Ezequiel Adamovsky
Tomado del Blog POLIS
de Fernando Mires
En discusiones políticas y en los medios, el
concepto “populismo” suele mencionarse como una amenaza. Sin embargo. no
existen en el mundo movimientos que así se autodefinan. El historiador Ezequiel
Adamovsky hace un recorrido cronológico sobre el término, arrancando en la
Rusia de 1800, pasando por América Latina e incluyendo el sentido positivo que
le dio Ernesto Laclau. ¿Sirve una categoría que se le puede aplicar tanto a la
coalición de izquierda griega de Syriza como a sus enemigos del movimiento
neonazi?".
Por todas partes se habla del “populismo” en
los debates políticos y en los medios. No hay día en que no leamos columnas en
la prensa norteamericana, europea o de América Latina que nos adviertan sobre
alguna amenaza “populista” en algún lado, de Venezuela a Grecia, de España a
Argentina. Incluso dentro de los Estados Unidos se suele acusar a algunos
políticos de ser “populistas”. Es como si fuera una especie de plaga
desconocida: está por todas partes y nadie puede explicar del todo cómo se ha
expandido tanto. ¿Pero qué quiere decir “populismo”? ¿Existe realmente una
“amenaza populista” que esté afectando a las democracias de todo el planeta?
“Populismo” y el adjetivo
“populista” fueron términos académicos antes de transformarse en expresiones de
uso común. A su vez, como muchos otros conceptos académicos, nacieron como
parte de vocabularios políticos de algún país en concreto. “Populismo” fue
utilizado por primera vez hacia fines del siglo XIX para describir un cierto
tipo de movimientos políticos. El término apareció inicialmente en Rusia en
1878 como Narodnichestvo, luego
traducido como “populismo” a otras lenguas europeas, para nombrar una fase del
desarrollo del movimiento socialista vernáculo. Como explicó el historiador
Richard Pipes en un estudio clásico, ese término se utilizó para describir la
ola antiintelectualista de la década de 1870 y la creencia según la cual los
militantes socialistas tenían que aprender del Pueblo, antes que pretender
erigirse en sus guías. Pocos años después los marxistas rusos comenzaron a
utilizarlo con un sentido diferente y peyorativo, para referirse a aquellos
socialistas locales que pensaban que los campesinos serían los principales
sujetos de la revolución y que las comunas y tradiciones rurales podrían
utilizarse para construir a partir de ellas la sociedad socialista del futuro.
Así, en Rusia y en el movimiento socialista internacional, “populismo” se
utilizó para designar un tipo de movimiento progresivo, que podía oponerse a
las clases altas, pero – a diferencia del marxismo – se identificaba con el
campesinado y era nacionalista.
Aparentemente sin conexión con el precedente
ruso, “populismo” surgió también como término político en los Estados Unidos
luego de 1891, para referir al efímero People’s
Party (Partido del Pueblo) que surgió entonces, apoyado principalmente por
los granjeros pobres, de ideas progresistas y antielitistas. Tal como en Rusia,
el término también refirió allí a un movimiento rural y a una tendencia
antiintelectualista; utilizado por los oponentes del nuevo partido, también adquirió
de inmediato una connotación peyorativa. Como mostró Tim Houwen, “populismo”
permaneció como un vocablo poco utilizado hasta la década de 1950. Sólo
entonces fue adoptado por la academia – entre otros por el sociólogo Edward
Shils – aunque con un sentido completamente novedoso. En la formulación de
Shils, “populismo” no refería a un tipo de movimiento en particular, sino a una
ideología que podía encontrarse tanto en contextos urbanos como rurales y en
sociedades de todo tipo. “Populismo” para Shils, designaba “una ideología de
resentimiento contra un orden social impuesto por alguna clase dirigente de
antigua data, de la que supone que posee el monopolio del poder, la propiedad,
el abolengo o la cultura”. Como un fenómeno de múltiples caras, tal “populismo”
se manifestaba en una variedad de formas: el bolchevismo en Rusia, el nazismo
en Alemania, el Macartismo en Estados Unidos, etc. Movilizar los sentimientos
irracionales de las masas para ponerlas en contra de las élites: eso era el
populismo. En otras palabras, “populismo” pasó a ser el nombre para un conjunto
de fenómenos que se apartaban de la democracia liberal, cada uno a su modo.
