Daniel Gascón. Fuente Blog POLIS
Lo que estamos viviendo en Cataluña es
algo muy moderno: el asalto al Estado de derecho por
medio de un procedimiento que no es abiertamente violento, transmitido y
transformado en la cacofonía de las redes sociales. Se ha servido de técnicas
contemporáneas y viejos trampantojos, de una sensibilidad antiestablishment y del cambio en la economía de
la comunicación: las persecuciones a los críticos en Twitter, la sustitución de
la argumentación por el sarcasmo, la proliferación de noticias e imágenes
falsas. Entre los logros del independentismo está hacer pensar que se trataba
de adquirir un derecho – el derecho a decidir ─,
un eufemismo afortunado de la autodeterminación-, cuando en realidad se
intentaba quitar un derecho a los demás. Para lograr el objetivo de la
independencia, se pretendía sustituir la democracia liberal pluralista por una
concepción plebiscitaria que permitiría la imposición de la voluntad de una
minoría de catalanes. Una sociedad diversa se
reducía a una cuestión binaria: el deseo de un pueblo y los que querían coartar
su libertad.
Los dirigentes y los comentaristas que defendían la secesión han
mentido sobre el pasado, el presente y el futuro: en el terreno económico, por
ejemplo, se falsearon las cifras de la contribución de Cataluña al resto del
Estado, se inventaron balanzas fiscales en otros países y se dijo que la salida de Cataluña de España no tendría efectos
económicos negativos.
Hay también una especie de vaciado de las palabras. Se habla de
más democracia, pero no se sabe exactamente qué significa eso. La declaración
de independencia, que recordó aquella frase de Maimónides -"el
Mesías vendrá, pero podría retrasarse"- dejó a todos indecisos: ¿era un
ejemplo de astucia o una muestra de incompetencia? El lenguaje es incendiario o
conciliador, pero a la vez no quiere decir exactamente lo que dice. Los
conceptos se han convertido en metáforas, que pueden designar lo que a uno le
parezca mejor. El clamor de la calle es más importante que las instituciones,
la representación y la mediación. Es una estrategia de movilización populista.
Lo que estamos viendo en Cataluña es algo muy antiguo: la activación de las ideas de la
tribu y de la exclusión, la imposición de la visión del campo sobre la visión de la
ciudad, la idea de la importancia del origen por encima de la ciudadanía, la
creencia en que quienes han nacido en un lugar son mejores que los que han
nacido en otro sitio, el énfasis en un elemento distintivo -en este caso la
lengua-, un agravio histórico -una derrota honrosa a la cual siguió un periodo
oscuro de supresión de libertades: 1714, 1939, la sentencia del Estatut- que en el fondo nos ha
hecho más fuertes porque nos brinda la oportunidad de corregirlo en el futuro,
el uso de los medios de comunicación en un proyecto de construcción nacional.
Se propone crear una nueva frontera y en algunas versiones tiene tentaciones
expansionistas. Es el contenido del nacionalismo.
El populismo contemporáneo es un estilo
político, una ideología delgada que suele combinarse con otras
ideologías. José Luis Villacañas lo ha definido
como "Carl Schmitt atravesado por los estudios culturales". El
secesionismo catalán, como ha explicado Aurora Nacarino-Brabo, ha unido nacionalismo
y populismo. Esto ha permitido que el nacionalismo amplíe su base tradicional:
la ideología rural y burguesa sumaba a jóvenes urbanos, en un momento en el que
también estallaba el sistema de partidos español y en el que el proyecto estatal
parecía agotado en términos representativos y asfixiado por la crisis económica. Cada uno podía
imaginar en la independencia su utopía particular, la solución a su descontento
favorito. Es un proyecto contra las élites, pero también es un proyecto de las
élites, donde reivindicaciones tradicionales, como un acuerdo fiscal más
ventajoso, perdían protagonismo ante una idea de radicalidad democrática.
