Mario
J. Viera
Panorama social, político y
económico de Cuba en 1958
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Con
el monótono esquematismo propio del marxismo estalinista, la Lic. María del
Carmen Alba Moreno[1],
clasifica los diferentes sectores del campesinado cubano de la época
republicana en tres capas: Campesinos Ricos, campesinos medios y campesinos
pobres y, junto a estas capas, la del “proletariado y el semiproletariado
agrícolas”. De acuerdo con el Censo
Agrícola Nacional de 1946, las fincas agrícolas de hasta 10 caballerías (1 cab
= 13.42 ha), representaban el 80% de todas las fincas, y ocupaban una
superficie agraria de 82 834.5 cab, es decir, e 13.8% de toda la superficie en
cultivo del país. Las fincas de 10 a 30 cab constituían el 11.5% del total de
fincas con una superficie total de 86 279.6 cab para un 14.6 del total de
tierra bajo cultivo. En cambio, las fincas de más de 30 cab, aunque constituían
el 8.5% de todas las fincas, la superficie que ocupaban era de 426 960.6 cab
para un 71.6% de toda la tierra bajo explotación. En esta última categoría caen
los latifundios cañeros y las haciendas dedicadas a la ganadería extensiva.
Estos, cuyos propietarios podría ser definidos como la clase de los “campesinos
ricos” de Carmen Alba Moreno, en gran parte se trataba de personas jurídicas
como la United Fruit Co, la Atlántica del Golfo, y la Cuban American Sugar.
Estas compañías controlaban más de 52 mil caballerías de tierras de labor.
Este
último dato se ha manoseado en exceso para intentar demostrar que el campesino
había sido despojado de la tierra y se le impedía contar con siquiera un palmo
de tierra propio; así desde el aparato burocrático del gobierno de Castro se
insiste en los datos que clasifican a los campesinos en propietarios, un total
de 56 134, y no propietarios, que ascendían a una cifra de 99 853, tal como se
expuso en el Primer Forum Nacional de la Reforma Agraria, 1959. Se trata de una
manipulación demagógica de las cifras, pues dentro de la categoría de no
propietarios están incluidos aquellos que, sin poseer título de propiedad de la
tierra, tienen posesión de la misma bajo la forma de aparcero, arrendatario o
precarista. El aparcero es aquel campesino carente de capital que se compromete
a cultivar un lote propiedad de otro campesino que le otorga los insumos
necesarios para la explotación de la tierra, a cambio de repartir el total de
la cosecha entre él y el propietario. El arrendatario es el campesino que paga
un determinado precio o canon al propietario de una finca para el uso de un
lote que este no tiene bajo explotación. El precarista, en Cuba, era el
campesino no poseedor de tierras de labranza que tiene la tenencia o ha ocupado
un lote de terreno no atendido por su propietario o formando parte de las
tierras realengas o de propiedad estatal.
Los
latifundios cañeros, principalmente. constituían verdaderos monopolios sobre el
mercado de tierras y representaban un freno para el desarrollo económico del
país, principalmente en las provincias orientales donde estos predominaban, y
serían además un obstáculo para la diversificación agraria. El latifundio había
sido declarado proscrito por la Constitución de 1940 y muchos proyectos de
leyes se habían presentado en el Congreso para cumplir con aquel mandato
constitucional; pero por diversos motivos, entre ellos la limitante del
artículo 24 de la Constitución, y por los intereses creados, estos proyectos se
posponían o nunca llegaron a ser debatidos.
La
propaganda castrista ha insistido en un tema conmovedor para cualquier
espectador y dramático para sus actores: los desalojos de campesinos. En
documentales fílmicos de cruel realismo se describen los desalojos. Humildes y
desnutridos campesinos viviendo en rústicas chozas ven, con expresión de horror
y de angustia, como fieros y robustos guardias rurales le prenden fuego a la
choza luego de haber lanzado fuera los pobres y escasos enseres de aquellos
infelices que la ambición e impiedad de un cruel terrateniente les echa a la
guardarraya. Cruel en verdad la escena que se muestra y que provoca una
reacción de indignación entre los espectadores. De lo profundo del alma nos
brota una frase de condena: “¡Ah, malditos latifundistas, que despojan a los
pobres en complicidad de las autoridades, para hacerse ellos más ricos y más
poderosos!” Y se siente odio; odio hacia
la crueldad humana, odio hacia los poderosos, odio hacia los ricos… “¡Viva la
Revolución!”
