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miércoles, 15 de febrero de 2017

Ser viejo es ser sabio... ¡Vamos!, ¿quién dijo tal cosa?

Mario J. Viera

Cuando se llega a esa etaria etapa donde se torna definitivamente blanco el cabello, qué feliz nos hace, ese viejo refrán que dice: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”. Sabio consuelo para ancianos, que les ayuda a confortar la nostalgia por la juventud perdida. Consuelo de tonto, la satisfacción de oir que alguien te diga: “Te escucho y sigo tu consejo por tu gran experiencia de la vida” ... ¡Vaya forma delicada de recordarte de que ya eres un anciano! Muy diferente sentido tendría esa opinión si la pronunciara alguno que se inicia en una profesión. No ignora que le falta todavía mucho que conocer y te pregunta a ti, que llevas años ejerciendo esa profesión, y por tanto tienes experiencias útiles para su ejercicio, sea como médico, como ingeniero o como militar.

He leído decir que la experiencia es “el hecho de haber presenciado, sentido o conocido algo” y también que es “el conocimiento general adquirido por las situaciones vividas”, pero uno vive su vida y la vida que yo viví no tiene que ser igual a la vida que tú estás viviendo. Lo que uno ha vivido ha estado determinado por condiciones particulares y específicas de tiempo, de modo y de lugar. Los errores que cometí fueron enseñanza única para mí y es osado trasladar esa experiencia vivida a otra situación ajena, parecida pero no idéntica... los resultados pudieran producir efectos dramáticamente diferentes. El conocido escritor Oscar Wilde expresó en una ocasión: “La experiencia no tiene valor ético alguno, es simplemente el nombre que damos a nuestros errores”. Los errores que cometemos son, en realidad, nuestro mejor pedagogo, aunque no siempre es así, porque no le falta razón a lo dicho, que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”.

Hay una frase que me resulta muy precisa, debida al novelista español autor de Peñas arriba Jose María de Pereda, y que dice: “La experiencia no consiste en lo que se ha vivido, sino en lo que se ha reflexionado. Sócrates que contaba con numerosos discípulos jóvenes que le seguían, no fue sabio por ser anciano; fue sabio porque reflexionaba. Así te encuentras aquellos que nunca se han detenido a pensar para extraer sabiduría de las experiencias vividas y llegan a la edad senil sin un saber la vida. También te encuentras con aquellos que han quedado presos dentro del calabozo de sus prejuicios y no han osado batir las alas para alcanzar nuevas luces en eterna búsqueda de ideas. Por más ancianos que sean siempre serán mentes cerradas en sus obnubiladas ideas.

Hay tres etapas en la vida y una cuarta: juventud, madurez y ancianidad (ese periodo que corresponde a la tercera edad) y hay otra, la decrepitud (¿la cuarta edad?). Hay aquellos que nunca maduran y su mente continúa siendo infantil, como hay los que llegan a la vejez y no terminan en la decrepitud, porque sus mentes siempre están abiertas a nuevas ideas y a nuevos retos y preparados para cometer nuevos errores. Es de sabios cometer errores. Ignorantes son los que no aprenden de sus errores.

Jóvenes hay que buscan e indagan y se alimentan de enseñanzas útiles mientras mantienen mente libre para dudar de todo, de las ideologías y de los prejuicios. Esos son sabios.


El célebre maestro cubano del siglo XIX, José de la Luz Caballero, más o menos, dijo así: “Al anciano le agrada contar la historia; al niño le agrada escuchar la historia; en tanto, el joven es el que hace la historia”. En ese impulso natural de la juventud de hacer historia, en muchas ocasiones, el joven actúa de manera irreflexiva y temeraria; entonces, ese anciano que le agrada relatar la historia podrá darle el consejo verdaderamente sabio, pues el élan de sus años mozos se ha atemperado, y le dice: “Escucha con atención todo lo que otros digan, primero piensa antes de hablar y reflexiona antes de actuar”. En este consejo se encierra toda la sabiduría de los ancianos. 

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