Fernando Mires. Blog POLIS
Quienes esperaban que de las
revoluciones árabes de 2011 surgirían como por encanto democracias laicas, se
sienten naturalmente desilusionados. La desilusión estaba por cierto
programada.
Periodistas compulsionados por vender noticias
con titulares rimbombantes inventaron en los inicios de las revueltas la
leyenda de la “primavera árabe” según la cual el Oriente Medio se convertiría
en un “Medio Occidente”. Son los mismos que ahora inventan la leyenda de
gobiernos “islamistas”, fanáticos dominados por la “dictadura implacable de la
Sharia”. Afortunadamente las dos leyendas no son más que eso: leyendas.
Afortunadamente también, la historia
no la hacen los periódicos aunque ─ y ahí reside el problema ─ con la
imposición de sus significantes falsos distorsionan la realidad. Por ejemplo,
va a ser difícil, pese a su radical inexactitud, sacarse de encima el término
“primavera árabe”. Más difícil todavía será eliminar el oprobioso término
“islamista”.
El termino “islamista” ─ no está de
más recordar ─ fue acuñado después del 11.09.2002. Su objetivo era designar a
las fracciones pro-terroristas del Islam, a saber, a las más antioccidentales,
a las que no reconocían la vigencia de los estados nacionales, a las que
intentaban restaurar el califato como forma “natural” de gobierno, en fin, a
las que aplaudían a Bin Laden y a los suyos.
Islamismo era un significante que
designaba a una suerte de “fascismo islámico”, minoritario en la región. Sin
embargo, hoy, para la gran mayoría de los publicistas occidentales, todos los
musulmanes son “islamistas”. El
significante es por lo demás muy vejatorio. Para que se entienda mejor, imagine
un cristiano que de ahora en adelante será “cristianista”. Imagine un judío que
de ahora en adelante será “judaísta”. Duele ¿no?
El problema no sólo es semántico. Es
muy político; y lo es porque entre otras cosas la extensión del significante
“islamismo” oculta el principal legado de las revoluciones árabes. Este no es
otro que el de las divisiones políticas que hoy cruzan a la región. En efecto,
en todos aquellos países en donde han vencido movimientos antidictatoriales, ha habido elecciones
libres entre partidos, algunos formados durante las mismas rebeliones. Esto
significa, en pocas palabras, que el mundo árabe ya está políticamente
“partido”. Más importante todavía es señalar que en ninguna elección han
triunfado los partidos radicales, es decir, los auténticos “islamistas”.
Sin embargo, para no pocos
comentaristas, todos los políticos que profesen la religión islámica son
“islamistas”. No importa que el Ennadah de Tunesia sea un partido islámico
moderno, con netos perfiles occidentales. Ni que en Libia haya triunfado una
coalición democrática con predominios laicos. Ni que la fracción política
islámica que comanda Mohamed Morsi esté librando una batalla doble en contra de
los sectores religiosos fundamentalistas y en contra del “partido militar”
post-Mubarak.
Tampoco importa que el término
“islamismo” dificulte entender la formación del eje Egipto–Turquía, al cual se
agregará más temprano que tarde Siria, para dar conducción a un espacio
islámico moderno que terminará por aislar a la teocracia persa, por una parte,
y a las tiranías pseudo-religiosas que imperan en Arabia Saudita y en los
emiratos, por otra.
El mundo islámico, no sólo en la
región árabe, se esta convirtiendo lentamente en un mundo político. Que ello es
así, lo demostró la porfiada realidad durante el encuentro de los “países no
alineados” (29-31 de Agosto del 2012)
Los “no alineados” son, como es
sabido, una de esas inservibles antiguallas legadas por la Guerra Fría.
Los “no alineados” estuvieron durante
la Guerra Fría alineados en torno del imperio soviético. Cuando el yugoeslavo
Tito intentó transformar la organización en una entidad independiente le cayó
encima todo el peso del stalinismo. También Fidel Castro, durante su periodo
antisoviético, buscó convertir a los “no alineados” en una plataforma al
servicio de su homicida proyecto destinado a incendiar al mundo. Pero en
términos generales los “no alineados” siguieron siendo un foro de los peones
post-coloniales de la Nomenklatura. Ahí, entre otras, tuvieron activa
participación las dictaduras militares árabes derribadas por las rebeliones de
2011. Hoy dicha organización no tiene la menor importancia política.
Los “no alineados” son sólo un
fantasma del viejo pasado. Aunque hay quienes intentan resucitarlo, entre otros
la dictadura persa. En ese sentido la reunión de Teherán estaba planificada
para que como siempre fuese clausurada con una declaración conjunta en contra
“del sionismo y del imperialismo”. Detrás de Ahmadineyah se encuentra, por
supuesto, la mano siniestra de Putin.
Ante la felicidad de los ayatolás, el
presidente egipcio Mohamed Morsi también concurrió a la cita de Agosto. Como
invitado de honor le fue reservado un asiento al lado de Ahmadineyah. De ahí
que la sorpresa de Ahmadineyah debe haber sido muy grande cuando Morsi hizo uso
de su palabra, denunciando en primer lugar las masacres cometidas en Siria,
llamando a aislar a la dictadura de ese país, el aliado más estrecho de la
dictadura persa. Los delegados sirios, en protesta, abandonaron el recinto.
Ahmadineyah no sabía donde meterse.
Así, con un solo discurso, Morsi demostró
al mundo que de ahora en adelante las reglas del juego han cambiado, y no sólo
en Egipto.
Mohamed Morsi sabe, además, que no
está solo. Lo apoya la mayoría de la ciudadanía egipcia, los gobiernos
post-dictatoriales de la región, los rebeldes armados de Siria, diversos
gobiernos europeos y, no por último, la política internacional de Barack Obama.
La democracia, con sus formas siempre
imperfectas, con su andar de tortuga vieja, difusa y contradictoria como debe
ser, llegará también al mundo islámico. Ya está llegando. Y, ante el estupor de
los expertos, está llegando en nombre de Allah. Hegel habría dicho entonces que
estamos frente a otra “astucia de la historia”.
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