Pero…
¿eran estos desalojos reiterativos en las comunidades rurales? Sí, por
supuesto, hubo desalojos de campesinos; pero, aunque sin dejar de ser cruel, se
trataba de desahucios al vencerse los términos del contrato de aparcería
acordado entre el terrateniente y el campesino aparcero. Por lo general estos
contratos de arrendamiento o de aparcería se hacían de palabra, sin ningún
documento escrito; de este modo, algún que otro inescrupuloso arrendador
esperaba que los cultivos estuvieran próximos a ser cosechados para reclamar la
devolución del predio arrendado[2].
Para actuar, el propietario tenía que interponer un proceso de desahucio ante
tribunal competente y luego, con el fallo judicial a lugar, se procedía a
desalojar al aparcero[3].
¡Claro está! El aparcero tenía derecho a interponer demanda contradictoria a la
de desahucio; pero no siempre contaba el campesino con medios para contratar a
un abogado que le representara y, sobre todo, muchos desconocían por ignorancia
sus derechos. Las escenas de los desalojos son verdad, pero una verdad a
medias. En ocasiones las disputas se generaban a partir de interpretaciones
jurídicas sobre quien en realidad era el propietario de una tierra en disputa
como sucedió con el muy mentado Realengo 18 ubicado en el lomerío de
Guantánamo.
Cuando
se iniciara la colonización de Cuba por los españoles, los municipios y ejidos
repartían las tierras como corrales y hatos que tenían forma circular. Las
tierras circunscriptas entre los círculos se consideraban “tierras realengas”,
de propiedad de la Corona Española. Cuando se produce el Pacto del Zanjón ─
armisticio firmado entre el gobernador español y las fuerzas mambisas poniendo
fin a diez años de guerra por la independencia ─, el Capitán General, Arsenio
Martínez Campos, con el objeto de consolidar el armisticio, decidió repartir
lotes de tierra de los realengos entre los desmovilizados del Ejército Mambí,
encomendando esta labor al general del Ejército Libertador Guillermo Moncada.
El Realengo 18 sería uno de aquellos que se parcelaron y repartieron entonces.
Al reanudarse en 1895 la guerra por la independencia, varios generales mambises,
entre ellos el general Antonio Maceo, les aseguraron a los campesinos que
cultivaban tierras realengas que podían permanecer en sus lotes. Aunque sin
títulos escritos que ampararan la propiedad, los campesinos se sentían como
legítimos propietarios de las tierras que cultivaban. En 1920 el Consejo de
Veteranos de Guantánamo logró que se reconocieran los realengos como tierra
propiedad de la Nación.
Eran
los años de la expansión latifundista azucarera, cuando se produjo el gran
conflicto campesino entre el derecho de usucapión de la tierra por los
campesinos y el supuesto derecho de dominio en virtud de compra al Estado por la
Compañía Azucarera Maisí, propietaria del Central Almeida. Esta Compañía, el 3
de agosto de 1934 encargaba a un ingeniero o agrimensor de nombre Félix Barrera
para que hiciera la mensura y deslinde de unas tierras que había adquirido
algunos años antes y que abarcaba hasta las tierras del Realengo. Sin embargo, los campesinos del realengo,
organizados en la Asociación de Productores Agrícolas fundada por ellos mismos,
se opusieron al deslinde. Armados con sus machetes y hasta con escopetas, se
dice que cerca de mil hombres se opusieron a las intenciones de los propietarios
del Maisí. Aunque el presidente Carlos Mendieta Montefur, un gobernante títere
del Coronel Fulgencio Batista, se puso de parte de la Compañía, la lucha
decidida de los campesinos, logró captar aliados en todo el país, entre los que
se encontraban el Directorio Revolucionario Estudiantil y los obreros
azucareros de la zona, quienes habían declarado irse a la huelga en apoyo de
los campesinos del realengo. Ante tal situación, el Gobierno se vio obligado a
firmar, tras fuertes negociaciones con los campesinos, el Acta de la Lima por
la cual se reconocían los derechos de los campesinos a la propiedad del
Realengo 18.
