Mario J. Viera
Es interesante ver como muchas
personas se dejan atrapar por el efecto mágico que dimana de un líder, ya
carismático, ya populista o, ya, en fin, mesiánico, hasta tal punto que le convierten
en objeto de veneración más que de admiración, en la expresión un sentimiento
que va más allá de apreciar al líder como sobresaliente y extraordinario, hasta
verle como mito o ídolo. Y podemos preguntarnos, ¿dónde radica esa fuente de
atracción y control sobre las muchedumbres, que ejercen algunos caudillos
populares, que les convierten, de simples mortales, en seres mágicos, epónimos
de una era y semidioses? ¿Acaso ese delirio de las muchedumbres por un líder es
generado por la oratoria ardiente, apasionada, adornada con metáforas
brillantes y hasta con poéticos toques de ese líder? Demóstenes, aquel hábil
orador de la Grecia clásica, lo dijo: “Aquel
que tenga a la palabra como un arma será el más fuerte, solo hay que saber cómo
utilizarla”. ¿Acaso es así?
Muchos oradores han existido a lo
largo de la historia de la humanidad, con la elegancia del discurso y los mismos
atributos que antes mencioné. Quién no se conmueve al leer o escuchar los
hermosos párrafos de aquel memorable discurso de Abraham Lincoln pronunciado
ante el cementerio de Gettysburg, o se recree leyendo la apasionada retórica de
los discursos de José Martí en New York, o Tampa o Cayo Hueso, él convencía a
su auditorio. ¿No son maravillosos los discursos de Martin Luther King Jr.,
pronunciados durante su campaña por los derechos civiles? La emotividad
desprendida de su “Yo tengo un sueño” no tiene igual, conmovía y emocionaba a
la muchedumbre que le escuchaba con reverencia, y aún nos conmueve cuando lo
leemos. Ninguno de ellos llevó a arrastrar tras de sí turbas delirantes,
conmovidas, apasionadas, fervorosas y decididas a hacer cualquier cosa que les
ordenaran, aún hasta las más viles. Convencieron, pero no envilecieron.
Volvamos a la frase atribuida a Demóstenes: “Aquel que tenga a la palabra como un arma
será el más fuerte, solo hay que saber
cómo utilizarla”. No se trata solo del buen discurso que atrae y
convence, sino el cómo utilizar la palabra para ser “el más fuerte”. Esta es la
clave, lo básico para programar las mentes de las masas para que piensen solo
en sintonía con el caudillo, para renunciar a pensar con cabeza propia, para
hacer dogma indiscutible cualquier cosa que predique el caudillo. Es el arte
del convencimiento por el envilecimiento. Magistral en este sentido fue el
discurso de Marco Antonio ante el cadáver de Julio César que recrea William
Shakespeare en su tragedia “Julio César”. Aquel discurso cargado de patetismo
que torna el ánimo de la muchedumbre, que feliz por el asesinato de César le lanzaban
abucheos, en furiosos vengadores del tirano asesinado. Marco Antonio supo cómo
utilizar la palabra, No condena al tribuno Bruto, de él dice es “hombre de
honor” y hablando de César, dice: “Fue mi
amigo, fiel y justo conmigo; pero Bruto dice que era ambicioso. Bruto es un
hombre honorable”. Y clama diciendo: “Si
tuviera el propósito de excitar a vuestras mentes y vuestros corazones al motín
y a la cólera, sería injusto con Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis,
son hombres de honor”. Y era eso lo que buscaba, su propósito al honrar el
cadáver de César.
¿Qué decir de figuras que captaron el
arrobamiento de las masas para convertirles en seguidores acríticos, dispuestos
a aceptar cada palabra, cada frase, cada propuesta que formularan como verdades
indiscutibles, aún en contra de toda lógica, como Benito Mussolini, Adolfo
Hitler y Fidel Castro? Todos hábiles oradores que usaban la palabra a favor de
su poder, y que en Fidel Castro alcanza la máxima expresión. No importa si
mentían o exageraran la realidad; no importa si, en dependencia del momento, se
contradecían negando en ese momento lo que antes afirmaban. Pero, ¿se puede
decir que el fenómeno presente que es Donald Trump, tiene la misma calidad
oratoria de estos caudillos e ídolos de masas? Trump no tiene un discurso
elegante, fluido, vibrante; es en ocasiones hasta vulgar, pero convence a un
gran sector de la población, que cree en él hasta cuando miente sin ningún
escrúpulo. No, él no alcanza los mismos niveles oratorios de un Hitler o un
Castro, pero su figura se ha hecho culto. ¿Existe algo en común entre el
discurso de Trump y la oratoria de Mussolini, Hitler y Castro y aún con el
discurso póstumo de Marco Antonio?
Todos ellos tienen en común, no solo
una característica, sino dos. La primera, es el histrionismo presente en cada
uno de ellos, manifestado en expresiones físicas, ademanes, y gesticulaciones.
