Carlos Alberto
Montaner. FIRMASPRESS.
La primavera árabe no
acaba de florecer. El fin de las tiranías militares del norte de África ─Túnez,
Libia, Egipto ─ no ha dado paso a una era de gobiernos democráticos como
sucedió tras el derribo del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS, o como
vimos en Alemania, Italia y Japón después de la Segunda Guerra mundial.
Hillary Clinton, y con ella medio Estados
Unidos, están perplejos por el comportamiento brutal de las turbas libias. El
asesinato del embajador Chris Stevens y otros tres funcionarios norteamericanos
fue un espectáculo horrible, especialmente porque ocurría poco después de que
Washington se hubiera empeñado a fondo en liberar a Libia de la dictadura
brutal de Gadafi junto a una coalición de países europeos agrupados en la OTAN
y liderados por la Francia de Sarkozy.
El presidente Obama le
reconoció al periodista José Díaz-Balart de la cadena Telemundo que este
Egipto, el post Mubarak, no es un país aliado, aunque no se trata de una nación
enemiga. (Espere un poco, Presidente, todo se andará). Afganistán e Irak
tampoco se han transformado en democracias funcionales naturalmente
pro-occidentales, pese a la presencia masiva del ejército americano y la
inversión de miles de millones de dólares.
Todo era una vana
ilusión. El plan de nation building, originado en la benévola arrogancia de una
poderosa cultura aquejada de voluntarismo, no ha funcionado. Sencillamente, el
objetivo de inducir entre los árabes, desde fuera del seno de la sociedad, el
modelo de Estado conocido como “democracia liberal”, ha fracasado.
¿Por qué? Porque la
democracia liberal es mucho más que un diseño institucional. Los
norteamericanos tienden a creer que es el resultado de poseer un cierto tipo de
Constitución, poderes limitados y economía de mercado, elementos fácilmente
reproducibles, pero ignoran el factor que le da sustento a ese andamiaje
formal: los valores de la tribu.
Si Estados Unidos, a fines del siglo XVIII,
inventó el mundo moderno, no fue porque suscribieron las ideas del británico
John Locke, sino porque la mayoría de su sociedad aceptaba como buena la noción
de la tolerancia, la supremacía de los derechos individuales y la importancia
de tener un gobierno de reglas imparciales y no de hombres.
Más importante que todo el andamiaje
constitucional construido en 1787 es la Primera Enmienda impuesta a la ley de
leyes para proteger las libertades. Si bien la Constitución americana surgía
del pensamiento de los “ilustrados” ingleses y creaba, artificialmente, un tipo
de Estado peculiar (la primera república moderna), esa Primera Enmienda,
protectora de la libertad religiosa, del derecho de expresión, reunión y
petición, expresaba algo mucho más trascendente: la voluntad de aceptar al otro
aunque tuviera ideas con las que no comulgamos o comportamientos que nos resultaran
desagradables.
La grandeza de la democracia liberal radica en
eso: el valor supremo que se le asigna a la tolerancia, definida como la
aceptación de los derechos del otro a existir y manifestarse, aunque nos
repugne.
Por eso no funciona la construcción artificial
de democracias liberales. Mucho antes de que Estados Unidos se convirtiera en
una república independiente, William Penn, un cuáquero pacifista, fundó
Pennsilvania (así llamada en honor a su padre), decidido a vivir en paz con los
indios, admitir todos las credos religiosos y a someter su gobierno a una
suerte de control y consenso social. Philadelphia sería eso: la cuna de la
fraternidad y el amor.
¿Dónde está en las sociedades árabes ese
espíritu de tolerancia si las personas nacen y crecen repitiendo el mantra de
que Alá es el único Dios, Mahoma su único profeta, y la gran tarea de los
islamistas es la conquista del mundo para gloria de esas creencias religiosas y
la imposición universal de la sharía? ¿Dónde están en el islamismo los valores
de la tolerancia y la humilde aceptación del otro, del diferente, en un plano
de igualdad y respeto?
Es verdad que las tres grandes religiones
monoteístas en sus orígenes (y durante siglos) han sido intolerantes y brutales
con quienes no pertenecían al círculo de sus creyentes, pero los valores de
judíos y cristianos, en general, tal vez como consecuencia de guerras
espantosas, han evolucionado en dirección de la tolerancia y la aceptación,
mientras el islamismo permanece anclado en la vieja ortodoxia excluyente que
hace imposible que arraigue el modelo de la democracia liberal.
Es, en suma, una cuestión de valores. Mientras
eso no cambie, no habrá primavera en el mundo árabe.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario