en la piel. Contaba sus sustos de güijes y alzados. Yo me moría de envidia cuando oía de sus baños en los ríos de la Sierra. Aún guarda un collar de polimitas y una foto amarillenta en la que, con poco más de cinco pies de estatura, cara de guerrero comanche y revólver al cinto, posa junto a un bigotudo miliciano a caballo.
La familia serrana alfabetizada visitó nuestra casa una vez. Luego no volvieron a la capital. Mi familia se alegró. Eran buenas personas, pero la comida racionada ya no alcanzaba para tanta gente.
Hace algún tiempo, en otro aniversario, conté sobre esto. Ahora que se cumplen 50 años de la Campaña de Alfabetización, escribo lo poco que recuerdo. Antes que se me olvide.
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