Eugenio Yáñez. CUBAENCUENTRO
Gadafi y Fidel Castro. Trípoli 17 de mayo 2001 |
Tanto repiten los tiranos las mismas payasadas que se las llegan a creer: se identifican a sí mismos con la nación, la patria, el país, y la “revolución”, mientras aniquilan la más mínima oposición posible. Demuestran valor a toda prueba cuando las armas y la fuerza están de su lado e imponen el terror a lo largo y ancho del país, y hasta fuera de él si lo consideran necesario.
Ahora fue Muamar el Gadafi, como antes Sadam Hussein, y como mañana ¿quién? Los tiranos de pacotilla se desgañitan gritando para que no se note que tienen miedo, acusan a los adversarios con cuanto epíteto despectivo exista, juran aplastarlos, y llaman a sus pueblos a defender la patria y la soberanía hasta la muerte, pero siempre se esconden en madrigueras bajo tierra y sus primeras palabras al ser capturados, inspirados en el ejemplo de Che Guevara, son: “no disparen”. No por gusto en La Habana y Caracas ya se habla del “asesinato” de Gadafi, como antes se habló del asesinato de Osama bin Laden.
Se aferran hasta con las uñas al poder vitalicio y los privilegios que conlleva, y se consideran “iluminados” que se encuentran por encima de “las masas” que dicen representar, para llevarlas al mar de la felicidad y construir el paraíso en la tierra —sea un paraíso islámico, comunista, fascista, asiático, bolivariano, o algo más indefinido, propio del siglo XXI— que siempre termina en un infierno en este mundo y una desolación absoluta.
No es que estos tiranuelos —disfrazados de estadistas— tengan que ser genéticamente cobardes, aunque muchas veces lo son, sino que tras endiosarse a sí mismos son incapaces de comprender que “el pueblo” no los ama como ellos creían. “¿Cómo nos van a hacer esto a nosotros, que somos como sus padres?”, decía Elena Ceacescu al pelotón de fusilamiento rumano que se preparaba para —literalmente— llenarles el cuerpo de plomo, tras el juicio sumarísimo a que fueron sometidos. En su mundo alucinante, imaginaban merecer al cariño y la veneración de “su pueblo”, por el que tantas cosas buenas supuestamente habían hecho.
Muamar el Gadafi tenía un “libro verde” que estaría vigente durante un millón de años, y Sadam Hussein anunciaba que libraría “la madre de todas las batallas”. Mobutu Sese Seko, Mengistu Haile Mariam, Zine el Abidine Ben Alí, Hosni Mubarak, Fulgencio Batista, Pol Pot, Jean Claude “Baby Doc” Duvalier, y “Tachito” Somoza, huyeron como conejos asustados cuando la candela estuvo cerca. ¿En qué lugar y quién de ellos combatió hasta la última bala y el último aliento, como prometían? Ninguno, nunca.
Siempre es demasiado fácil jurar estar dispuesto a derramar hasta la última gota de sangre… de los demás. Pero cuando se trata de la propia, bueno, compañeros, como ustedes comprenderán…
No es casual que todos y cada uno de los más arriba mencionados “conejos” haya escapado con abundantes cantidades de dinero robadas a su pueblo y su nación, y se hayan puesto a buen recaudo junto con sus familiares, porque aunque hayan pasado —y seguirán pasando— al basurero de la historia, al menos se trata de un basurero de lujo y sofisticado, gracias a todas las riquezas esquilmadas sobre el hambre y la miseria de sus pueblos.
Algunos tiranos murieron relativamente tranquilos en sus lechos, como José Stalin, Jorge Dimitrov, Walter Ulbricht, Francisco Franco, Mao Tse Tung, Ho Chi Minh, Alfredo Stroessner, Augusto Pinochet, Leonid Brezhnev, Yuri Andropov, Nicolai Chernenko, Juan Domingo Perón, Kim Il Sung, Marcos Pérez Jiménez, o François Duvalier, cualquiera de los cuales provocó demasiados cadáveres para pasarlos por alto.
Otros se fueron de este mundo mediante sonadas soluciones justicieras, como “Tacho” y “Tachito” Somoza, Benito Mussolini, y Rafael Leónidas Trujillo, o vía sofisticadas acciones de “modificación de la salud”, como Yasser Arafat.
Sin embargo, ninguno murió combatiendo ni mucho menos, a pesar de que asesinaron a múltiples compatriotas, o los enviaron a carnicerías allende sus fronteras. Esa “guapería” barata no alcanzaba para tanto.
No es demasiado inteligente alegrarse de la muerte violenta de nadie, como es ahora el caso de Gadafi, con un tiro en su cabeza disparado con su pistola de oro por un rebelde, aunque esos miserables tiranuelos no dejan opción para librarse del cáncer y dar esperanzas de una vida mejor a sus pueblos.
La historia de los tiranos no ha terminado con la muerte de Muamar el Gadafi en Libia. Muchos otros tiranos “iluminados” han jurado luchar hasta el final. Tal vez mueran tranquilos en sus lechos, tal vez de forma violenta, o tal vez huyan cobardemente en su momento.
¿Quién puede garantizar que ya no haya madrigueras subterráneas convenientemente preparadas para personajes como Robert Mugabe, Fidel Castro, Hugo Chávez, Bashir al Assad, Alí Abdullah Saleh, Daniel Ortega, o Kim Jon Il?
Sin embargo, lo que casi con seguridad puede garantizarse es que ninguno de ellos, después de alentar a sus súbditos a combatir hasta el final contra las “ratas” y los “mercenarios”, será capaz de finalizar sus días combatiendo hasta la última bala y el último aliento.
Porque, compañeros, como ustedes comprenderán…
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