La propaganda oficial intenta asustar a los cubanos con la
posibilidad del cambio. Les dice que van a perder las escuelas y los hospitales que “les
garantiza el socialismo” y las casas “que les entregó la revolución”.
Luis Cino Alvarez. CUBA ACTUALIDAD (PD)
Jorge cree que nada cambiará en Cuba.
Que su vida seguirá como hasta ahora. Sin esperanzas ni oportunidades. En la
lucha día a día por subsistir.
Hace años que perdió el optimismo, si
es que alguna vez lo tuvo. Sólo le queda una triste resignación, mezcla de la
indolencia y el cinismo que da no creer en nada. Ni siquiera en Dios.
Tiene 50 años, pero aparenta muchos
más. Trabaja en una fábrica y como el salario no alcanza “ni para empezar”,
adicionalmente, recoge apuntaciones para un “bolitero”. Así y todo, el dinero
sólo le alcanza para mal comer. Hace años renunció a lujos tales como comer en
un restaurante o ir a un cabaret.
Se siente viejo y vencido. Sólo le
queda la añoranza por los años de su juventud. Son su paraíso perdido. No
estuvieron exentos de escasez y dificultades, pero los idealiza. Los perfuma
con Galeón, los viste con una camisa Yumurí o una camiseta con calcomanía de
Bruce Lee y le pone música de Barry White o los Grand Funk.
Su hijo no le cree que en su juventud,
con veinte pesos, se podía salir con una novia un sábado por la noche y quedaba
dinero. Tampoco cree que en 1978 pasó su luna de miel en el Hotel Nacional.
Jorge necesita soñar con algo, y como
no tiene proyectos para el futuro, sueña con el pasado. No estaba preparado
para tanto desastre. Lo enseñaron a vivir de su trabajo. A confiar en el
estado. Aunque nunca hizo mucho caso
a las consignas, creció esperando la
llegada del futuro luminoso que prometían en los discursos. Pero lo que llegó
fue el Período Especial.
Hasta ese momento consideró que hacer
negocios era algo pecaminoso que no iba con él. Pero el hambre lo obligó a
inventar. Empezó por ir al campo, en bicicleta, a cambiar ropa por viandas. Luego, vino todo lo demás.
Incluso robar. Solo que ya no se le llamaba así, sino “luchar”.
Pero nunca se fue del CDR ni ha dejado
de votar disciplinadamente en las elecciones del Poder Popular. “No conviene
señalarse”, dice.
Jorge vive con miedo. Se le nota en su
mirada de animal acechado. No le gusta
hablar de política. No quiere buscarse
problemas. Las paredes tienen oídos y no se sabe quién es quién. Sólo la
necesidad y el hambre de su familia lograron que venciera el temor al jefe de
sector de la policía y se enrolara en lo de las apuntaciones. Recoge fijos,
corridos y parlés, por los alrededores de la fábrica. Lejos del barrio y con
precauciones.
La propaganda oficial intenta asustar a los cubanos con la
posibilidad del cambio. Les dice que van a perder las escuelas y los hospitales que “les
garantiza el socialismo” y las casas “que les entregó la revolución”.
Pero Jorge no cree en fantasmas. Dice
que está curado de espantos. Además, no tiene nada que perder. ¡Es tan poco lo
que tiene! Le divierte la idea de que alguien en Miami tenga interés en
reclamar las ruinas con goteras donde habita.
Sólo teme que haya más represión y
todo se ponga peor. Por lo pronto, los chivatos del barrio (que sí creen en
fantasmas o se hacen los que creen) andan intranquilos y vigilantes. De nuevo
con la guardia en alto y el teléfono siempre listo para avisar a los segurosos.
Y Jorge redobla sus precauciones con
sus listas y sus demás “bisnesitos”. Desconfía de todos. Huye de los vecinos
que “hablan mal del gobierno”. No quiere ni que mencionen a los disidentes
en presencia suya. No quiere problemas.
Lo repite como un mantra. Como si eso sirviese de algo.
Jorge está resignado a la idea de que
en Cuba nada cambiará. Él, al menos, no
espera vivir para verlo. Y uno se pregunta como es que se puede vivir así. Si
es que a tanta desesperanza se le puede llamar vida.
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