En las décadas de 1960 y
1970 otros académicos retomaron el término, en un sentido algo diferente,
aunque conectado con el anterior. Lo utilizaron para nombrar a un conjunto de
movimientos reformistas del Tercer Mundo, particularmente los latinoamericanos
como el peronismo en Argentina, el Varguismo en Brasil y el Cardenismo en
México. A pesar de que algunos de estos académicos valoraban positivamente la
expansión de nuevos derechos para las clases bajas que había venido de la mano
de estos movimientos, su tipo de liderazgo era el rasgo distintivo: era
personal antes que institucional, emotivo antes que racional, unanimista antes
que pluralista. En este sentido, se medían con la vara implícita de las
democracias “normales” (es decir, liberales) del Primer Mundo. En eso, estos
trabajos se conectaban con los de los académicos como Shils: implícitamente
compartían una mirada normativa sobre cómo se suponía que debían ser y lucir
las verdaderas democracias.
Así, en el mundo académico
el concepto de “populismo” mutó de un uso más restringido que refería a los
movimientos de campesinos o granjeros, a un uso más amplio para designar un
fenómeno ideológico y político más o menos ubicuo. Para la década de 1970
“populismo” podía aludir a tal o cual movimiento histórico en concreto, a un
tipo de régimen político, a un estilo de liderazgo o a una “ideología de
resentimiento” que amenazaba por todas partes a la democracia. En todos los
casos, el término tenía una connotación negativa.
Para complicar incluso más
las cosas, el filósofo post-marxista Ernesto Laclau propuso un sentido más para
nuestro término, completamente diferente a todos los anteriores. La influyente
obra de Laclau planteó la necesidad de reemplazar la noción de “lucha de
clases”, entendida como una oposición binaria fundamental que se generaba por
la propia naturaleza de la opresión de clases, por la idea de que en la sociedad
existe una pluralidad de antagonismos, tanto económicos como de otros órdenes.
En tal escenario, no puede darse por sentado que todas las demandas
democráticas y populares van a confluir como una opción unificada contra la
ideología del bloque dominante. El plano político tiene un papel fundamental a
la hora de “articular” esa diversidad de antagonismos. Y los discursos aquí son
fundamentales, ya que son ellos los que “articulan” las demandas diversas,
produciendo un Pueblo en oposición a la minoría de los privilegiados. Así
entendido, el Pueblo es un efecto de la apelación discursiva que lo convoca,
antes que un sujeto político pre-existente. En esta visión política, la
articulación de un Pueblo en oposición al bloque dominante, es decir, el ordenamiento
de una variedad de demandas en una oposición binaria, es fundamental para la
“radicalización de la democracia” (una expresión que, para Laclau, tenía un
sentido positivo). En uno de sus últimos trabajos, Sobre la Razón Populista
(2005), Laclau utilizó el término “populista” para nombrar ese tipo particular
de apelaciones políticas que recortaban un Pueblo en oposición a las clases
dominantes. “El populismo comienza – escribió
– allí donde los elementos
popular-democráticos son presentados como una opción antagonista contra la
ideología del bloque dominante”. Pero en verdad esa etiqueta no era
indispensable. Laclau podría haber llamado al estilo específico de apelación
política que le interesaba de otro modo, por ejemplo, “popular-democráticas” o
alguna otra variante, en lugar de “populistas”. Pero el hecho es que decidió
llamar a eso “populismo”, con lo cual, contrariamente a los académicos del
pasado, le otorgó a ese término un sentido positivo. En su filosofía, el
“populismo” era el nombre de la necesaria y esperada “radicalización de la
democracia”. Como consecuencia de la propuesta teórica de Laclau, por primera
vez algunos referentes e intelectuales de ciertos movimientos políticos (por
caso el kirchnerismo en Argentina y Podemos en España) comenzaron a llamarse
“populistas” a sí mismos, desafiando de ese modo el sentido común según el cual
ser “populista” era algo malo. Y a su vez, eso alimentó a los liberales,
dándoles más motivos para creer que existe una “amenaza populista” acechando la
ciudadela de la democracia.
El término “populismo” tenía entonces una
dinámica expansiva ya en sus usos académicos. Pero al volverse de uso común,
especialmente en las últimas dos décadas, se descontroló completamente. Casi cualesquiera
cosas puede ser llamada “populismo” en la prensa de hoy. “Populista” se ha
vuelto una especie de acusación banal que se lanza simplemente para
desacreditar a cualquier cosa o adversario, buscando asociarlo así con algo
ilegal, corrupto, autoritario, demagógico, vulgar o peligroso. Algunos
gobiernos latinoamericanos que en los últimos tiempos no se alinearon con
Estados Unidos o con el FMI son por supuesto los blancos preferidos. Venezuela,
Nicaragua, Argentina, Bolivia, Paraguay, Ecuador y Brasil son o han sido
atacados por la amenaza “populista” que proyectan sobre las democracias de la
región. Y uno pensaría que ya entendió a qué se refiere el término, pero
entonces comprueba que también Silvio Berlusconi – que no era ningún enemigo de
los norteamericanos y mucho menos de los grandes empresarios – era un
“populista”. ¿Y por qué? Para la revista The
Economist, porque su gobierno se apoyaba en lazos de “patronazgo y
corrupción” o, como otro comentarista argumentó, porque Berlusconi hablaba “en el lenguaje del hombre común de la calle”.
