Augusto (Kiko) Villalón. Pine Island,
Florida. Cuba Archive
Esto ocurrió en una plantación de arroz, la “Arrocera El Cimarrón”, que administré en una época. Estaba al sur del pueblo de Vertientes y al oeste de la finca Altamira, en la provincia de Camagüey. “El Viejo Andrés,” que me contó esta historia, era el encargado del batey de la plantación; era como de mi familia y había sido como un abuelo para mi pequeña hija, que nació mientras vivíamos allí.
La
revolución contra el gobierno de Batista, dirigida por Fidel Castro, estaba en
pleno apogeo. Yo me había mudado con mi familia de la arrocera al central
azucarero “Lugareño”, que estaba cerca del puerto de Nuevitas, al norte de
Camagüey. Fidel Castro le había ordenado al Che Guevara que avanzara hacia el
oeste. La marcha de los rebeldes los llevó a la ciénaga de Birama por una ruta
del sur de Camagüey próxima a la costa que, por su carácter inaccesible, era
terreno seguro para las tropas rebeldes. La plantación de arroz estaba en medio
del recorrido de las fuerzas de Guevara y acamparon allí durante varios días en
septiembre de 1958. Las instalaciones de la finca albergaban a unos 150
obreros, que trabajaban en el campo y las oficinas, así como en el taller y los
silos.
Varias
semanas después del triunfo de la revolución el 1ro de enero de 1959, el viejo
Andrés se apareció en mi casa en el central azucarero. Me dijo que tenía algo
confidencial que contarme y, después del almuerzo, cuando estábamos solos, me
relató lo siguiente:
“Un día, varios rebeldes aparecieron por allí en función de exploradores y anunciaron que el Che Guevara y el resto de su tropa estaban a punto de llegar a la arrocera. Llegaron esa noche y acamparon en el batey. El Che se instaló en tu antigua casa y durmió en lo que había sido tu habitación.
De inmediato, el lugar entró en efervescencia. Como sabes, la delación era un medio fácil y rápido de granjearse la benevolencia de los rebeldes. Corrió un rumor acerca de dos hermanos que eran tractoristas y trabajaban para ti; pronto el rumor se convirtió en acusaciones de presuntos delitos y algunos de los trabajadores aceptaron declarar contra ellos. Esa noche se formó un tribunal presidido por el Che Guevara. El ‘juicio’ duró no más de media hora y al final el Che ordenó que los ataran y encerraran en una de las barracas. No se anunció la sentencia y nadie sabía qué iba a ocurrir.
En algún momento de esa misma noche, dos rebeldes llevaron a los hermanos al pequeño cayo de monte que había frente a tu antigua casa, en el potrero donde criabas vacas que luego se sacrificaban para alimentar a los obreros. Mientras cenábamos, oímos ráfagas de ametralladora, pero nadie habló del asunto. Muy temprano, a la mañana siguiente, salí a recorrer la zona de donde habían procedido los disparos y encontré los cuerpos de los hermanos. Los habían enterrado apresuradamente en una zanja muy llana y los puercos cimarrones del monte que bordeaba la finca habían venido durante la noche, excavaron la tierra y se comieron los intestinos de los cadáveres; estaban llenos de mordiscos y tenían un aspecto horrible.
Yo estaba indignado por lo que había visto y me fui directamente a tu antigua oficina, donde el Che Guevara estaba sentado ante el escritorio. Estaba tan furioso que, sin pensar en las consecuencias, increpé al argentino: ‘Escúcheme, joven, cuando usted ordene que maten a alguien, lo menos que puede hacer es enterrarlo como merece. Sus hombres se limitaron a echar un poco de tierra encima de esos muchachos y los puercos vinieron y les comieron las tripas. ¡Eso no se hace!’. Guevara estaba de buen humor, se limitó a reír y me dijo: ‘Vale, viejo, voy a seguir tu consejo’.
Salí de allí, puse los dos cadáveres en una camioneta y, junto con mi hijo Agustín, los conduje hasta un lugar que me pareció apropiado para enterrarlos. Nunca he dicho ni una palabra de esto a nadie y creo que nadie más de la arrocera conoce la historia. Los padres de esos muchachos no tienen ni idea de lo que pasó ni saben dónde están sus hijos. Los enterré bajo una caoba, cerca de la caseta de bombeo de la estación número 10. Tú debes buscar a los padres, darles la noticia y llevarlos a la tumba de sus hijos. Yo no voy a hacerlo”.
Así que fui al pueblo de Vertientes, de donde eran los dos hermanos, encontré a los padres y los llevé al lugar donde el viejo Andrés había enterrado a sus hijos. Al llegar, los abracé y me marché inmediatamente. No podía hacer nada más y ni siquiera sé cómo tuve el valor de hacer aquello.
Esto sucedió en marzo de 1959. Ni recuerdo los nombres de pila de los hermanos, pero sé quiénes eran y creo que tenían entre 26 y 30 años de edad. El mayor tenía unas marcas en el rostro que deben haber sido de acné juvenil. Me parece que las acusaciones que les formularon tenían algo que ver con rumores sobre sabotajes cometidos en la finca.
Resulta difícil comprender cómo pudo ocurrir este tipo de cosa, pero eran tiempos muy complicados. La gente que trataba de congraciarse con los revolucionarios denunciaba incluso a sus propios padres para apuntarse con los rebeldes. Para mí, fue un periodo muy difícil. Tenía sólo 28 años, con una esposa y tres niños a mi cargo, y traté de sobrevivir como pude en medio de la confusión, el miedo y la inestabilidad de la guerra seguida por la primera etapa del proceso revolucionario. Fueron tiempos de grandes trastornos y, en realidad, no había a dónde acudir para denunciar este crimen.
El lugar donde los hermanos fueron asesinados estaba dentro de los linderos de una finca que fue propiedad de la familia Ugalde. El apellido del viejo Andrés era Ugalde, la finca había sido de su hermano. Era un buen hombre, la clase de persona que no abunda hoy en día. Siempre demostró tener una honradez y un sentido del honor extraordinarios.
Creo que el apellido de los hermanos era Tapia, pero han pasado más de cincuenta años y la memoria pudiera fallar. Pero todo ocurrió tal como lo he contado.
Nota: La foto es una que tenía del mayor de los hermanos, tomada alrededor del 1958.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario