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domingo, 24 de febrero de 2019

Mario Bravo un jefe de alzados


Fragmento del Capítulo XV del libro no publicado Amigos, Aliados y Enemigos: Un Análisis Crítico de la era del castrismo

Mario J. Viera




Fue difícil la supervivencia de los diferentes grupos de guerrilleros dentro del Escambray; tenían que enfrentar un constante acoso del enemigo ─ se calcula que el régimen movilizó alrededor de 70 mil efectivos para perseguir, cercar y aniquilar a pequeñas y dispersas unidades de alzados ─, tenían que esquivar las delaciones de los colaboradores del castrismo ─ en el Escambray siempre hubo una importante presencia de comunistas ─, sufrir deserciones, carecer del apoyo de la opinión pública, dormida por el opio castrista y la prensa oficialista, y carecer de un apropiado equipamiento de armas ─ los envíos de armas que se lanzaban desde aviones, la mayoría de las veces caía en el campo enemigo ─. El régimen se encargó de forjar una leyenda negra de lo que llamó “bandidismo” y de predicar que los alzados solo pretendían sobrevivir esperando una invasión de los marines.

Así lo aseguraría uno de los desertores de las guerrillas, Diograsio Sagarribay Quesada[1], quien luego de ser detenido por el G-2, colaboró con el régimen: “Estábamos tratando de salvar la vida, estábamos conscientes de que no íbamos a hacer na’, que no íbamos a tumbar a Fidel. Además, había que ver las relaciones entre los jefes de las bandas, siempre había sus conspiraciones, todos querían ser jefes. Sí se tenía la esperanza de que iban a venir de afuera, de que intervendría Estados Unidos (…) Desde que me alcé supe que había cometido un error grandísimo. La vida del alzado era muy mala, lo que hacíamos era huir, estar escondidos en cualquier parte. Cuando los pájaros judíos sonaban ya estábamos asustados”. Diograsio, reconoció que había estado alzado entre nueve y diez meses y daba a entender que era jefe de un grupo de guerrilleros; pero él aseguraba que no había asesinado a nadie, mostrándose a sí mismo como si hubiera sido una excepción dentro del movimiento guerrillero, y dice:

Nunca, nunca la gente mía mató a nadie. Incluso, evité que ocurriera más de una desgracia. En una oportunidad nos dimos un cruce con Mario Bravo (yo no anduve con él); nos cogió un peine loco y fuimos a dar huyendo a la finca El Cedro. Y cayó un hombre preso, un revolucionario. Él lo agarró, pero yo estaba allí. Óyeme, tuve que darle una coba grande para que lo soltara. Después que lo hizo, que el hombre iba como de aquí a allá, lo volvió a llamar. Fui adonde estaba de nuevo y le dije: Deja a ese hombre tranquilo, deja que se vaya. Nos van a echar un millón de milicianos atrás. Por fin lo soltó. Ver matar a una gente, ¡qué va!, yo no podía”.

Estas palabras del guerrillero desertor me traen el recuerdo de una anécdota que viví personalmente por el año de 1964. Trabajaba yo en Educación Obrera Campesina (EOC) en el municipio de Morón y ya estaban programados los exámenes para las aulas de aquel organismo. Dos de mis compañeros y yo nos dirigíamos a la intrincada zona de Marroquí. Llovía a cántaros y viajábamos en un jeep descapotado, y estábamos calados hasta los tuétanos. Aquella era zona de operaciones de Mario Bravo; eso lo conocíamos perfectamente. Sería ya, aproximadamente las tres de la tarde y no había cesado de llover desde la mañana, el camino que atravesábamos era un terraplén en bastante mal estado y para mayor fatalidad el jeep se nos atascó en un lodazal.

Cuando nos desmontamos para intentar sacarle del atolladero, de entre la espesura surgió una decena de hombres, quienes al vernos se detuvieron en medio del terraplén. Nos observaron en silencio; como era habitual, nosotros vestíamos el uniforme de milicias. Yo les observé con preocupación. Sus ropas raídas y sucias, una barba espesa cubría sus rostros y portaban escopetas. Uno de aquellos hombres se dirigió a nosotros y nos preguntó qué nos pasaba. Le dijimos que éramos de Educación Obrera Campesina y que íbamos a llevar los exámenes para las aulas rurales y no podíamos sacar el vehículo de donde se había estancado. Creo recordar que el hombre sonrió, al menos así me pareció; entonces se volvió hacia los que le acompañaban y dijo: “¡Vamos a darle una ayuda a esta gente!” Y todos nos ayudaron, y empujando sacamos al jeep hacia lo firme. Les dimos las gracias y ellos se despidieron de nosotros con un saludo.

Uno de mis compañeros dijo: “¡Qué a tiempo llegaron estos cazadores!”

Yo le contesté: “¿Cazadores? Na’, esos no eran cazadores… Esos eran alzados.”