Según el New York Times, en Europa es “populista” cualquiera que quiera poner
límites a la migración interna o sea euroescéptico; con esos dos rasgos ya
alcanza para ganarse el mote. El líder italiano Beppe Grillo es por supuesto un
“populista” ya que critica al establishment político italiano. No importan las
ideas que uno tenga en cualquier otro asunto: si uno habla como la gente común,
si critica a Estados Unidos, si tiene problemas con el curso que está tomando
la Unión Europea o con su establishment político local, uno es un “populista”.
Y no importa si se trata de un izquierdista radicalizado o de alguien de
extrema derecha. En Grecia, según nos informan, Syriza es por supuesto
“populista”. Pero también lo son sus enemigos del movimiento neo-Nazi Amanecer Dorado.
Las ideas de ambos grupos son totalmente opuestas en todas y cada una de las
maneras posibles, pero sin embargo ambos se las arreglan para pertenecer a la
misma familia política. Ambos son de “los populistas”.
De toda esta proliferación de significados,
uno creería al menos entender que, comoquiera que uno lo defina, el “populismo”
es un fenómeno político. Pero sin embargo las cosas no son tan sencillas.
Porque economistas como Rudiger Dornbusch y otros opinan que existe también un “populismo macroeconómico”, según el cual son
“populistas” aquellos que tienen una mirada económica que “prioriza el
crecimiento y la distribución del ingreso y no se preocupa suficientemente por
los riesgos de la inflación y del déficit en las finanzas, por las limitantes
externas y por las reacciones de los agentes económicos frente a políticas
agresivas que afectan el mercado”. Este “populismo macroeconómico” parecería
referir entonces a un tipo específico de políticas económicas. Y sin embargo,
en los debates recientes cualquier tipo de comentario o idea que no sea total y
completamente amigable hacia los empresarios recibe el mote de “populista”. La
Cámara de Comercio de los Estados Unidos declaró recientemente que son
“populistas” todos los que tratan de “eliminar el sistema de capital libre y
abierto.” A Obama se lo acusó de serlo sólo por decir que le gustaría que los
millonarios paguen un poquito más de impuestos. El Wall Street Journal llamó “populista” a Hilary Clinton porque dijo
que el Congreso debería “enfocarse en la creación de empleo y en los ingresos
de las familias de clase media”. Eso era todo lo que el diario necesitaba
escuchar. De hecho, para ese periódico, la mera preocupación por el tema de la
“desigualdad de ingresos” es síntoma de la enfermedad del “populismo” (porque
los ingresos de cada cual son un asunto privado, claro).
Bien entonces. El “populismo” es un fenómeno
político y también económico. ¿Así sería? Lamentablemente la saga continúa.
Porque a todo lo anterior hay que agregar la idea que presentó hace tiempo Jim
McGuigan, adoptada luego por muchos otros, según la cual existe también un
“populismo cultural”, que sería aquél que valoriza la cultura popular por sobre
otras formas de cultura “seria”. Está visto: el “populismo” ha penetrado todas las
áreas de la vida social.
En todos estos usos variados, “populismo”
parece poco más que un latiguillo que busca dar credibilidad conceptual a
nociones más antiguas y menos sofisticadas, como “demagogia”, “autoritarismo”,
“nacionalismo” o “vulgaridad”. Se utiliza con frecuencia simplemente para
desacreditar ciertas ideas o decisiones de política económica heterodoxas,
asociando a las personas o gobiernos que las llevan adelante a cosas
desagradables, como el nazismo o la xenofobia. Para decirlo en otras palabras,
“populismo” es un término que mete en una misma bolsa cosas que no pertenecen a
un mismo conjunto y, al mismo tiempo, crea barreras mentales que nos impiden
comparar cosas que son perfectamente comparables. ¿Por qué se agruparía bajo
una misma etiqueta a los gobiernos sudamericanos que están construyendo la
UNASUR y que en general tienen leyes benignas para la inmigración, con los
xenófobos y racistas de la derecha euroescéptica? ¿Por qué aplicar impuestos a
los ricos es “populismo” si lo hace un gobierno latinoamericano, pero sólo una
medida “socialdemócrata” si lo hace Noruega? ¿Por qué las medidas económicas de
Perón eran “populistas” pero el New Deal de Roosevelt – en el que Perón se
inspiró – era apenas “keynesiano”? ¿Así que la corrupción y el patronazgo son
rasgos populistas? ¿Entonces por qué en España lo son los muchachos de Podemos,
pero no los corruptísimos del Partido Popular? Suele asociarse a Argentina con
Venezuela como dos formas extremas de “populismo”. Pero en realidad, en términos
de estilos políticos, arreglos institucionales y políticas concretas, el
gobierno kirchnerista se parece más al del Frente Amplio uruguayo que al de
Maduro. ¿Por qué entonces rara vez se dice que Uruguay forma parte de la
“amenaza populista”? No hay motivo concreto, como no sea el hecho de que
Uruguay continúa siendo un país amigable para los norteamericanos.
