Carlos Alberto Montaner
Paul Ryan ha sido la fulgurante
estrella republicana en la convención que acaba de terminar. Lo llaman el nuevo
Reagan. Su mentor fue el ya desaparecido Jack Kemp, un ex futbolista que se
convirtió en una de las cabezas económicas del Partido Republicano y alguna vez
acarició la idea de ser presidente. Ryan juega con la idea de cumplir ese
destino, primero como vicepresidente de Romney y luego por su propia cuenta.
De Kemp, de Reagan, y de una vieja
tradición política nacional, Ryan sostiene la idea del “excepcionalismo”
norteamericano. No quiere que Estados Unidos se parezca a Europa. El
planteamiento básico es que el país no debe convertirse en un Estado Benefactor
aumentando el gasto público y los impuestos, como supuestamente hacen los
europeos, pero tal vez es demasiado tarde.
El gobierno norteamericano consume el
40% del PIB, mientras los países más prósperos de Europa aproximadamente gastan
el 50%. (Menos Suiza, uno de los más exitosos, que apenas invierte el 33). Es
verdad que los norteamericanos pagan menos impuestos, pero también reciben
menos servicios.
La idea de la decadente Europa se
trata de un monumental error de percepción. Hay aspectos de la vida europea que
superan notablemente a Estados Unidos. La nación, sin duda, tiene el primer
ejército del mundo, sus mejores universidades están a la cabeza del planeta,
los científicos y técnicos son casi insuperables, y el aparato productivo de la
nación es el más denso y sofisticado de cuantos han existido en la historia.
Cuando la empresa norteamericana CNBC
le encargó a unos expertos la objetiva clasificación de las 30 ciudades más
habitables del mundo, éstos se guiaron por nueve categorías relevantes ─ salud,
ingresos, clima, seguridad, etc. ─ y encontraron que casi todas eran europeas,
canadienses, australianas y neozelandesas. Sólo dos ciudades norteamericanas
podían competir y comparecían al final de la lista: Honolulu era la número 29 y
San Francisco la 30. Las cinco mejores eran Viena, Zurich, Auckland, Munich y
Dusseldorf.
The Economist,
la gran revista, hizo lo mismo con los países y su pesquisa la llevó a colocar
a Estados Unidos en el puesto número 13. Había mejor calidad de vida (por
orden) en Irlanda, Suiza, Noruega, Luxemburgo, Suecia, Australia, Islandia,
Italia, Dinamarca, España, Singapur, Finlandia y, por fin, Estados Unidos. (En
el Índice de Desarrollo Humano que publica la ONU, en cambio, sólo tres países
anteceden a Estados Unidos: Noruega, Australia y Holanda).
Si lo que se mide es la honradez de su
sector público, sucede algo parecido. Transparency
International, en una escala en la que 10 sería la mejor puntuación posible
y 1 la peor, le asigna más de nueve a los cuatro países escandinavos, y más de
8 a Alemania y a Canadá. Estados Unidos, con 7.1 no está nada mal, pero no
forma parte del pelotón de las naciones más escrupulosas con el dinero que les
entregan los ciudadanos.
En el tema educativo los resultados
son mixtos. En general, Estados Unidos tiene las mejores universidades al nivel
de estudios posgraduados, pero la enseñanza media es mediocre. Cuando la OCDE ─
la organización de las naciones más desarrolladas del mundo ─ mide los
conocimientos de los jóvenes en matemáticas, lectura y ciencias, encuentra una
docena de países que obtienen mejores resultados que Estados Unidos. Corea del
Sur y Finlandia son los dos mejores.
Lo que quiero decir es que Estados
Unidos tiene mucho que aprender de algunos países europeos y asiáticos, de la
misma manera que el resto del mundo tiene bastante que aprender del modo
norteamericano de investigar, trabajar y vivir.
¿Hay algún aspecto de la convivencia
en el que Estados Unidos supere claramente al resto del mundo? A mi juicio, en
las oportunidades que tienen los más pobres de prosperar. En el país sigue
vigente el llamado “sueño americano”, pacto tácito, hasta ahora cumplido, consistente
en que si uno trabaja intensamente y cumple con la ley, puede llegar hasta
donde su talento y suerte le permitan, e integrarse, al menos, en los vastos
sectores de los niveles sociales medios donde acampa el 85 por ciento de los
habitantes de la nación. Esa es la verdadera diferencia. Y ya es bastante.
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