Fragmento del Capítulo XV del libro no publicado Amigos,
Aliados y Enemigos: Un Análisis Crítico de la era del castrismo
Mario
J. Viera
Fue
difícil la supervivencia de los diferentes grupos de guerrilleros dentro del
Escambray; tenían que enfrentar un constante acoso del enemigo ─ se calcula que
el régimen movilizó alrededor de 70 mil efectivos para perseguir, cercar y
aniquilar a pequeñas y dispersas unidades de alzados ─, tenían que esquivar las
delaciones de los colaboradores del castrismo ─ en el Escambray siempre hubo
una importante presencia de comunistas ─, sufrir deserciones, carecer del apoyo
de la opinión pública, dormida por el opio castrista y la prensa oficialista, y
carecer de un apropiado equipamiento de armas ─ los envíos de armas que se
lanzaban desde aviones, la mayoría de las veces caía en el campo enemigo ─. El
régimen se encargó de forjar una leyenda negra de lo que llamó “bandidismo” y
de predicar que los alzados solo pretendían sobrevivir esperando una invasión
de los marines.
Así
lo aseguraría uno de los desertores de las guerrillas, Diograsio Sagarribay
Quesada[1], quien luego de ser detenido
por el G-2, colaboró con el régimen: “Estábamos
tratando de salvar la vida, estábamos conscientes de que no íbamos a hacer na’,
que no íbamos a tumbar a Fidel. Además, había que ver las relaciones entre los
jefes de las bandas, siempre había sus conspiraciones, todos querían ser jefes.
Sí se tenía la esperanza de que iban a venir de afuera, de que intervendría
Estados Unidos (…) Desde que me alcé
supe que había cometido un error grandísimo. La vida del alzado era muy mala,
lo que hacíamos era huir, estar escondidos en cualquier parte. Cuando los
pájaros judíos sonaban ya estábamos asustados”. Diograsio, reconoció que
había estado alzado entre nueve y diez meses y daba a entender que era jefe de
un grupo de guerrilleros; pero él aseguraba que no había asesinado a nadie,
mostrándose a sí mismo como si hubiera sido una excepción dentro del movimiento
guerrillero, y dice:
“Nunca, nunca la
gente mía mató a nadie. Incluso, evité que ocurriera más de una desgracia. En
una oportunidad nos dimos un cruce con Mario Bravo (yo no anduve con él); nos
cogió un peine loco y fuimos a dar huyendo a la finca El Cedro. Y cayó un
hombre preso, un revolucionario. Él lo agarró, pero yo estaba allí. Óyeme, tuve
que darle una coba grande para que lo soltara. Después que lo hizo, que el
hombre iba como de aquí a allá, lo volvió a llamar. Fui adonde estaba de nuevo
y le dije: Deja a ese hombre tranquilo, deja que se vaya. Nos van a echar un
millón de milicianos atrás. Por fin lo soltó. Ver matar a una gente, ¡qué va!,
yo no podía”.
Estas
palabras del guerrillero desertor me traen el recuerdo de una anécdota que viví
personalmente por el año de 1964. Trabajaba yo en Educación Obrera Campesina
(EOC) en el municipio de Morón y ya estaban programados los exámenes para las
aulas de aquel organismo. Dos de mis compañeros y yo nos dirigíamos a la
intrincada zona de Marroquí. Llovía a cántaros y viajábamos en un jeep
descapotado, y estábamos calados hasta los tuétanos. Aquella era zona de
operaciones de Mario Bravo; eso lo conocíamos perfectamente. Sería ya,
aproximadamente las tres de la tarde y no había cesado de llover desde la
mañana, el camino que atravesábamos era un terraplén en bastante mal estado y
para mayor fatalidad el jeep se nos atascó en un lodazal.
Cuando
nos desmontamos para intentar sacarle del atolladero, de entre la espesura
surgió una decena de hombres, quienes al vernos se detuvieron en medio del
terraplén. Nos observaron en silencio; como era habitual, nosotros vestíamos el
uniforme de milicias. Yo les observé con preocupación. Sus ropas raídas y
sucias, una barba espesa cubría sus rostros y portaban escopetas. Uno de
aquellos hombres se dirigió a nosotros y nos preguntó qué nos pasaba. Le
dijimos que éramos de Educación Obrera Campesina y que íbamos a llevar los
exámenes para las aulas rurales y no podíamos sacar el vehículo de donde se
había estancado. Creo recordar que el hombre sonrió, al menos así me pareció;
entonces se volvió hacia los que le acompañaban y dijo: “¡Vamos a darle una
ayuda a esta gente!” Y todos nos ayudaron, y empujando sacamos al jeep hacia lo
firme. Les dimos las gracias y ellos se despidieron de nosotros con un saludo.
Uno
de mis compañeros dijo: “¡Qué a tiempo llegaron estos cazadores!”
Yo
le contesté: “¿Cazadores? Na’, esos no eran cazadores… Esos eran alzados.”
