Yoani Sánchez
La caldosa hecha con leña recolectada
por algunos vecinos, las banderitas colgadas a mitad de la cuadra y los gritos
de ¡Viva! al llegar la medianoche. Un ritual que se repite con mayor o menor
entusiasmo cada 27 de septiembre a lo largo de la Isla. Víspera del aniversario
52 de la fundación de los Comités de Defensa de la Revolución, los medios
oficiales se vuelcan a conmemorarlo, un tema musical intenta enardecer a
quienes forman parte de la organización con más miembros en todo el país y se
desempolvan viejas anécdotas de gloria y poder. Pero más allá de esas
formalidades, que se repiten idénticas cada año, se percibe que la influencia
de los CDR en la vida de los cubanos va en picada. Atrás quedaron los tiempos
en que todos éramos “cederistas” y los letreros ─ con la figura de un hombre
blandiendo el machete ─ se veían todavía relucientes sobre las fachadas de
algunas casas.
En medio del actual desvanecimiento de su protagonismo, vale preguntarse si los comités han sido más una polea de transmisión del poder a la ciudadanía que una representación de ésta ante el gobierno. Los hechos dejan espacio a pocas dudas. Desde que fueron creados en 1960, tuvieron una base eminentemente ideológica, marcadamente delatora. El propio Fidel Castro aseguró durante el discurso en que anunció su nacimiento que:
En medio del actual desvanecimiento de su protagonismo, vale preguntarse si los comités han sido más una polea de transmisión del poder a la ciudadanía que una representación de ésta ante el gobierno. Los hechos dejan espacio a pocas dudas. Desde que fueron creados en 1960, tuvieron una base eminentemente ideológica, marcadamente delatora. El propio Fidel Castro aseguró durante el discurso en que anunció su nacimiento que:
“Vamos
a implantar, frente a las campañas de agresiones del imperialismo, un sistema
de vigilancia colectiva revolucionaria que todo el mundo sepa quién vive en la
manzana y qué relaciones tuvo con la tiranía; y a qué se dedica; con quién se
junta; en qué actividades anda”.
Esas palabras del Máximo Líder ya son
difíciles de encontrarlas reproducidas en su totalidad, en los sitios web o en
los periódicos de circulación nacional. En parte, porque, a pesar de su
incondicionalidad al Comandante en Jefe, los actuales editores de estos
espacios saben de sobra que un lenguaje así desentona totalmente en este siglo
XXI. O sea, lo que parecía una enaltecida alocución revolucionaria dicha en el
balcón del Palacio Presidencial, tiene a la luz de hoy todos los visos del
despotismo partidista, del autoritarismo más burdo. Un Big Brother anunciado y
cumplido. Si aquellas palabras movieron a exaltación a principio de los
sesenta… ahora a muchos sólo les provocan una mezcla de terror, asco y
vergüenza ajena.
El lado más “dulce” de los CDR, ese
que siempre se narra en los informes oficiales, habla de una fuerza popular
ocupada en recolectar materia prima, ayudar en la vacunación de infantes,
promover las donaciones de sangre y custodiar los barrios de la delincuencia.
Dicho así, parecería un apolítico comité vecinal presto a resolver los
problemas de la comunidad. Créanme que detrás de esa fachada de
representatividad y solidaridad se esconde un mecanismo de vigilancia y
coacción. Y no lo digo desde la lejanía de mi butaca, o desde el
desconocimiento de un turista que se pasa dos semanas en La Habana. Fui de esos
millones de niños cubanos que acopiamos pomos vacíos o cartones, cortamos la
hierba y repartimos productos contra los mosquitos en los CDR de todo el país.
Fui también de los vacunados contra la polio y hasta degusté algún que otro
plato de caldosa en las fiestas de esta organización. En fin, que me crié como
un pichón de cederista, aunque cuando llegué a la adultez me negué a militar
dentro de sus filas. Viví todo eso y no me arrepiento, pues ahora puedo decir a
conciencia y desde adentro que todos esos momentos hermosos se empequeñecen con
los malos tratos, las injusticias, las delaciones y el control que nos han
dejado a mí y a otros millones de cubanos los llamados comités.
Hablo de tantos jóvenes que no
pudieron entrar a la universidad, en los años de mayor extremismo ideológico,
por una mala opinión de su presidente del CDR. Bastaba que durante la verificación
que hacía el centro escolar o laboral, algún cederista dijera que aquel
individuo no era “lo suficientemente combativo” para que no fuera aceptado en
un mejor empleo o en una plaza universitaria. Fueron precisamente estas
organizaciones barriales las que con más fuerza organizaron los oprobiosos
mítines de repudio que se cometieron en 1980 contra los cubanos que decidieron
emigrar por el puerto de El Mariel. Y hoy también resultan la cantera principal
de los actos represivos contra Damas de Blanco y demás disidentes. No han
funcionado nunca como una fuerza aglutinadora y conciliadora de la sociedad,
sino como un ingrediente fundamental en la exacerbación de la polarización
ideológica, la violencia social y la creación de odios.
Recuerdo a un joven que vivía en mi
barrio de Cayo Hueso, tenía el pelo largo y oía música rock. El presidente del
CDR le hizo la vida tan difícil, lo acusó de tantas atrocidades por el simple
hecho de querer mostrarse tal y como era, que finalmente terminó preso por
“peligrosidad predelictiva”. Hoy, aquel intransigente vive con su hija en
Connecticut, después de haber tirado por el lodo la vida y el prestigio del frikie de mi cuadra y de
otros tantos. También me consta que varios grandes negociantes del mercado
ilegal asumían algún cargo en los comités para usarlo como tapadera a sus
actividades ilícitas. Tantos que llevaban el “frente de vigilancia” y eran a su
vez los más grandes revendedores de tabaco, gasolina o alimentos de la zona.
Salvo raras excepciones, no conocí personas éticamente alabables que dirigieran
un CDR. Más bien primaban en ellos las bajas pasiones humanas: la envidia ante
el que podía prosperar un poco más, el resentimiento por el que había logrado
crear una familia armoniosa, tirria hacia el que recibía remesas de sus
parientes en el extranjero, ojeriza para todos los que decían sus opiniones con
sinceridad. Esos dobleces, esa ausencia de valores y esa acumulación de
rencores han sido una de las causas fundamentales de la caída en desgracia de
los CDR.
Porque la gente se cansa de esconder
la bolsa para que el vecino delator no la vea desde su balcón. La gente se
cansa de que frente a su casa el gastado cartel con una figura de amenazante
machete sea la fuente de parte de su falta de libertad cotidiana. La gente se
cansa de pagarle una cotización a una organización que en los momentos en que
se le necesita se pone del lado del patrón, del estado, del partido. La gente
se cansa de 52 aniversarios, unos tras otros, como un deja vú gastado y
pesadillesco. La gente se cansa. Y la forma de expresar ese cansancio es con
una bajísima asistencia a las reuniones de los CDR, dejando de ir a las
guardias nocturnas para “patrullar” las cuadras, incluso evitando ir a tomarse
la ─ cada vez más desabrida ─ caldosa de la noche del 27 de septiembre.
Si quedan dudas de por qué la gente se cansa,
vayamos al propio discurso de Fidel Castro en aquella jornada de 1960, cuando
reveló desde el primer momento el objetivo de su torva criatura: “Vamos a establecer un sistema de vigilancia
colectiva. ¡Vamos a establecer un sistema de vigilancia revolucionaria
colectiva!"
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