La asociación entre nacionalismo y populismo ha sido
históricamente frecuente. En El asedio a la modernidad, Juan José Sebreli señala a Rousseau y sobre todo
a Herder como inspiradores del populismo. El filósofo alemán, a quien
se atribuye el concepto del Volkgeist o espíritu del pueblo, también sería una de
las fuentes del nacionalismo. Gramsci lamentaba que, a
diferencia de lo que ocurría con el alemán y el ruso (Volk, narod), la palabra que servía
para designar al pueblo y la nación en italiano no fuera la misma, y empleaba
el sintagma "lo-nacional-y-lo-popular", aunque alertó de que "la
aproximación al pueblo significaría, por consiguiente, una continuación del
pensamiento burgués que no quiere perder su hegemonía sobre las clases
populares". Sebreli explica que los posmarxistas de la segunda mitad del siglo XX
transformaron el concepto "concreto, económico y social" de clase
marxista en el concepto "vago, metafísico de pueblo". Pero antes otra
idea del pueblo estuvo presente en algunos de los regímenes más siniestros del
siglo XX: "Puesto que el sistema totalitario se consideraba la expresión
misma del pueblo, la manifestación de su ser ontológico, todo lo opuesto, toda
crítica, no podía ser sino un error o una perversión. Así pues, el disidente
había de ser un extranjero o un miembro de una minoría étnica y constituía para
el pueblo un enemigo y un traidor". Sebreli señala una contradicción de
esta idea totalitaria de pueblo: se proclama una unidad
indisoluble y compacta del pueblo, pero solo se puede afirmar en una sociedad
totalmente dividida. Esa concepción está muy lejos de una idea democrática, que
no postula la unidad sino la pluralidad, que valora el conflicto, los distintos
intereses y el acuerdo.
El término nacional-populismo se utilizó para designar a algunas
dictaduras latinoamericanas de mediados de siglo: Gino Germani lo aplicaba al
peronismo. Más tarde lo ha usado Pierre-André Taguieff, que lo empleaba en
1984 para describir al Frente Nacional. En Le nouveau national-populisme (2012), Taguieff enumeraba algunas
características comunes a los nacional-populismos contemporáneos, entre los que
citaba a Oscar Freysinger (Suiza), la Lega
Nord (Italia), Ataka (Bulgaria), Jobbik (Hungría) o Los verdaderos finlandeses:
"1) el llamamiento perpetuo al pueblo lanzado por el líder; 2) el
llamamiento al pueblo en su conjunto contra las élites ilegítimas; 3) el
llamamiento directo al pueblo auténtico, que es sano, sencillo y él mismo; 4)
el llamamiento al cambio, que implica una ruptura con el presente (el sistema,
supuestamente corrupto), inseparable de una protesta antifiscal (en ocasiones
ligada a la exigencia de referéndums de iniciativa popular); 5) el llamamiento
a limpiar el país de elementos supuestamente inasimilables (nacionalismo excluyente,
contrario a la inmigración)".
Ha habido intentos de combinar el populismo con una idea nacional desde la
izquierda: "Si la nación es una construcción artificial, ¿por qué no
puede la izquierda construirse una a su medida?", decía Ernesto Laclau. Un ejemplo reciente es
el de Íñigo Errejón en Podemos. Su derrota dificulta saber si
las connotaciones derechistas de los símbolos nacionales debilitaban su
eficacia para movilizar al electorado de izquierda.
Conocemos algunas de las consecuencias del populismo: el desgaste de las instituciones, la polarización que convierte al adversario en enemigo, la fractura social, la perpetuación de los problemas (porque son precisamente lo que lo alimenta), la degradación de la conversación pública. También conocemos las consecuencias del nacionalismo: entre ellas está una peligrosa reacción especular. Hay muchas variedades: algunos reivindican un nacionalismo cívico, que suele ser el propio; otros defienden su eficacia como elemento de cohesión social y estímulo para la solidaridad; también se ha señalado que obedece a razones biológicas. Existen versiones domesticadas y diluidas. Pero, como hemos visto una y otra vez, es una forma de ver el mundo que fácilmente se vuelve tóxica.
Daniel Gascón es escritor y editor de Letras Libres
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