“Populismo” se ha
convertido en un término de combate profundamente ideologizado. Su valor como
concepto para entender la realidad, si alguna vez lo tuvo, se ha extinguido. En
los usos actuales, puede referir a una familia de ideologías, a una variedad de
movimientos políticos, a un tipo de régimen, a un estilo de gobierno, a un
modelo económico, a una estética o a un tipo particular de apelación política.
Todo eso mezclado y sin ninguna claridad analítica. “Populismo” funciona
obviamente como término peyorativo, orientado a desacreditar a quienes se lo
aplica. Pero más importante que eso: se supone que las categorías con vocación
taxonómica deben agrupar fenómenos sociales similares para hacerlos más
comprensibles. No hay nada malo en ello – de hecho, es algo fundamental –, pero
a condición de que se agrupe a los fenómenos según los rasgos propios que
posean. Como categoría taxonómica, “populismo” hace exactamente lo contrario.
El único rasgo que comparten todos los fenómenos que son catalogados con esa
etiqueta no es algo que son, sino algo que no son. Se los agrupa no por sus
rasgos en común, sino simplemente porque ninguno de ellos (cada uno a su modo y
por motivos diferentes) se corresponde con el tipo de movimientos, estilos,
políticos o políticas que los liberales occidentales tienen a apreciar. En los
debates actuales, “populismo” significa no mucho más que ser amistoso con la
clase baja – sea en términos de políticas concretas o simplemente de manera
discursiva – o tomar medidas (o tener “estilos”) que desagradan a las élites
políticas, económicas o culturales.
Porque, supongamos por un momento que manifestar cercanía hacia la clase
baja fuera algo que se aparta de los ideales de las democracias “normales”,
esto es, las que supuestamente dejan que el “pluralismo” oriente una
negociación cordial de todos los intereses sociales, sin preferencia por
ninguno. Y supongamos que tal desviación fuera tan importante que requiriera
todo un concepto para nombrarla: no es “democracia” sino “populismo”. Aceptemos
todo eso por un momento. ¿Cómo es entonces que no hay un concepto, una
taxonomía específica, para nombrar la desviación opuesta, es decir, las ideas,
actitudes, estilos o políticas que manifiestan cercanía con las clases altas y
producen desagrado a las clases bajas? ¿Cómo es que tal apartamiento del ideal
del pluralismo es simplemente una de las variantes aceptables de la democracia
y no reclama una etiqueta especial que nos advierta sobre el peligro que
implican? En la ausencia de respuesta a esas preguntas, la pretensión normativa
del concepto de “populismo” queda perfectamente clara.
Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es
que “el populismo” no existe. No hay ninguna “amenaza populista” al acecho de
nuestras democracias. De hecho, no hay una sino varias amenazas que pesan sobre
la vida democrática. Y también existen varios modelos de democracia posibles.
“Populismo” nos hace creer que este escenario complejo de múltiples opciones y
diversos peligros en verdad es sencillo. Se trataría de un escenario dividido
en dos campos claramente distinguibles: por un lado, la democracia liberal (la
única que merece ser llamada “democracia”) y por el otro la presencia fantasmal
de todo lo que no se corresponde con ese ideal y, por ello, debe rechazarse de
plano. En otras palabras, “populismo” nos invita a cerrar filas alrededor de la
democracia liberal (es decir, una democracia de alcances limitados tal como
gusta a los liberales) para combatir a un solo monstruo compuesto por todo lo
demás, en cuyo cuerpo indiscernible conviven neonazis, keynesianos, caudillos
latinoamericanos, socialistas, charlatanes, anticapitalistas, corruptos,
nacionalistas y cualquier otra cosa sospechosa. Y el problema es que esa forma
de razonamiento nos impide ver dos hechos fundamentales. Primero, que dentro de
esa masa de elementos “populistas” hay algunos que definitivamente son una
amenaza a la democracia, pero también ideas, experimentos políticos y
organizaciones que tienen el potencial de ofrecer formas mejores y más
sustantivas de democracia para las sociedades modernas. Y segundo, que el
propio liberalismo, con sus valores individualistas, su ethos productivista y
su compromiso irrestricto con los intereses de los empresarios es, de hecho,
una de las mayores amenazas que corroen las democracias actuales.
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