Fernando
Mires. Blog POLIS
Nota del autor: el presente artículo es una versión revisada y
corregida de un ensayo anterior publicado en POLIS bajo el título
"Destituir y Constituir"
Una de las dificultades para entender a un pueblo como algo “no hecho” sino como algo que “se hace” reside en la identificación, las más de las veces retórica, entre pueblo y nación. Más grande es la dificultad si se toma en cuenta que desde el punto de vista de la nación el pueblo está formado por todos los con-nacionales y en su expresión jurídica estatal, por todos los con-ciudadanos. Luego, si la nación es indivisible, el pueblo también lo sería.
Ese criterio de pueblo-nación no puede, sin
embargo, ser asumido por ninguna teoría política moderna. La razón es que la política actúa siempre sobre un campo
divisible poblado de conflictos y antagonismos. Sin divisibilidad no hay
política. Por lo mismo, el pueblo en política es, y debe ser – a diferencia del
pueblo-nación - un pueblo dividido. Usando un ejemplo extremo se puede decir
que el pueblo de los fascistas no puede ser el mismo que el pueblo de los
demócratas, ni al revés tampoco.
En términos no políticos, el pueblo
político al ser confundido con los conceptos de nacionalidad, ciudadanía, etnia
e incluso raza, opera en el imaginario colectivo como un pueblo fundador, es
decir, como un pueblo histórico. En cambio, desde la perspectiva del pensamiento político, el pueblo histórico no
existe como tal y en su lugar aparece un pueblo en su historia, historia que al
ser historia va mutando de modo incesante. Podríamos decir, por lo tanto,
que el pueblo no-político es un pueblo estático y el pueblo político es un
pueblo activo, en constante transformación. En breve: “un pueblo que se hace pueblo”.
La noción de un pueblo que se hace puede
ser ejemplificada a partir de un estudio realizado por Sigmund Freud relativo
al momento de fundación del pueblo judío durante el largo periodo del Éxodo. En
los tres ensayos contenidos en su última obra “Moisés y la religión
monoteísta” (1934-1938) – dejando de lado especulaciones relativas a la
nacionalidad de Moisés, según Freud un noble egipcio perteneciente a la corte
del faraón monoteísta Akenaton, derrocado por el “partido politeísta”– la idea
freudiana es que no fue el pueblo judío el que realizó el “éxodo” sino el “éxodo” hizo posible al pueblo judío.
Tesis que encuentra ciertos fundamentos en la propia narración bíblica. Pues a
través del largo viaje, los emigrantes pre-judíos fueron creando reglamentos
(mandamientos), estructuras, jerarquías e instituciones que le permitieron
constituirse como pueblo antes de ser nación.
En cierto sentido – eso no lo dice Freud,
pero es deducible de sus sugestivos ensayos ─ antes de que el pueblo judío
fuera un pueblo religioso fue un pueblo político y como tal fue constituido a
partir de múltiples y violentas luchas de poder las que adquirían – no podía
ser de otro modo ─ un formato religioso (idolatría vs. monoteísmo, por
ejemplo). El concepto de pueblo religioso es, por lo tanto, una variante del
concepto de pueblo histórico (o pueblo fundacional).
Benedicto XVl, como es sabido, propuso, en
analogía al pueblo judío hablar del “pueblo cristiano”. Pero en cualquiera de
los dos casos el pueblo religioso no
puede ser un pueblo político. La razón es obvia: en un pueblo político caben los miembros de todas las religiones y
confesiones habidas y por haber.
Un pueblo histórico y/o religioso pudo
haber sido en sus orígenes un pueblo político. Pero desde el momento en que
“pasa a la historia”, deja de ser político. El pueblo político es, en cambio, un pueblo “haciendo su historia”. Eso
no quiere decir que en política no exista cierta recurrencia a la noción de
pueblo histórico (fundacional), pero solo con el objetivo de reafirmar la
existencia de un pueblo político.
Ahora, en la teoría política moderna – esencialmente
contractual ─ el concepto de pueblo opera como una premisa ficticia o principio
regulativo cuya función es dar sentido al acto constituyente originario (Hans
Kelsen, Teoría general del Derecho y el Estado) Un ejemplo: la
Constitución de los EE UU en su preámbulo 1787 dice: Nosotros, el
pueblo de los Estados Unidos.
Evidentemente, la Constitución norteamericana
no fue dictada por el pueblo, pero se sustenta sobre el principio que da
sentido al acto constituyente en donde el pueblo actúa (de modo ficticio) como
agente fundador. Siguiendo a Kelsen y en cierto modo a la idea del velo
de la ignorancia de John Rawls (Teoría de la Justicia), las
premisas constitucionales, si bien siendo ficticias o imaginarias, cumplen el
papel de regular el sentido mismo de la Constitución. Así puede ser posible que
el pueblo “de carne y hueso” no actúe como agencia fundadora de un pueblo, pero
sí es introducido en una Constitución como agente fundacional, el pueblo “de
carne y hueso” puede ser activado en cualquier momento.
