Daniel Morcate. EL NUEVO HERALD
Pablo Milanés, probablemente con la conciencia remordida por décadas de complicidad con la tiranía de los Castro, quiere cantar en Miami, primer territorio libre de Cuba. Y así debe ser, aunque su actuación se complemente con protestas civilizadas. Milanés quiere cantarnos porque anhela que las víctimas del castrismo lo amemos como lo han amado nuestros verdugos y todos esos latinoamericanos y españoles que durante más de medio siglo han sido solidarios con nuestros verdugos. El problema estriba en que la grandeza artística, como la grandeza intelectual, sólo pueden ser objetos de amor auténtico cuando se colocan al servicio de causas justas y nobles. Podemos disfrutar y aplaudir a un artista moralmente inconsecuente o corrupto, pero no lo podemos amar. Milanés ha sido querible a medias, cuando ha denunciado en magníficas canciones injusticias que se cometieron fuera de su país, que es el mío. Pero apenas en años recientes, cuando el castrismo al que siempre cantó tenía un sinnúmero de crímenes inocultables a cuestas, Milanés ha empezado a reflejar, pálidamente, la terrible realidad de Cuba.
En una estupenda entrevista con Sarah Moreno publicada en este periódico el domingo, Milanés habló sobre la dictadura que todos padecemos –él también, aunque en menor grado, como se desprende de sus declaraciones– con una franqueza que ciertamente nunca antes había demostrado en público. Es algo digno de reconocimiento. Pero lo sería mucho más si hablara con el mismo candor cuando se presenta en otras plazas extranjeras donde no se conoce la realidad de Cuba tan bien como la conocemos en Miami. Dos latinoamericanos que han seguido su carrera, comprado sus discos y asistido a sus conciertos me dicen que habían creído que la versión de que el cantante pasó una temporada en un campo de concentración castrista era otro ejemplo de exilium tremens. Ahora, luego de su confesión, se preguntan, al igual que nos hemos preguntado siempre los cubanos demócratas, cómo una víctima puede llegar a congraciarse tanto con sus verdugos, como ha hecho Milanés.
La respuesta nos remitiría a un intrincado análisis sicológico e histórico. Milanés pertenece a esa legión de artistas y escritores que durante el siglo pasado abrazaron las espantosas tiranías fascistas, nazi y comunistas. “ Reckless minds” les llama el sociólogo norteamericano Mark Lilla. Mentes temerarias. Tal era su retorcimiento sicológico que promovían esas tiranías como verdaderos paraísos mientras pintaban a las democracias occidentales como enemigas de la libertad y del individuo. Y lo hacían a pesar de que los hechos nunca estuvieron en duda. Eran palpables para cualquiera que tuviera el más mínimo sentido de la proporción moral. Millones de crímenes después, mujeres y hombres como Milanés han experimentado diversos grados de desconcierto moral, serias dudas sobre lo que fueron y avalaron, una auténtica sacudida existencial. Su actuación en Miami debería verse como parte de un intento sutil de reconciliarse con su propia humanidad. Celebro que lo intente.
La afección moral que han padecido figuras como Milanés se llama filotiranía, algo que Chesterton denunció como el menos viril de los vicios. Lo identificó primero el viejo Platón, cuando fracasó tres veces en el empeño de convertir en hombre justo al tirano Dionisio de Siracusa. Al igual que Stalin, Hitler, Mao y Castro, Dionisio se creía un dictador sabelotodo. Platón trató de bajarlo de esa nube y revelarle la verdad, es decir, que era un patán abusador, ignorante e impresentable. Pero como no lo logró espantó la mula de Siracusa. Luego explicó que, de haberse quedado riéndole las gracias, se habría convertido en un filotirano y de haberlo combatido se habría expuesto a la muerte. Millones de cubanos han sido asesinados, encarcelados o desterrados por el castrismo sin conocer la fama y el éxito de Milanés. Pero, a diferencia de él, se han llevado o se llevarán a la tumba el honor esencial de no haber amado ni ensalzado jamás a un horrible tirano.
Las protestas ordenadas contra la presentación de Milanés en Miami pueden contribuir a elucidar el complejo fenómeno que el cantante representa. Pero si se prohibiese se atentaría contra la libertad de expresión, principio básico de nuestra democracia. Y lo que es peor, se nos privaría de una oportunidad excepcional de superar la repulsa moral que personajes como él nos inspiran para plantearnos una cuestión mucho más importante: cómo aprender de ejemplos tan patéticos como el suyo para defendernos de los tiranos que perduran, no solo en Cuba y otros países, sino también en nuestro interior. En el caso de los cubanos, como advirtiera memorablemente el escritor René Ariza en Conducta Impropia, es nada más y nada menos que el Castro que muchos todavía llevan por dentro.
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