Mis
amigos se burlaban de mí diciéndome que el miedo me hacía ver visiones; pero
así llegamos a una tienda mixta en un lugar conocido como Biajaca Gorda que
estaba a poca distancia. Allí hicimos alto para tomarnos un trago de ron y
evitar un resfriado. “Oye, nos dijo el tendero, hace un ratico pasaron por aquí
la gente de Mario Bravo”. Aquellos supuestos cazadores eran, efectivamente, los
alzados y… no nos mataron, ¡nos ayudaron! Mucho tiempo después supe que aquel
que ordenó que nos dieran el “empujón” era nada más y nada menos que el
mismísimo Mario Bravo, el barbero de Florencia. Mario Bravo no era un asesino
como ha querido presentarlo el desertor y colaborador de la Seguridad del
Estado, Diograsio Sagarribay Quesada.
Algo
más, y esto fue la experiencia de una maestra aficionada de EOC que tenía un
aula en lo más rural de Marroquí. Más o menos esto fue lo que me dijo: Una
noche ella estaba dando clase a unos 12 campesinos; alrededor todo era oscuro,
Cuando ya estaba a mitad de la clase, unos hombres penetraron en el bohío. Ella
se asustó mucho; me contó que se quedó sin voz. Sus alumnos se sintieron
atemorizados ante la presencia de aquellos hombres armados y con todo el
aspecto de ser alzados. Era Mario Bravo, un hombre en sus 25 años de edad, con
su partida. Saludó tranquilamente; tomó asiento en un banco y dijo: “Vamos
maestra, continúe con la clase”. Ella no sabía qué hacer.
Me
contó que Mario Bravo le sonrió y dijo: “Maestra, voy a decirle unas palabras a
sus alumnos”. Entonces poniéndose de frente a la clase dijo: “Esto es bueno,
que estudien… No se arrepientan, lo único bueno que hacen estos comunistas es
esto; este asunto de las clases”. Luego volviéndose para uno de los alumnos a
quien, claramente se veía que le conocía, un sargento del ejército que con su
uniforme puesto asistía a las clases, le dijo: “Vaya, sargento tienes buenas
botas rusas puestas y… mira aquí uno de mis hombres está descalzo y por lo que
se ve calza el mismo pie que tú, así es que, quítate tus botas y hazle un bien
a este hombre”.
Por
supuesto el sargento se descalzó y le alargó las botas al jefe guerrillero.
Hecho esto, Mario Bravo se volvió hacia la maestra y le preguntó: “¿Tiene usted
algún libro donde firmen los visitantes?” Nerviosa, la maestra le alargó el
registro de asistencia y le dijo que lo podía firmar. Pidió una pluma Bravo y
estampó su firma: “Comandante Mario Bravo”. Luego, como llegaron se marcharon.
Ningún daño le hicieron al sargento, solo lo dejaron descalzo. La maestra me
mostró el pliego de asistencia, y yo vi la firma. Quise quedarme con aquel
documento, pero ella deseó conservarlo como recuerdo de aquella noche que fuera
de espanto para ella. No puedo saber si todavía ella conserva aquel
recuerdo…han pasado ¡tantos años!
Enrique
Encinosa en su libro Héroes del Escambray, recoge el testimonio de Rubén
Arteaga, oficial de la línea de suministros de los alzados del Frente Norte de
Camagüey, quien describió a Mario Bravo, con el que hizo contacto en 1964,
diciendo de él: “Mario Bravo era una
buena persona, pero estaba siempre alerta. Me hablaba, pero sus ojos se movían
mirando hacia todos lados... Estaba sucio, peludo y las botas que tenía se le
estaban rajando. Estaba vestido de verde olivo y del cinto le colgaba un
machete y una pistola 45. Tenía un fusil checo de esos que tenían la bayoneta
calada y tenía una mochila en la espalda que estaba bastante maltrecha... Sus
hombres estaban por el estilo. Unos tenían cascos, otras boinas, todos tenían
las botas rejadas y todos estaban armados (...) Mario era el guerrillero más mentado en esa zona y bastante dolor de
cabeza le dio a los comunistas”.
En
junio de 1964, el comandante Lizardo Proenza de LCB captura a uno de los
guerrilleros que conocía la posición de la guerrilla de Mario Bravo,
posiblemente haya sido el desertor de las guerrillas ya citado, Diograsio
Sagarribay Quesada; y anota Encinosa: “Rápidamente
LCB cerró el cerco. En la acción murió un soldado castrista y otro resultó
herido, Un guerrillero murió en el combate y tres fueron capturados heridos. A
pesar del cerco de cuatro mil hombres, tres alzados lograron escapar el anillo
de muerte”. Uno de los guerrilleros capturados heridos era Mario Bravo, con
su “mandíbula destrozada por una bala de
ametralladora VZ, y su pecho y cuello llenos de fragmentos de granada,
falleciendo poco después de ser derribado”.
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