Para seguir con el ejemplo norteamericano,
sabemos que en la Declaración de Independencia de 1776 fue establecido que “todos los hombres han sido creados iguales”
pese a que no todos los hombres – sobre todo los esclavos negros ─ eran iguales
en la recién fundada nación. Pero dicha frase confirió posteriormente al
partido anti-esclavista del norte una vía constitucional sobre la cual hizo
transitar sus demandas. Por esa misma razón, cuando Obama fue elegido
presidente, el principio de la igualdad ante la ley, plenamente activado, dejó
de ser una ficción y se convirtió en realidad. Así sucede con el principio del
pueblo como agente constitucional. Dicho principio regulativo aplicado sin el
pueblo puede ser usado a posteriori por el pueblo el que a la vez se convierte
en pueblo en defensa de ese mismo principio.
El pueblo es quien constituye.
Esa fue la definición del jurista Carl Schmitt en su libro Teoría de la
Constitución (1928) En palabras breves, el pueblo es político, según
Schmitt, cuando asume su plena soberanía.
La noción del pueblo soberano – básicamente
contractual ─ asumida por Schmitt en 1928 contrasta, sin embargo, con la
expresada de modo radicalmente taxativo en su libro Teología Política publicado
en 1922. La premisa de Schmitt en ese texto era: Soberano es quien
decide sobre el estado de excepción.
Según esa primera acepción, el muy
hobbesiano Schmitt entiende a la soberanía como una atribución derivada del uso
de la fuerza. Schmitt, efectivamente, no confería en 1922 importancia a la
diferencia entre dominación militar y hegemonía política. Tampoco al concepto
de mayoría, tan decisivo para Hannah Arendt en la génesis del poder político (Violencia
y Poder). Para el Schmitt de 1922 la
soberanía se deduce simplemente del poder y el poder de la violencia. Esa
fue la razón por la cual los teóricos políticos dedicados a dar fundamento
ideológico a regímenes dictatoriales han abrazado con entusiasmo la tesis
schmittiana de 1922 desconociendo la de 1928. No podemos olvidar por ejemplo
que Jaime Guzmán. el filósofo político de la dictadura de Pinochet, seguía a
pies juntillas las tesis formuladas por Schmitt en sus libros Teología
Política y La Dictadura desconociendo por completo la
tesis del pueblo como soberano expuestas por el mismo Schmitt en 1928.
Por cierto, Schmitt, a diferencia de
Arendt, nunca fue un demócrata. Cuando en 1928 acepta la tesis de que el
pueblo es quien constituye reconoce simplemente que el pueblo puede
ser poder constituyente, pero a la vez no niega la posibilidad de que ese poder
también pueda derivar del principio monárquico el que bajo la categoría Führerprinzip (principio
del líder) puso Schmitt al servicio de la Constitución nacional-socialista de
1933. No obstante, como el principio monárquico no puede ser traspasable a
ningún principio civil pues el poder del monarca proviene teóricamente de Dios,
la vinculación establecida por Schmitt fue la de líder y pueblo entendiendo al
pueblo como una proyección “hacia abajo” del soberano constituyente
representado en el Führer (Hitler).
El dictador, de acuerdo al Führerprinzip se
arroga no un poder divino, pero sí el poder del pueblo. Él es el pueblo.
Nos explicamos entonces por qué Napoleón declaró en un discurso Yo soy
el poder constituyente. Frase dicha en contraposición a la de El
Estado soy yo formulada por Luis XlV. En otras palabras, lo que
Napoleón dijo fue: Yo soy el pueblo. De más está decir que ese
principio, el napoleónico, ha hecho escuela entre los filósofos de las
dictaduras desde el español Donoso Cortés, el alemán Carl Schmitt, hasta llegar
en América Latina a ser representado en personas como el dominicano Joaquín
Balaguer, el chileno Jaime Guzmán y el argentino Norberto Ceresole.
El
pueblo, para los filósofos de las dictaduras es una prolongación de la persona
del dictador. El dictador en lugar de ser representante
del pueblo convierte al pueblo en representación de la voluntad general
(Rousseau) encarnada en el Partido, en el Máximo Líder, en el Caudillo. Ahí reside la índole populista de la
mayoría de las modernas dictaduras. Sean los comunistas, sean los actuales
autócratas eurasiáticos (Putin y
Erdogan), sean los neo-dictadorzuelos
latinoamericanos (Ortega, Maduro),
todos reclaman para sí la representación absoluta y total del pueblo.
No obstante, si aceptamos la premisa del
Schmitt de 1928 – no hay razones para no hacerlo – el pueblo, en tanto poder
constituyente, puede ser, por lo mismo, poder destituyente. Más todavía si
consideramos que todo acto constituyente supone un previo acto destituyente.
Así, el pueblo, al ser el agente que
convoca, es también el que revoca.