La
legislación cubana no había llegado a formar un cuerpo normado de Derecho
Agrario que regulara con precisión las relaciones de propiedad fundaría, el uso
de la tierra (tratamiento del suelo y sistemas de cultivo), el empleo, una
política fiscal ajustada a las características del ambiento socio-económico del
agro y el impacto sobre la transformación del medio ambiente.
En
sentido general, el campo quedaba relegado; pésimo era el nivel de enseñanza en
las intrincadas zonas rurales y se carecía en ellas de atención médica; en el
campo no había médicos rurales y el campesino tenía que recurrir a la
asistencia de curanderos y a la medicina casera. No mentía Castro cuando
planteara el siguiente conflicto: “Un
campesino podrá preguntarse por qué antes no había maestros, por qué no había
servicio médico rural, por qué no se construía antes una ciudad escolar, por
qué no se traía a los hijos de los campesinos a estudiar”[4].
Y esto no era una verdad de opinión; era un hecho.
En
las zonas rurales había atraso y pobreza, pero sin llegar a los niveles de
degradación generalizada que se sufrían en muchos países latinoamericanos y muy
en especial en los países de las denominadas Repúblicas Bananeras. No, en el
campo cubano no tenía sentido la desgarradora letra de El Arriero de Atahualpa Yupanqui: “Las penas y las vaquitas/ se van por la misma senda/ Las penas son de
nosotros, las vaquitas son ajenas”.
*****
Cuba
estaba en camino de superar los trastornos políticos que se sucedieron tras la
revolución de 1933 ─ “la que se fue a bolina” según la definiera Raúl Roa ─, de
aquellos convulso siete años transcurridos entre la caída del gobierno de
Gerardo Machado hasta la proclamación de la Constitución de 1940, cuando se
sucedían dramáticamente los gobiernos, ocho presidentes, algunos de los cuales
ocuparon el cargo por solo algunos pocos días y uno de ellos por tan solo seis
horas, Manuel Márquez Sterling y Loret de Mola, y se pusieron en práctica dos
experimentos de gobierno tras la sublevación militar de las clases y sargentos
conducida por el sargento Fulgencio Batista y secundada por el Directorio
Revolucionario Estudiantil: la Pentarquía[5]
y el gobierno revolucionario Grau-Guiteras, el de los 100 días.
Tras
la entrada en vigor de la Constitución de 1940, comenzó un periodo de avance
democrático, económico y social, aunque signado por una alta incidencia de corrupción
administrativa en todas las esferas gubernamentales. Este periodo de praxis
democrática sería interrumpido por el golpe de Estado propinado por Fulgencio
Batista y por la respuesta insurreccional al cuartelazo del 10 de marzo de
1952. Los partidos políticos tradicionales fueron tomados por sorpresa y ante
el desconcierto, no hubo una política de alianza unitaria que diera respuesta
solidaria al atentado constitucional. Ninguno de los jefes de aquellos partidos
asumió un papel de liderazgo que primero impidiera la división dentro de su
partido y segundo lograra la unidad de todos los partidos, el PRC (A), el PPC
(O) e incluso aliándose al PSP, como aliado de conveniencia.
La
sociedad cubana en todo su conjunto, imbuida en aquel dogma de fe de tirar a
mierda la política, y del criterio generalizado que: “¡Al fin y al cabo, todos
los políticos roban!”, se cruzó de brazos y volvió la espalda a los
acontecimientos en su culto a la antipolítica, el prejuicio, “según el cual ─ como señala Julio Borges
─ tanto los políticos profesionales como
los partidos son males necesarios para las sociedades”. Defecto de
formación en la conciencia social del cubano de aquellos tiempos. Es como dice
este autor citado: “Los políticos y los
partidos de una determinada sociedad son, para bien o para mal, con sus virtudes
y defectos, el liderazgo que esa misma sociedad ha logrado engendrar. Cuando
hay políticos y partidos cuestionables es porque en la sociedad hay unas condiciones morales que, de alguna manera, los
causan”[6].
Fidel
Castro, en medio de sus despectivos ataques contra los políticos profesionales
de la República llega a esta misma conclusión. En encuentro con la Asociación
de Colonos celebrado el 4 de abril de 1959 afirmó: “la
posibilidad de progreso de un país no depende solo de las personalidades, depende en
gran parte del ambiente en que se viva y depende
en gran parte también del pueblo, y el pueblo mismo muchas veces lo echa a
perder todo, el pueblo muchas veces tiene buena parte de la culpa de las cosas
que pasan”.
Cincuenta años antes
del golpe de estado de Fulgencio Batista, Cuba había alcanzado su independencia
del coloniaje hispano. El cubano del 1902 solo había conocido un sistema de
gobierno lleno de corrupción que se sustentaba en los principios del
absolutismo de la Metrópolis. No existía la cultura de la democracia, sino la
cultura del despotismo. Dentro de aquellas condiciones políticas de colonia no
se formarían ciudadanos, la mentalidad era la del súbdito y la de un súbdito
con limitados derechos civiles con quien no se cuenta para nada. Tras muchos
años de conflictos armados en los campos y de cuatro años de gobierno militar
de los Estados Unidos, el cubano, de buenas a primeras, encontraba que la
independencia era solo a medias y que la soberanía era solo una concesión,
limitadas por el apéndice constitucional de la Enmienda Platt. En esas
condiciones, crear conciencia de ciudadano no se logra en medio siglo.
Poco a poco se forjaba
la cultura democrática, dando tropezones y avanzando a pasos, y ya en 1940, los
políticos, no el pueblo, alcanzarían un consenso para dotar al país con una de
las Constituciones políticas más avanzadas de su época. Solo tenía doce años de
existencia la Constitución cuando fue anulada por el cuartelazo del 10 de marzo.
Seis años de violencia insurreccional ahogarían para siempre a la Constitución.
La cultura de la democracia se había interrumpido en un largo y agónico
paréntesis de más de cincuenta años…
[1] Lic. María del Carmen Alba Moreno. La estructura social en el campo cubano en la década del 50 del siglo
pasado. Espacio el Latino
[2] El artículo 1577 del Código Civil vigente entonces establecía que
cuando no se establecía la duración del arrendamiento, este se entendía “hecho
por todo el tiempo necesario para la recolección de los frutos que la finca
arrendada diere en un año o pueda dar por una vez, aunque pasen dos o más años
para obtenerlos.
[3] El artículo 1569 del Código Civil vigente entonces establecía las
causas por las cuales el arrendador podía desahuciar judicialmente al
arrendatario, entre las cuales se establecían: “1. Haber expirado el término
convencional o el que se fija para la duración de los arrendamientos”, según el
artículo 1577. 2. Falta de pago en el precio convenido. 3. Infracción de
cualquiera de las condiciones estipuladas en el contrato.
[4] Fidel Castro. Discurso del 9 de agosto de 1963. Segundo Congreso
de la ANAP
[5] La Pentarquía fue un breve experimento de gobierno, formado por
un Ejecutivo colegiado integrado por el Doctor Ramón Grau San Martín, el Doctor
Guillermo Portela, el abogado Dr. José Miguel Irizarri, el periodista Sergio
Carbó, y el banquero Porfirio Franca. Este sistema o comisión colegiada de
gobierno estuvo vigente desde el 5 de septiembre hasta el diez de septiembre de
1933 cuando se disolvió para dar paso al gobierno no reconocido por Estados
Unidos de Grau-Guiteras el que, entre sus medidas declararía anulada la
Enmienda Platt.
[6] Julio Borges. Dignidad de
la Conciencia, Totalitarismo y Antipolítica