jueves, 29 de septiembre de 2011

Sobre el padre Miguel Ángel Loredo

Las raíces de Dios
Nicolás Pérez Díaz- Argüelles
Padre Miguel Angel Loredo. Foto: Rey Cabrera
De niño no podía ver a los curas ni en pintura porque ellos representaban todo lo que por entonces odiaba: estudios, autoridad y disciplina.

En los momentos más graves de la clandestinidad, guiado por Luis Fernández Rocha, alguien en mi vida muy especial, me acerqué a Dios. Comulgaba diariamente. Y confieso que fueron de los meses más felices y plenos de mi vida. Años después, durante un retiro espiritual en Isla de Pinos, la complacencia de Cesare Zaccci y Carlos Manuel de Céspedes frente a una brutal dictadura totalitaria, me convirtieron en un anticlerical incorregible.

Cuando llegó el padre Miguel Ángel Loredo a prisión y comencé a recibir noticias de su amor a Cuba y su coraje me hice una pregunta: ¿acaso no estaba siendo injusto con una iglesia que era mucho más que un nuncio y un sacerdote? Pero no coincidí con el cura hasta 1968 en Guanajay. Y desde la primera conversación hicimos una liga formidable. Hablábamos horas de filosofía, política, pintura y poesía. Pero yo recelaba pensando para mis adentros: este curita se acerca a mí para adoctrinarme. Todos los días esperaba el sermón que no acababa de llegar, hasta una tarde en que un poco aburrido le dije de mal carácter: “Cura, basta de farsa, ¿cuándo vas a comenzar a hablarme de Dios?” Miguel me miró fijamente a los ojos y en una de las pocas veces que hablamos en serio, porque siempre estábamos bromeando, me respondió: “Nicolás, desde el primer día que nos conocimos, no hemos hecho absolutamente nada más que hablar de Dios”.

En el exilio nuestra amistad se cimentó al punto de coagular en tres libros suyos, uno de testimonio y dos de poesía que lo obligué a que los publicara, pues lo dominaba su humildad franciscana.

Creo que el secreto de nuestra amistad residió en que jamás lo traté como un sacerdote sino como un amigo. Cada vez que visitaba Miami venía a mi casa y era como un niño cocinando unas sopas insípidas y horribles que él pensaba que eran obras maestras de la gastronomía. Cuando llegaba la noche, nos obligaba a que le alquiláramos en Blockbuster películas de Angelina Jolie, mujer que le fascinaba. Y todavía me río al recordar su turbación, tratando de apartar la vista del televisor, haciéndose el inocente y púdico frente a mi esposa, cuando Angelina aparecía en pantalla ligera de ropas.

No olvido sus últimas dos sonrisas plenas en el hospicio María Manor de St. Petersburg, moribundo pero lúcido. Una burlándose de su hermana Silvia cuando esta le acarició una mano y le dijo una broma de la niñez de ambos. La otra, cuando mi esposa La China, que lo quería tanto como yo, le dijo: “Cuando reencarnemos en la próxima vida, Nicolás va a ser el cura y tú vas a ser mi esposo”.

El último regalo que me hizo Miguel fue hace poco, en una misa que se le ofició en la Ermita de la Caridad. En el altar el obispo Román, a su izquierda el sacerdote franciscano Pedro García, del cual me dijo el cura una vez: “Es un hombre muy pobre”, lo que significaba en su particular lenguaje que era bueno y humilde. Y a su derecha, otro franciscano para mí totalmente desconocido que fue quien pronunció la homilía. En cuanto comenzó a hablar me electrizó. Hablaba y parecía que estaba escuchando al cura. Dijo cosas tales como “Miguel Ángel Loredo sufrió por la Iglesia y de la Iglesia, y en algún momento, ellos tendrán que reparar la injusticia que cometieron con él”, y añadió una frase que José Martí pudo haber dicho pensando en el cura: “Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay otros que llevan en sí el decoro de muchos hombres”.

Terminada la misa, los sacerdotes que la oficiaron dieron una vuelta a la iglesia y cuando cruzaron frente a mí el sacerdote desconocido que tanto me había impresionado se acercó, me dio un fuerte abrazo y dijo en voz muy baja: “Nicolás, soy Rumin”. No lo veía hacía años. Cuando el cura venía a Miami se reunían en casa él y sus alumnos del Seminario. Miguel los llamaba “mis hijos”, y siempre supe que a uno de los que sentía más cerca era a Rumin.

Muy cierto que existen las raíces de Dios. El cura se fue, pero quedan sus hijos espirituales que crecen como un grano de mostaza dentro de la Iglesia cubana, como Rumin, de rector de la Ermita de la Caridad en Miami, o Rolando Lauzurique, que conocí a través de Lucy Echeverría, párroco de la ciudad de Cárdenas, mi patria chica.

Por eso, quizás un día invite a Rumin a casa para que nos cocine una sopa incomible como las que hacía Miguel, y hablaremos de Cuba, naturalmente del cura Loredo, y a pesar del triste papel que juegan hoy ante la historia algunos miembros de la alta jerarquía católica de la isla, también de nuestra iglesia.

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1 comentario:

  1. pornoSTAR global masonil PACO1 JESUITAS el impostor usurpante ha jodido sin remedio Roma. Correr a los montes sin mirar atrás es lo que está escrito para este N.O.M. anticrístico.

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