Enrique Patterson
Escuchar un CD del músico preferido o verle en DVD, acompañado de un buen puro, un escocés o un tinto, me provocan mayor placer estético que diluirme en la impredecible emoción contagiosa de las masas.
Mi rechazo refleja un trauma devenido en prejuicio, cada día reforzado in crescendo (motines en Inglaterra, mítines de repudio en Cuba). Sabemos cuán inmorales pueden ser las masas o los grupos sociales en ciertas circunstancias. Sin embargo, el interior de un estadio no es el único sitio donde se actúa con instinto de masa.
También ocurre afuera. Por eso decido ir al concierto de Pablo Milanés el próximo 27 de agosto, y no precisamente por la indiscutible calidad artística que siempre he disfrutado sino como un acto de definición política.
Me opongo a negarles a los artistas el acceso a los espacios públicos a partir de criterios políticos. El cruce de esa línea nos ubica fuera del territorio de la libertad de expresión y sí dentro del universo totalitario. En fin, combatir dictaduras con métodos dictatoriales es darle legitimidad a sus políticas.
Pero además, la opinión que considera al señor Milanés como un vocero del régimen cubano hace abstracción de un sostenido proceso de cambio. Políticamente, Milanés no habita el espacio sumiso y acrítico de hace treinta años. El rechazo al Milanés actual es un pase de cuentas al Milanés pasado. Se basa en que, por mucho tiempo, su proyección internacional lo catapultó como un vocero del castrismo. Se veía a Cuba, al castrismo y a la cultura cubana como un bloque indistinto. Muchos artistas y ciudadanos también llegaron a creérselo. Ya no es así, ni para el mundo ni para Pablo Milanés. Acaso para los únicos que aún lo siga siendo sea para el gobierno isleño y su contraparte exiliada de bullanguería mediática, incapaz de percibir que, en este caso, dada la misma proyección internacional del artista, sus posiciones actuales ayudan al cambio.
Me pregunto: ¿cuál es la diferencia entre dicho cantaautor y otros ciudadanos y artistas de este lado que –en un tiempo acaso ya olvidado– fueron voceros, diplomáticos, militares, funcionarios, ministeriosos, periodistas, profesores y escritores castristas? Meramente geográfica. ¿Y en qué difieren los censores y fundamentalistas isleños y ese “exilio histórico” (la otra cara del castrismo) que –incapaz de derrotar al castrismo por métodos castristas– en comprensible sintonía con la llamada “dirigencia histórica de la Revolución” casi logra ¡en Norteamérica! prohibir conciertos y perseguir opiniones? No en espíritu, sólo en latitud.
En los años noventa el régimen cubano le confiscó a Milanés la fundación que llevaba su nombre y la revista Proposiciones, proyectos independientes donde el artista arriesgaba sus recursos personales, nótese, no con el objetivo legítimo del lucro, sino para promover a los creadores marginados por el sistema. Fue el inicio de un cambio de actitud. Milanés ponía sus recursos económicos en función de un ideario de autonomía ciudadana y artística, ayudando al talento marginado a no ser dependientes del estado. La protesta de Milanés fue pobre, cobarde: el conflicto era con la burocracia de un ministerio, no con la revolución.
En un artículo en mi entonces columna regular en estas páginas, expresé mi condena por la pérdida de un espacio a la vez que me desentendía –dije– del “destino personal de un corifeo”. Mucho ha cambiado desde entonces. Milanés no firmó la carta de apoyo al gobierno castrista luego de los fusilamientos de abril del 2003. Me cuentan testigos que, ante las insistentes llamadas telefónicas de Abel Prieto, el ministro de Cultura, Milanés respondió: “No firmo la carta porque no me sale de los c….”
Milanés abandonó su muelle residencia en España y regresó a La Habana para ejercer, desde allí, la autonomía ciudadana que antes había rendido. Ya no es un vocero del castrismo, sí de sus convicciones personales. Por ser la figura que es, su ejemplo es importante. Valoro más la autonomía que Milanés ejerce en Cuba que la que se ostenta desde estas orillas sin riesgos. La diferencia en esto no solo es geográfica sino ética. Además, ¿dónde radica la inteligencia política de enfilarle los cañones a quien, desde la isla, apuesta por la autonomía del ciudadano y el artista y lo demuestra rectificando, comenzando consigo mismo?
No perdamos el objeto. Más que discutir el sin sentido de si un artista de la isla se presenta aquí o no, sería pertinente analizar el status que, ante el gobierno cubano, tienen los invitadores. Silvio Rodríguez y Pablo Milanés sí, Pedro Luis Ferrer no. Y así por el estilo. Es preocupante.
Voy al concierto del ciudadano, del compatriota y del hermano Pablo Milanés. ¡Claro que disfrutaré! pero no tanto como cuando lo escucho en casa.
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