Llevemos ahora la tesis del Schmitt de 1928
hasta sus últimas consecuencias. Si el pueblo constituyente es destituyente, el
pueblo cuando destituye no puede ser un principio regulador ni ficticio ni
imaginario como en muchos casos es el pueblo constituyente. Para destituir debe ser en primera línea un
pueblo “de carne y hueso” pues un pueblo como principio regulador no puede
destituir a nadie. En otras palabras, nunca un pueblo es más pueblo que durante
el acto de la destitución. A través de ese acto, la letra se hace cuerpo,
el espíritu se hace realidad y el pueblo se hace pueblo. La soberanía tácita del pueblo se convierte en soberanía manifiesta
durante el acto de destitución o revocación. Más todavía: un pueblo que no
puede destituir tampoco puede ─ en términos reales y no ficticios ─ constituir.
No en el poder constituyente sino en el
destituyente se expresa ─ repetimos ─ la noción de la soberanía popular. El
acto destituyente puede ser llevado a cabo mediante el simple proceso electoral
o de acuerdo a normas constitucionales. Pero si ese acto es negado serán abiertas las compuertas para activar el
derecho natural a la desobediencia y a la rebelión.
No antes del acto destituyente sino
durante, el pueblo actúa como instancia política plenamente soberana. Por lo
mismo, si deja de actuar como soberano activo (constituyendo, destituyendo,
eligiendo) el pueblo vuelve a su condición pasiva y se convierte en pueblo
histórico o simbólico, en pueblo demográfico o población, en pueblo jurídico
(ciudadanía) e incluso en “masa” cuando
el lugar del soberano es usurpado por otro agente político (monarquía,
dictadura, líder máximo).
Tal vez una de las mejores documentaciones
que muestran como la soberanía destituyente se hace presente en un pueblo lo
encontramos en la era pre-política de España documentado en la legendaria obra
de teatro escrita por Lope de Vega: Fuenteovejuna (1612).
El tiranicidio cometido en la persona del
Comendador de Calatrava fue asumido por el pueblo de Fuenteovejuna en
su conjunto. Nadie delató, aún bajo tortura, al ejecutor. El pueblo se hizo
pueblo a través de la solidaridad colectiva, esto es, a partir de la formación
de un “nosotros constitutivo” aparecido como consecuencia de la negación física
a la tiranía.
- ¿Quién mató al
Comendador?
- Fuenteovejuna, Señor
- Quién es Fuenteovejuna?
- Todo el pueblo a una.
La negación a la tiranía aparece en Fuenteovejuna a
través de un tiranicidio, así como después en Francia apareció a través de un
regicidio. En ambos casos la soberanía del pueblo se expresa en el acto
pre-político de la negación física del representante del poder. No obstante, en la era política – se supone,
es la que vivimos ─ la negación de la tiranía no pasa necesariamente por la
eliminación física del tirano sino por su simple destitución.
En las repúblicas parlamentarias basta la
simple mayoría en el parlamento para que un mandatario legal y legítimo cese en
sus funciones. En algunos regímenes presidencialistas los mandatarios pueden
cesar cuando dos poderes del Estado, el judicial y el parlamentario, se unen en
contra del ejecutivo o simplemente cuando son puestos en práctica los
dispositivos revocatorios inscritos en la misma Constitución.
Cuando no existe separación de poderes y a
la vez son cerradas las posibilidades revocatorias inscritas en la
constitución, solo quedaría el camino de la
destitución mediante la recurrencia al derecho natural a la rebelión. Así
ocurrió en 1989-1990 en las llamadas “democracias populares” dependientes de la
URSS. En la mayoría de ellas la Nomenclatura fue destituida mediante la acción
de masivas rebeliones populares. Pero solo en Rumania el dictador fue
ejecutado. El espíritu de la soberanía popular políticamente organizada mediante
el acto de la destitución ─ es decir, el principio Fuenteovejuna ─
prevaleció en todos esos países.
Quizás no hay mejor ejemplo para ilustrar
como el principio Fuenteovejuna continúa vigente en la
modernidad que ese grito colectivo surgido en las manifestaciones de los días
Lunes en la RDA de 1989/1990: Nosotros somos el pueblo.
En esa simple frase está condensada toda la
teoría del pueblo político aparecida de modo embrionario en la magistral obra
de Lope de Vega. Nosotros significa, nosotros somos la
mayoría y no ustedes (la Nomenclatura, la minoría)
La “nosotridad” opera entonces como agente
divisorio entre el pueblo y los que ejercen soberanía en nombre del pueblo. A
través de la negación del poder de los otros, el nosotros alemán se hizo pueblo
soberano reclamando para sí la soberanía ejercida en nombre del pueblo por una
minoría dictatorial Y asumiendo su soberanía, el pueblo se convirtió en
destituyente y por lo mismo en constituyente.
NOTA: Los subrayados son
de EL FANTASMA
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