Thomas Wenski. Arzobispo de Miami
Este mes recordamos a los caídos, a los valientes, a los inocentes y a los bravos que perdieron sus vidas durante los acontecimientos que comenzaron un fatídico martes por la mañana, hace diez años, cuando, el 11 de septiembre de 2001, a las 8:48 a.m. hora del Este, el primer avión se estrelló contra la primera de las torres del World Trade Center.
El odio cegó las conciencias de los autores de estos horribles hechos. Hechos que nadie puede excusar ni justificar. La supervivencia de la civilización exige una tolerancia cero frente a tales actos de barbarie. Y los recientes acontecimientos en Noruega y otros países nos recuerdan que el terrorismo inspirado por el odio sigue siendo un peligro claro y presente en nuestro mundo.
A pesar de que escuchamos noticias cotidianas sobre violencia y terrorismo, a pesar de que seguimos llorando a los caídos en el cumplimiento de su deber en aquel fatídico día, y a quienes han muerto como miembros de las fuerzas armadas de nuestra nación en la guerra contra el terror, no podemos permitirnos el hacer uso de la violencia y el derramamiento de sangre inocente. Tenemos que seguir resistiéndonos a la lógica de la violencia, la venganza y el odio, que nos cegaría a todos.
Monumento a las Torres Gemelas
En el primer aniversario del 11 de septiembre, los reflectores ubicados donde una vez estuvieron las Torres Gemelas, enviaron rayos de luz hacia los cielos de Nueva York. Esas luces ayudaron a disipar las tinieblas de la tristeza que todavía sentimos. Y esas luces también destacaron la firmeza y la determinación del espíritu estadounidense, el espíritu que –a pesar de todos nuestros defectos y limitaciones como pueblo y como nación– todavía evoca el optimismo, la confianza, la bondad de aquella imagen de Ronald Reagan sobre Estados Unidos “como esa ciudad luminosa sobre una colina”. El reverendo Bill Graham recordó a la nación, durante el servicio de oración realizado en la Catedral Nacional de Washington, sólo unos días después de los ataques: debemos “dejarnos llevar más por la compasión hacia los demás que por el desprecio hacia nuestros enemigos”.
El objetivo del terrorismo es quebrar nuestro espíritu, causar miedo, hacernos caer en la desesperación y la oscuridad. Por esta razón, le pedimos a Dios el don de su paz, la paz que la humanidad no es capaz de dar. Si al encarar el mal nos permitimos odiar, entonces corremos el riesgo de convertirnos en lo que más lamentamos. Nuestros corazones también pueden cegarse ante la oscuridad del odio. Hace algunos años, al recordar el aniversario de “ese terrible 11 de septiembre de 2001”, el Papa Juan Pablo II dijo que “la lucha contra los responsables de la muerte, sin duda requiere firmeza y decisión... Al mismo tiempo”, añadió, “es necesario hacer todo lo posible para erradicar la miseria, la desesperación, el vacío del corazón y todo lo que favorece esta tendencia hacia el terror... No debemos dejarnos vencer por el miedo que lleva a los hombres y las mujeres a concentrarse en sí mismos, y que fortalece el egoísmo arraigado en los corazones de individuos y grupos”.
Si hace diez años, lo peor que el hombre es capaz de hacer fue demostrado por los terroristas, lo mejor se expresó a través de los heroicos esfuerzos de bomberos, policías y personal de rescate, y de miles de voluntarios solidarios y compasivos, que dieron un paso al frente en aquellos momentos de crisis.
Al recordar el sacrificio de los cientos de servidores públicos que dieron sus vidas tratando de salvar a personas a quienes ni siquiera conocían, le pedimos al Señor que nuestra fe se renueve. Con la fe, sabemos que si el Señor nos lleva a ella, él nos llevará a través de ella. La adversidad –venga de donde venga– no tiene por qué quebrantarnos; en vez de ello, fortalecidos por la fe, la adversidad sólo nos hará esforzarnos aún más.
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