Vicente Echerri. EL NUEVO HERALD
El asalto a la embajada de Estados Unidos
en El Cairo y al consulado estadounidense en Bengasi, Libia, en el onceno
aniversario de los ataques terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono,
viene a reafirmar la presunta causa de esos actos de violencia: el islam como
una religión intolerante y bárbara según el tráiler de una película que
circulara recientemente en la Internet.
La intolerancia religiosa es antigua y
universal, derivada de la absurda creencia de que la codificación de una fe es
una “revelación” divina y, en consecuencia, sacrosanta e inobjetable. Esta
intolerancia se agudiza en los tres grandes monoteísmos que, en definitiva, no
son más que réplicas de un mismo fenómeno: versiones más o menos alteradas de
una cosmovisión semita que descubrió o inventó a un Dios implacable en las
arideces de un desierto.
El judaísmo, gracias a un exilio
bimilenario, sobre todo en Europa, se fue contaminando de presupuestos
racionales; el cristianismo, su criatura más exitosa, terminó paganizándose en
su larga asociación con los valores grecorromanos. De suerte que, a pesar de la
intransigencia que aún pervive en sus Escrituras, y de los innumerables actos
de violencia asociados a la fe (sobre todo de parte de cristianos), judaísmo y
cristianismo son hoy religiones mucho más tolerantes e indulgentes con los que
disienten de sus credos. Incluso la fragmentación del cristianismo en casi
innumerables denominaciones y sectas ha contribuido a este acomodo. El islam,
en cambio, en cualquiera de sus versiones, y a casi 14 siglos de fundado, sigue
siendo de una intolerancia feroz que, lejos de atenuarse, se ha acrecentado en
los últimos tiempos.
Por mucho que, en ánimo de apaciguar,
nuestros líderes políticos y religiosos insistan en decirnos que el islam es
una religión respetable y pacífica, los hechos demuestran lo contrario. Los más
despreciables, inhumanos y canallescos actos de barbarie terrorista de los
últimos 20 años han sido cometidos por musulmanes y, en casi todos los casos,
en nombre de su fe. Es muy difícil eximir de responsabilidad a una religión que
es sistemáticamente invocada por los perpetradores de estos crímenes. Si el
islam sirve para justificar las atrocidades que a diario vemos y leemos en los
medios de prensa, alguna conexión fundamental tiene con ellas.
Esas atrocidades y el credo que las ampara
merecen y deben ser denunciados y desacralizados, sin temor a las reacciones
que puedan provocarse. Se trata ciertamente de una confrontación de valores,
entre los que prima la libertad a la que en Occidente debemos, más que a
cualquier otra cosa, nuestra condición de personas. Esa libertad ampara a un
empresario norteamericano para hacer la película La inocencia de los
musulmanes, sin que nadie tenga que pedir excusas por ello, mucho menos el
gobierno de Estados Unidos, lo cual no significa tampoco que esté de acuerdo
con el mensaje que intenta transmitir la película. La libre opinión pública en
un país democrático no puede estar, en modo alguno, supeditada a los actos de
barbarie que se cometan o puedan cometerse movidos por el fanatismo.
Sin embargo, la embajada de Estados Unidos
en El Cairo dio a conocer un comunicado en que, en lugar de condenar el asalto
de que fue víctima, “condena los continuos esfuerzos de individuos
desorientados por lastimar los sentimientos religiosos de los musulmanes”,
excusa que le hace muy flaco servicio a la libertad de expresión, con la que
los egipcios tendrían que familiarizarse si quieren realmente vivir en una
democracia.
Sé que la religión y sus símbolos pueden
provocar reacciones drásticas aun en nuestro secularizado mundo cristiano, como
las que provocara el artista neoyorquino Andrés Serrano con su fotografía
titulada “Piss Christ”, en la que se veía la imagen del crucificado sumergido
en un vaso que contenía orina del artista y que unos manifestantes rompieron a
martillazos en la ciudad de Aviñón; o la escultura “Christa” ─ un crucifijo con
tetas ─ de Edwina Sandys (nieta, por más señas, de Winston Churchill) que
produjo un revuelo en Nueva York cuando se expuso en la catedral de San Juan el
Teólogo en la década del 80. En ambos casos, estas obras me parecieron de mal
gusto y, en alguna medida, lastimaron mi visión tradicional de la iconografía
cristiana; pero ese rechazo no me llevó a justificar una acción violenta ni a
pretender que las autoridades reprimieran la libertad de expresión.
Lejos de ofrecer disculpas o de censurar a
los que se valen de su libertad para denunciar al islam y sus símbolos, las
democracias occidentales, y particularmente Estados Unidos, deberían respaldar
cualquier esfuerzo que se haga por cuestionar la sacralidad que le sirve de
base a la intolerancia fanática, sea ésta cual fuera. Si en verdad se quiere
eliminar el terrorismo musulmán que al presente es una plaga en todo el mundo,
hay que empezar por la deconstrucción de su fundamento teórico.
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