Mis amigos se burlaban de mí diciéndome que el miedo me hacía ver visiones; pero así llegamos a una tienda mixta en un lugar conocido como Biajaca Gorda que estaba a poca distancia. Allí hicimos alto para tomarnos un trago de ron y evitar un resfriado. “Oye, nos dijo el tendero, hace un ratico pasaron por aquí la gente de Mario Bravo”. Aquellos supuestos cazadores eran, efectivamente, los alzados y… no nos mataron, ¡nos ayudaron! Mucho tiempo después supe que aquel que ordenó que nos dieran el “empujón” era nada más y nada menos que el mismísimo Mario Bravo, el barbero de Florencia. Mario Bravo no era un asesino como ha querido presentarlo el desertor y colaborador de la Seguridad del Estado, Diograsio Sagarribay Quesada.

Algo más, y esto fue la experiencia de una maestra aficionada de EOC que tenía un aula en lo más rural de Marroquí. Más o menos esto fue lo que me dijo: Una noche ella estaba dando clase a unos 12 campesinos; alrededor todo era oscuro, Cuando ya estaba a mitad de la clase, unos hombres penetraron en el bohío. Ella se asustó mucho; me contó que se quedó sin voz. Sus alumnos se sintieron atemorizados ante la presencia de aquellos hombres armados y con todo el aspecto de ser alzados. Era Mario Bravo, un hombre en sus 25 años de edad, con su partida. Saludó tranquilamente; tomó asiento en un banco y dijo: “Vamos maestra, continúe con la clase”. Ella no sabía qué hacer.

Me contó que Mario Bravo le sonrió y dijo: “Maestra, voy a decirle unas palabras a sus alumnos”. Entonces poniéndose de frente a la clase dijo: “Esto es bueno, que estudien… No se arrepientan, lo único bueno que hacen estos comunistas es esto; este asunto de las clases”. Luego volviéndose para uno de los alumnos a quien, claramente se veía que le conocía, un sargento del ejército que con su uniforme puesto asistía a las clases, le dijo: “Vaya, sargento tienes buenas botas rusas puestas y… mira aquí uno de mis hombres está descalzo y por lo que se ve calza el mismo pie que tú, así es que, quítate tus botas y hazle un bien a este hombre”.

Por supuesto el sargento se descalzó y le alargó las botas al jefe guerrillero. Hecho esto, Mario Bravo se volvió hacia la maestra y le preguntó: “¿Tiene usted algún libro donde firmen los visitantes?” Nerviosa, la maestra le alargó el registro de asistencia y le dijo que lo podía firmar. Pidió una pluma Bravo y estampó su firma: “Comandante Mario Bravo”. Luego, como llegaron se marcharon. Ningún daño le hicieron al sargento, solo lo dejaron descalzo. La maestra me mostró el pliego de asistencia, y yo vi la firma. Quise quedarme con aquel documento, pero ella deseó conservarlo como recuerdo de aquella noche que fuera de espanto para ella. No puedo saber si todavía ella conserva aquel recuerdo…han pasado ¡tantos años!

Enrique Encinosa en su libro Héroes del Escambray, recoge el testimonio de Rubén Arteaga, oficial de la línea de suministros de los alzados del Frente Norte de Camagüey, quien describió a Mario Bravo, con el que hizo contacto en 1964, diciendo de él: “Mario Bravo era una buena persona, pero estaba siempre alerta. Me hablaba, pero sus ojos se movían mirando hacia todos lados... Estaba sucio, peludo y las botas que tenía se le estaban rajando. Estaba vestido de verde olivo y del cinto le colgaba un machete y una pistola 45. Tenía un fusil checo de esos que tenían la bayoneta calada y tenía una mochila en la espalda que estaba bastante maltrecha... Sus hombres estaban por el estilo. Unos tenían cascos, otras boinas, todos tenían las botas rejadas y todos estaban armados (...) Mario era el guerrillero más mentado en esa zona y bastante dolor de cabeza le dio a los comunistas”.

En junio de 1964, el comandante Lizardo Proenza de LCB captura a uno de los guerrilleros que conocía la posición de la guerrilla de Mario Bravo, posiblemente haya sido el desertor de las guerrillas ya citado, Diograsio Sagarribay Quesada; y anota Encinosa: “Rápidamente LCB cerró el cerco. En la acción murió un soldado castrista y otro resultó herido, Un guerrillero murió en el combate y tres fueron capturados heridos. A pesar del cerco de cuatro mil hombres, tres alzados lograron escapar el anillo de muerte”. Uno de los guerrilleros capturados heridos era Mario Bravo, con su “mandíbula destrozada por una bala de ametralladora VZ, y su pecho y cuello llenos de fragmentos de granada, falleciendo poco después de ser derribado”.


[1] Enrique Ojito. Estábamos conscientes de que no íbamos a tumbar a Fidel. Escambray, mayo de 2015

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