Mario J. Viera
Cuando se llega a esa etaria
etapa donde se torna definitivamente blanco el cabello, qué feliz nos hace, ese
viejo refrán que dice: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”. Sabio
consuelo para ancianos, que les ayuda a confortar la nostalgia por la juventud
perdida. Consuelo de tonto, la satisfacción de oir que alguien te diga: “Te
escucho y sigo tu consejo por tu gran experiencia de la vida” ... ¡Vaya forma
delicada de recordarte de que ya eres un anciano! Muy diferente sentido tendría
esa opinión si la pronunciara alguno que se inicia en una profesión. No ignora
que le falta todavía mucho que conocer y te pregunta a ti, que llevas años
ejerciendo esa profesión, y por tanto tienes experiencias útiles para su
ejercicio, sea como médico, como ingeniero o como militar.
He leído decir que la
experiencia es “el hecho de haber presenciado, sentido o conocido algo” y
también que es “el conocimiento general adquirido por las situaciones vividas”,
pero uno vive su vida y la vida que yo viví no tiene que ser igual a la vida
que tú estás viviendo. Lo que uno ha vivido ha estado determinado por
condiciones particulares y específicas de tiempo, de modo y de lugar. Los
errores que cometí fueron enseñanza única para mí y es osado trasladar esa
experiencia vivida a otra situación ajena, parecida pero no idéntica... los
resultados pudieran producir efectos dramáticamente diferentes. El conocido
escritor Oscar Wilde expresó en una ocasión: “La experiencia no tiene valor
ético alguno, es simplemente el nombre que damos a nuestros errores”. Los
errores que cometemos son, en realidad, nuestro mejor pedagogo, aunque no
siempre es así, porque no le falta razón a lo dicho, que “el hombre es el único
animal que tropieza dos veces con la misma piedra”.
Hay una frase que me
resulta muy precisa, debida al novelista español autor de Peñas arriba Jose María de Pereda, y que dice: “La experiencia no consiste en lo que se ha
vivido, sino en lo que se ha
reflexionado”. Sócrates que contaba con numerosos discípulos jóvenes
que le seguían, no fue sabio por ser anciano; fue sabio porque reflexionaba. Así
te encuentras aquellos que nunca se han detenido a pensar para extraer
sabiduría de las experiencias vividas y llegan a la edad senil sin un saber la
vida. También te encuentras con aquellos que han quedado presos dentro del
calabozo de sus prejuicios y no han osado batir las alas para alcanzar nuevas
luces en eterna búsqueda de ideas. Por más ancianos que sean siempre serán mentes
cerradas en sus obnubiladas ideas.
Hay tres etapas en la vida
y una cuarta: juventud, madurez y ancianidad (ese periodo que corresponde a la
tercera edad) y hay otra, la decrepitud (¿la cuarta edad?). Hay aquellos que
nunca maduran y su mente continúa siendo infantil, como hay los que llegan a la
vejez y no terminan en la decrepitud, porque sus mentes siempre están abiertas
a nuevas ideas y a nuevos retos y preparados para cometer nuevos errores. Es de
sabios cometer errores. Ignorantes son los que no aprenden de sus errores.
Jóvenes hay que buscan e
indagan y se alimentan de enseñanzas útiles mientras mantienen mente libre para
dudar de todo, de las ideologías y de los prejuicios. Esos son sabios.
El célebre maestro cubano
del siglo XIX, José de la Luz Caballero, más o menos, dijo así: “Al anciano le
agrada contar la historia; al niño le agrada escuchar la historia; en tanto, el
joven es el que hace la historia”. En ese impulso natural de la juventud de
hacer historia, en muchas ocasiones, el joven actúa de manera irreflexiva y
temeraria; entonces, ese anciano que le agrada relatar la historia podrá darle
el consejo verdaderamente sabio, pues el élan de sus años mozos se ha
atemperado, y le dice: “Escucha con atención todo lo que otros digan, primero
piensa antes de hablar y reflexiona antes de actuar”. En este consejo se
encierra toda la sabiduría de los ancianos.
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