Hitler estudiaba frente a un espejo por horas las expresiones físicas que consideraba
serían las más efectivas, como un actor de teatro ensayando su papel. Castro,
comprendió que emplear la televisión sería un arma poderosa que podía aunar a
su oratoria y a sus expresiones físicas, y Trump, ha bebido de sus experiencias
como conductor de un conocido reality
show para alcanzar audiencia y ha sabido hacer un uso prioritario de las
redes sociales por medio del Twitter, con mensajes breves, rápidos y continuos.
La otra característica de estos agitadores
de masas, es que han sabido comprender y utilizar todos los miedos, todas las
frustraciones, todos los prejuicios existentes en la sociedad de su tiempo.
Surgen en un contexto donde la cultura política de las mayorías es deficiente;
donde hay descontento con la clase política tradicional, descontento con el establishment y hay anhelo por un
cambio, y, citando de nuevo a Demóstenes, “Estamos
dispuestos a creer aquello que anhelamos”, los líderes mesiánicos son una
esperanza del anhelo mayoritario, porque “No
hay nada más fácil que hacerse ilusiones. Ya que lo que desea cada hombre es lo
primero que cree” ─ Otra vez Demóstenes ─. Los caudillos populistas de toda
clase son verdaderos prestidigitadores de ilusiones. Mussolini prometía “asegurar la grandeza moral y material del
pueblo italiano” alcanzar la unidad nacional, priorizar los intereses de la
nación por encima de los de cualquier grupo particular y promover la estatura
internacional de Italia. Hitler prometía elevar a Alemania sobre el mundo,
Castro prometía una sociedad llena de esplendor y riquezas, donde todos serían
iguales y colocar a Cuba en un lugar prominente en el mundo, y Trump “Hacer
grande de nuevo a Estados Unidos”.
Los seguidores de Trump forman una
masa monolítica de feligreses, que le ven como el salvador único de todas las
supuestas miserias de Estados Unidos. Para ellos no hay términos medios, o con
Trump o contra Trump, y estos últimos para ellos son “comunistas”, perdedores,
personas perversas que no merecen vivir en Estados Unidos. A quienes les
contradigan les respondes con las mayores ofensas y todo tipo de
descalificativos. No admiten debates, ellos ya tienen la verdad y contra la
verdad ¿quién puede discutir? Ya lo afirmó Trump cuando dijo: “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida
y no perdería votos”. Para sus seguidores él es incólume, sin defectos y se
llenan la boca profiriendo mensajes xenófobos y racistas, rompen con amigos y
hasta con familiares solo porque estos puedan diferir con Trump o estar en
total desacuerdo con Trump. Si parece que en sus cerebros se ha insertado un
chip para pensar todos de igual manera y siempre a favor del nuevo mesías.
Trump, con este apoyo efusivo de sus partidarios podría decir como dijera
Hitler de sí mismo: "¡Es un milagro
de nuestro tiempo que me hayáis hallado (...) entre tantos millones! ¡Y que yo
os haya hallado, es la suerte de Alemania!"
Es el mismo fenómeno que se generó del
culto a la figura de Castro en los primeros años de su régimen. Él, maestro en
el manejo de la TV como arma útil de influir en las masas, fue generando eso
que mal se define diciendo fidelismo. Lo que él argumentaba, lo que él afirmaba
rotundamente, aunque fuera inexacto o falso, se convertía en verdad de dogma.
Ante su imagen, más que venerada,
adorada, se quemaban las imágenes religiosas y se quemaban en la pira del fanatismo
las viejas amistades, las antiguas relaciones, los lazos familiares, solo
porque se atrevieran a manifestar alguna, aunque solo fuera, tímida crítica al
Comandante en Jefe. Si había que morir defendiendo las ideas siempre inmaculadas
y sabias de Fidel Castro, se iba, sin un solo momento de dudas o de análisis.
No se le veía como el gobernante que debía respetar la voluntad popular, sino
como el jefe de todos, "dinos que otra cosa debemos hacer", el que
mandaba y todos obedecían.
Profeta de futuros brillantes, que
nunca se alcanzaron, heraldo que anuncia la llegada de enemigos inciertos, que
nunca llegaron y promesas, promesas llevadas hasta la cúspide del ridículo y
que nunca se cumplieron. Las mentes de casi todo un pueblo quedaron programadas
para pensar todos de igual manera, indoctrinados, desde los niños hasta los
ancianos, la gente fue perdiendo sus libertades, sin llegar a comprender que
les despojaban de sus derechos, y todo declinó con el tiempo, y se hicieron
ruina las antes ciudades progresivas.... Cuando la gente disipó de su mente los
efectos de la droga ideológica a la que por tantos años había sido expuesta, ya
era tarde, todos estaban atados de pies y manos y todos estaban amordazados. ¿Ocurrirá
lo mismo en Estados Unidos?
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