Roberto Casín. EL NUEVO HERALD
Qué les parece si
falseamos la realidad y con todos los exabruptos y salvajadas que estamos
presenciando en buena parte del mundo islámico nos imaginamos el panorama al
revés. Digamos que a una turba de buenos y ejemplares católicos se les ocurre
agolparse por centenares o miles a las puertas de la embajada libia, la iraní o
la egipcia en cualesquiera de nuestras capitales, lo mismo en Washington que en
Berlín. Y que se entreguen a la devota tarea de hacer papilla al embajador para
vengar las ofensas proferidas contra Jesús por algún musulmán desconocido, pero
de túnica blanca del cuello a los tobillos y barba gruesa como estropajo.
Cuesta poderse
imaginar, verdad, a un monje budista cortando con un cuchillo en dos la
cervical de un correligionario renegado, que decidió abandonar el templo en una
cumbre del Tíbet porque se cansó de hablar con las nubes y prefirió irse a
disfrutar los placeres mundanos. O qué tal si una banda de desalmados
hinduistas o de judíos iracundos con credenciales de patriotas osan rebanarle
el cuello a un buen hijo del Islam con chilaba de salafista, sólo por creer en
lo que cree, y filman el degüello para que quede constancia pública de su
fervor, tal y como sucedió hace ya una década al colega del Wall Street
Journal Daniel Pearl.
El asesinato fue
reivindicado años después por Khalid Sheikh Mohammed, quien durante uno de los
interrogatorios en la base de Guantánamo, que según dicen fueron malsanamente
inhumanos, confesó haber descabezado de un tajo al periodista con su propia
mano. Y Pearl no es el único. La furia de los obsesos de Alá no es un castigo
reservado para extranjeros. Algo parecido acaba de sucederle a un apóstata
tunecino, que primero dejó el Islam ─ error fatal ─ para convertirse al
cristianismo ─ segunda equivocación ─, y luego rehusó arrepentirse. En el video
de la decapitación, que terminó siendo retirado por YouTube debido a la
brutalidad de las imágenes, se escuchaba la voz del verdugo cuando decía: “Alá
derrotará a los infieles a manos de los musulmanes”, “No hay más Dios que Alá y
Mahoma es su mensajero”.
Ya hablé del asunto en
marzo del año pasado, recién iniciada la Primavera Árabe, cuando las arenas del
Magreb ardían, al cabo de semanas de revueltas, levantamientos, carnicerías y
combates fratricidas y aún no aparecía el genio de la lámpara. A pesar de todo
el encantamiento que deslumbraba entonces a los estudiosos, dije que la
ingenuidad, los dogmas y los excesos de entusiasmo no habían hecho nunca a los
pueblos más felices, ni tampoco a los gobiernos más demócratas. Y hace apenas
cinco meses reiteré que lo de menos era que los integristas se hubiesen subido
a sus alfombras aventadas por el siroco, sino que lo demás es que puedan
encadenar constituciones a los preceptos del derecho islámico, y que con sangre
en las manos juren que de acuerdo con su religión aman la paz.
La cara que deben
haber puesto muchos judíos y paganos hace sólo unos días cuando el primer
ministro Netanyahu, que no se las da de ser un israelí timorato ni tampoco
fanfarrón, advirtió que más pronto de lo que muchos se imaginan, a la vuelta de
sólo seis o siete meses, los iraníes, otros que lo darían todo por ponernos el
sudario, además de la principal de sus armas, el Corán, tendrán ahora la bomba
atómica.
Por lo pronto da igual
que vengan tocados con la kufiya palestina que con un gorro de oveja,
porque no hay diferencias cuando arden de cólera en Libia, Sudán, Egipto,
Yemen, Pakistán o Marruecos. Lo que importa no es el mensajero, en todo caso,
el mensaje: los islamistas no han desaparecido, no son pocos, están en
cualquier parte, son irrefrenables, intransigentes, intolerantes, y tienen como
mayor propósito que el mundo sea reformado a su imagen y semejanza,
exterminando a los “infieles”.
No importa lo que
hagamos o dejemos de hacer. Videos más, caricaturas menos. Tampoco que en
Washington se rinda culto a la adoración multicultural; en París, a la decencia
etnográfica, y en el Vaticano se implore por la concordia entre las religiones.
De poco valen los ruegos a la sensatez de los nobles espíritus, proclives a la
bondad, la misericordia, el amor y el perdón. Los fundamentalistas no entienden
de esas cosas. La violencia no educa. El fanatismo menos. Ahora díganme, aquí
entre nosotros, si no es una guerra santa en lo que están empeñados los
califas. ¿Hay algo que más se le parezca?
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