Mario J.
Viera
Es
hermosa la vida. Llenarse los pulmones con el aire fresco, contemplar el azul
cielo cubierto de nubes blancas, esos cumulus nimbus que se mueven impulsados
por los vientos, que se deforman en innumerables figuras de fantasía, que
dibujan un dragón alado, un brazo fuerte, un rostro de niño… La vida es bella.
Hay que disfrutarla, sentirla, respirarla… La vida es apetitosa como la más
jugosa de las frutas y es tanto más deseable cuando te amenazan de muerte,
cuando te dan plazo para el traspaso hacia otra dimensión.
Entonces
recuerdas todos los bellos momentos que disfrutaste en tu edad, y hasta los
desagradables y tristes que ahora ves como la parte agria que hace más intensa
la dulzura de un postre y viene a tu memoria la sonrisa de una hermosa chica
que fuera un sueño tal vez inalcanzable de tu adolescencia, y visualizas el
nacimiento de tus hijos y la alegría que se encierra en una vida que comienza.
Tantas memorias me asaltan en estos días…
Muchas
veces vi de cerca la muerte y siempre pude burlarme de su acoso y escapar de
sus garras, pero el tiempo es implacable y la edad no se anda con juegos, cada
día te acercas a pasos, lentos pero constantes, al encuentro definitivo con la
eternidad.
Estoy
bajo amenaza de muerte. Me lo ha anunciado un médico que pretendía que me
hiciera un cateterismo. “Si no te sometes a la prueba puede ser que mueras, tal
vez mañana, tal vez dentro de algunos días”, y rechacé hacerme la prueba. Sea,
acepto el reto. No le temo a la muerte, porque ella es el salto hacia lo
desconocido, es el traspaso de una edad a otra como se pasa de infante a
adolescente, de adolescente a persona madura, y de ahí te transformas en viejo,
en anciano, en recuerdo, en sombra de lo que antes se era.
No
obstante, pienso en lo que pudiera dejar detrás de mí, en los sueños que no
pude realizar, en las responsabilidades que deberé dejar sin cumplir. Ya no
veré crecer a mi última nieta ni me quedará espacio para la esperanza de ver a
los nietos que están distantes, ni sentir la alegría de que algún día se
reuniera en torno a mi mesa a mis hijos dispersos por el mundo. Se me quedará
entonces en suspenso aquel sueño de ver un día feliz a mi pueblo, a mi pueblo
que tanto amo y quiero verle libre de cadenas. Es triste partir entonces
sabiendo que podría estar al alcance de una vida el fin de aquello que no debió
haber tenido principio.
Esta
vez no me amenaza de muerte un bribón, un forajido o un oficial de la seguridad
del estado que es al mismo tiempo bribón y forajido, ahora la amenaza la acaba
de pronunciar un joven médico del hospital de Englewood. ¿Se cumplirá su
sentencia sin apelación? Quizá ahora también puede burlarme de la muerte y
escaparme de su agarre por un par de años más. ¿Quién sabe? Todo puede suceder.
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